Tras la pandemia de Covid-19, estamos atravesando un brote histórico de dengue. Además de tratarse de dos enfermedades virales y transmisibles, ambas vuelven a atraer la atención sobre un aspecto de la salud pública notablemente desatendido, como es la contaminación del aire interior. En un caso, la que se produce cuando personas infectadas y sanas comparten el mismo ambiente con poca ventilación. En el otro, la derivada del uso de espirales y otros insecticidas cuyas emanaciones pueden acumularse y derivar en problemas sanitarios.
Estas patologías son solo una pequeña muestra de la importancia de la calidad del aire interior en la salud. Ahora, un grupo internacional de científicos, entre los que se encuentra el experto español José Luis Jiménez, profesor de química de la Universidad de Colorado en Boulder, y Shelly Miller, profesora de ingeniería mecánica en la misma universidad, más otros 28 especialistas, piden que se desarrollen protocolos nacionales de calidad interior para edificios públicos y presentan un plan para hacerlo que se publica en el último número de la revista Science (Morawska et al. Mandating indoor air quality for public buildings http://dx.doi.org/10.1126/science.adl0677).
“La ciencia es muy clara acerca de la importancia de mejorar la calidad del aire interior para la salud y la reducción de enfermedades –dice Jiménez en un comunicado de su universidad–. Pero creemos que eso sólo sucederá con normas jurídicamente vinculantes”.
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Sobre la base de múltiples evidencias, los autores del trabajo abordan los standards que deberían recomendarse para tres contaminantes interiores clave basándose en la profusa evidencia reunida hasta ahora: el dióxido de carbono (CO2), el monóxido de carbono (CO) y el “material particulado” PM2,5, partículas que pueden alojarse en la profundidad de los pulmones e ingresar en el torrente sanguíneo. También ponen el acento en la ventilación.
Jiménez y Miller, junto con la autora principal de este estudio, la física australiana Lidia Morawska, directora del Laboratorio Internacional para la Calidad del Aire y la Salud, profesora de la Universidad Tecnológica de Queensland y directora del Centro de Ciencia y Manejo de la Calidad del Aire en Australia y China, considerada una de las mayores expertas del mundo en el tema, son conocidos internacionalmente por haber liderado el llamamiento a la Organización Mundial de la Salud (OMS) para que reconozca la transmisión aérea del Covid-19 en las primeras etapas de la pandemia.
La OMS estima que la contaminación del aire externo e interno es responsable cada año de siete millones de muertes. Los efectos de los contaminantes del aire incluyen alergias y otras alteraciones en el sistema inmune, cáncer, efectos en la reproducción, problemas respiratorios, irritación de la piel y membranas de los ojos, nariz y garganta, y trastornos cardiovasculares. Hace un mes se publicó un estudio que también sugiere un vínculo con la enfermedad de Alzheimer y confirma hallazgos previos.
La iniciativa The Lancet Planetary Health calcula que cerca del 99.82% de la superficie terrestre mundial está expuesta a niveles de partículas PM2,5 por encima del límite de seguridad recomendado por la OMS. María Neira, directora de Salud Pública y Determinantes Ambientales y Sociales de la Salud de la organización internacional, considera que la calidad del aire debería ser una de las apuestas fundamentales para mejorar los niveles de la salud pública en escala global, tal como después de la Segunda Guerra Mundial se impuso la necesidad de garantizar el alcantarillado y el acceso al agua potable.
“El aire interior de los edificios públicos es un bien compartido, igual que el aire exterior o el agua potable –afirma Miller–. Para protegerlos de la explotación por parte de contaminadores que pueden ignorar los impactos en la salud humana, es fundamental proporcionar directrices y standards”.
Por eso, los autores enfatizan que es importante que se incorporen normas de calidad del aire interior en el diseño de nuevos edificios o en la modernización de estructuras antiguas. “Si bien hay un costo a corto plazo, los beneficios sociales y económicos para la salud, el bienestar y la productividad probablemente superarán con creces la inversión necesaria para lograr un aire interior limpio”, dice Morawska.
Para ellos, se podría empezar por algo simple y rentable, como son los sensores de CO2, que son accesibles, “económicos y robustos, y podrían usarse como indicador de la presencia de patógenos exhalados”, como el SARS-CoV-2, y de la acumulación de contaminantes químicos en interiores.
Pero incluso si respondieran a la exhortación de los científicos, el cambio no será sencillo ni rápido. “Esto tomará una generación –dice el experto español–. Así como se necesitaron muchas décadas para proporcionar agua potable después de que en 1850 se descubriera que el cólera se transmitía por el agua”.
A través de su cuenta de Twitter, Jiménez explicó que en la actualidad, aunque las personas que viven en las sociedades industrializadas pasan más del 90% de su tiempo en lugares cerrados, los standards de calidad del aire son malos o inexistentes, y la mayoría de los países no tiene legislación para la calidad del aire interior en espacios públicos. Pocos códigos de edificación tienen en cuenta la operación y el mantenimiento de los sistemas necesarios, y la mayoría no contempla la transmisión aérea de enfermedades. “Nosotros proponemos que sean obligatorios en espacios públicos”, escribió.
“Se trata de un aporte muy importante. Así como durante la pandemia desde el ex Ministerio de Ciencia y Tecnología, la viceministra Carolina Vera ayudó a que Salud tomara rápido el tema ventilación y luego hiciera lo mismo Educación, eso nunca se traslado al área de Trabajo ni a Economía –opina el físico Jorge Aliaga, que en cuanto se probó que el SARS-CoV-2 podía mantenerse varias horas en el aire e incluso transmitirse por los conductos de ventilación diseñó un medidor de dióxido de carbono y puso los planos en Internet para que cualquiera pudiera replicarlo–. Por supuesto, fuera de pandemia ‘calidad de aire’ es mucho más que ventilación, y hay que poner en la balanza el hecho de que muchas veces en una ciudad el aire exterior no es el ideal. Pero la única limitación que pone la Superintendencia de Riesgos del Trabajo para ambiente laboral son 5.000 ppm de CO2, una enormidad [por encima de 700 ppm se considera ‘riesgo alto’]”.
Para Aliaga, otro ámbito público y cerrado en el que hay que controlar la calidad del aire son los colectivos. “Hoy casi no tienen ventanas –menciona–. Se podrían diseñar para que tengan ingreso de aire por la parte delantera y salida por atrás, de manera que haya corriente de aire sin necesidad de ventanas. Lo mismo para los de larga distancia, donde la gente está horas y horas”.
La propuesta de los expertos publicada en Science se centra en tres parámetros para los cuales hay sensores avanzados y de bajo costo, estabilidad, durabilidad y robustez demostradas. Y también en la tasa de ventilación por persona.
Uno de ellos es el monóxido de carbono (CO), producido por los dispositivos de combustión. “Las alarmas están preparadas para detectar niveles muy altos que pueden causar la muerte, pero no funcionan para los más bajos, que de todas maneras son dañinas”, explicó Jiménez.
Otro es el dióxido de carbono (CO2), que puede servir como un proxy [valor que permite inferir otro] para detectar contaminantes y patógenos, y como un medio para evaluar la ventilación.
Las partículas PM2,5 (material particulado con diámetro menor a 2,5 micrones) son una de las principales causas de muerte prevenible en todo el mundo.
“La ventilación es una estrategia clave para controlar contaminantes generados en ambientes interiores, como muestra nuestro estudio sobre la transmisión de Covid-19 en las escuelas (https://pubs.acs.org/doi/10.1021/acs.estlett.1c00183)”, agregó Jiménez.
“La iniciativa me parece muy buena, porque pone en foco el problema de la calidad del aire interior sobre el cual hay poca conciencia –afirma Andrea Pineda Rojas, investigadora del Centro de Investigaciones del Mar y la Atmósfera (CIMA) y del Conicet–. Es complejo por la cantidad de variables de las que depende (básicamente de lo que se emite adentro y de la calidad del aire exterior) y, por lo tanto, difícil de reglamentar. Los autores proponen que en ambientes públicos se mida de manera continua el dióxido de carbono (CO2) como indicador de la ventilación (que es algo que en la Argentina aprendimos durante la pandemia) y dos contaminantes: monóxido de carbono (CO) y PM2,5, uno de los que inspira mayor preocupación a nivel mundial porque las partículas tan chiquitas pueden ingresar al torrente sanguíneo y alcanzar todos los órganos, aumentando el riesgo de tener distintas enfermedades, incluyendo cáncer. Nosotros tenemos reglamentaciones de calidad de aire exterior en algunos lugares como CABA y PBA, pero no para ambientes cerrados públicos como la que propone el trabajo”.
Hay muchas fuentes de contaminación interior, además de la acumulación de personas en un ambiente sin ventilación. Por ejemplo, las tecnologías de cocción. Contra lo que pueda pensarse, según explica Pineda Rojas, cocinar con cocina a gas emite óxidos de nitrógeno y partículas, que son dos de los contaminantes de mayor preocupación en el mundo. Las más grandes quedan retenidas en los pelitos de la nariz, pero cuanto más chiquito es el diámetro de las últimas, más perjudiciales son. Y si uno tiene todo cerrado (como ocurre cuando hace frío o hay invasión de mosquitos), la concentración es alta.
“[El médico, astrólogo y alquimista del Siglo XV] Paracelso decía que la dosis hace el veneno –comenta la científica–. El problema en interiores es que todo lo que ponemos en el aire puede acumularse y permanecer en concentraciones altas. Los inciensos y espirales emiten distintos contaminantes incluyendo partículas ultrafinas (que no son visibles) que son muy perjudiciales para la salud aún en bajas concentraciones. En altas concentraciones (por ejemplo, en un espacio pequeño sin ventilación), pueden causar efectos agudos como asma y dificultad para respirar, y en bajas concentraciones el mayor problema es la exposición prolongada. Por ejemplo, hay estudios que muestran que el uso frecuente de inciensos está asociado con un mayor riesgo de leucemia en chicos. Como es muy difícil regular la calidad del aire interior (porque el monitoreo que permite controlarla es muy costoso), en algunos países se empiezan a dar recomendaciones para reducir la exposición con cambios de hábitos simples, como por ejemplo evitar el uso de productos que pongan sustancias químicas en el aire, como los aerosoles”.
Según la OMS, quemar casi cualquier cosa produce material particulado. El tabaco y otros productos para fumar, estufas y dispositivos para calefaccionar, velas y hogares a leña, todos pueden producirlo y también generan subproductos como el monóxido de carbono.
“La lista de cosas que emiten contaminantes en la página online de la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos es larga e involucra muchas actividades cotidianas –cuenta Pineda Rojas–. Además de lo que se emite adentro y lo que viene de afuera, la ‘química de interiores’ puede producir otros contaminantes. Lo que se puede formar depende de lo que se emite, de lo que hay en el aire y del tiempo de permanencia de los contaminantes en el ambiente. Por eso es tan importante ventilar cuando cocinamos, por ejemplo”.
Según la OMS, alrededor de 2.300 millones de personas (un tercio de la población global) todavía cocinan utilizando dispositivos poco eficientes con kerosene, biomasa y carbón, que generan contaminación del aire hogareño. Se estima que este problema fue responsable de 3,2 millones de muertes anuales en 2020, incluyendo más de 237.000 de chicos menores de cinco años. Las mujeres y los chicos, que son los que usualmente se ocupan de las tareas domésticas son los que soportan el mayor peso.