El Nobel de Fisiología o Medicina coronó este año una trama de novela iniciada hace más de tres décadas, y en la que se conjugan la curiosidad, el talento y la cooperación que caracterizan a la mejor ciencia. El premio, de algo más de un millón de dólares, fue para Victor Ambros, de 71 años, investigador de la University of Massachusetts Medical School, y Gary Ruvkun, de 72, vinculado con el Hospital General de Massachusetts, ambos de los Estados Unidos y posdoctorados en el mismo “semillero”, el laboratorio de Robert Horvitz, que también había recibido el Nobel en 2002 (por sus estudios de la muerte programada en ciertas células del gusano Caenorhabditis elegans).
Trabajando en este mismo gusano, de apenas un milímetro de largo y alrededor de 1000 células, analizaron y descubrieron un principio fundamental de regulación de la actividad genética y un mecanismo clave para el desarrollo de todos los organismos multicelulares, y modificaron “el dogma de la biología” tal como se lo aceptaba en ese momento.
“Para mí, más que merecido –afirma Ariel Bazzini, investigador argentino que dirige un laboratorio del Stowers Institute for Medical Research, en los EE.UU–. Lo que hicieron es impresionante. Trabajaron en el mismo tema, fueron competidores, pero también se ayudaron, que no es lo más común en la ciencia de alto nivel”.
“Es una historia muy linda sobre cómo una rareza de un gusano puede llevar a un conocimiento que es la base de la regulación genética, asociada con patologías humanas, desarrollos que tienen que ver con la resolución de problemas médicos y otras aplicaciones que afectan no solo a las personas, sino también a plantas, cultivos, hongos”, coincide el virólogo del Conicet en el INTA, Humberto Debat.
Y agrega Manuel de la Mata, investigador del Conicet en el Instituto de Fisiología, Biología Molecular y Neurociencias (Ifibyne), y docente en la UBA: “Abrieron un nuevo campo de estudio que amplía nuestro conocimiento sobre cómo ocurre la regulación génica en animales y plantas”.
Manual de instrucciones
Como suele decirse, nuestros cromosomas, alojados en el núcleo celular, pueden compararse con un manual de instrucciones para todas las células de nuestro cuerpo. Cada una de ellas contiene el mismo conjunto de genes y por consiguiente similares instrucciones. Sin embargo, las células de los distintos tejidos son muy diferentes y cumplen funciones diversas. Esto es posible porque cada una “expresa” ciertos genes y otros, no.
Trabajando cada uno con su equipo y en su propio laboratorio, pero colaborando en momentos cruciales, Ambros y Ruvkun dieron con la pieza del rompecabezas que interviene precisamente en la regulación de la expresión génica: una molécula de apenas 20 o 21 nucleótidos [unidades fundamentales de los ácidos nucleicos] que puede inhibir la transcripción de ciertas instrucciones.
“Ellos estaban trabajando en un área que casi nadie estudiaba –cuenta Debat–. Deben haber sido de los muy pocos grupos en todo el mundo que estaban en ese momento investigando unos raros mutantes de C. elegans [en los que un gen llamado lin-4 parecía estar bloqueando la expresión de otro llamado lin-14] y querían entender qué sucedía. Estamos hablando de una época pre-genómica donde por ahí sabíamos que había unas mutaciones en un lugar y que generaban un fenotipo [características físicas, bioquímicas y del comportamiento], pero nadie entendía cómo y por qué. Imaginate lo que era investigar en aquella época, secuenciando por medios radiactivos, de forma artesanal, tratando de buscar información sobre qué había ahí adentro… Sin embargo, ellos fueron estudiándolo y encontrando las regiones responsables”.
A medida que avanzaban, los científicos iban circunscribiendo cada vez más el área de interés, hasta que llegaron a unos 60 nucleótidos. “Cuando estaban en eso, el equipo de Ambros se juntó en un seminario informal (se llamaban ‘tea-associated research talk’ [TART; en español, algo así como ‘charla de investigación asociada con un té’]) con el grupo de Margaret Baron, y ella les sugirió que buscaran en un área aún más reducida [de lin-4], de alrededor de 20 nucleótidos. Se fueron a fijar y vieron que tenía razón. Mirando un poquito más en detalle, notaron que ahí no había nada que dirigiera la síntesis de una proteína. En ese momento, el grupo de Ruvkun estaba avanzando mucho con la secuenciación del lin-14 y un día, a principios de junio de 1992, compartieron lo que habían logrado secuenciar de esta región y se dieron cuenta de que había complementariedad entre ambos hallazgos. Se llamaron por teléfono y se lo dijeron prácticamente al mismo tiempo. ¡Fue un verdadero momento Eureka!”
Según cuenta Debat, esta complementariedad explicaba que un microARN regulaba a otro ARN 'transmodulando' su expresión, y que esa forma de regulación era algo nunca visto, no había prácticamente indicios de que algo así pudiera suceder. “Esa llamada por teléfono en la que compartieron el descubrimiento en conjunto fue quizás uno de los momentos más importantes en lo que sería la biología de los microARNs. Ambos enviaron sus trabajos a la revista Cell en agosto de 1993 y se publicaron ese mismo año”.
Lo que habían descubierto Ambros y Ruvkun era una nueva clase de pequeñas moléculas de ARN que desempeñan un papel crucial en la regulación genética. Revelaron un principio completamente novedoso que resultó ser esencial para el desarrollo y funcionamiento de los organismos multicelulares, incluidos los humanos.
Al principio, los resultados publicados fueron recibidos con desinterés por parte de la comunidad científica. Aunque eran interesantes, el inusual mecanismo de regulación genética se consideró una peculiaridad de C. elegans, probablemente irrelevante para los humanos y otros organismos más complejos. "Sus charlas se programaban al final de las reuniones científicas, como si hablaran de algo no muy relevante”, recuerda Bazzini.
Mucho más que una anécdota
“Primero se lo tomó como una anécdota del ‘gusanito’ –cuenta Debat–, pero hacia el año 2000 se publica otro paper de Ruvkun en el que vio que había otra región en C. elegans que tenía el mismo comportamiento. Entonces dijeron ‘che, se ve que esto va más allá de una curiosidad’. Y ahí se dieron cuenta de que no era un mecanismo de un gusano, sino de todas las células eucariotas [con núcleo, citoplasma y membrana]. Empezaron a publicarse trabajos sobre microARNs en todos los organismos que se te ocurra. Se desarrolló la biología de interacción ARN-ARN, que es lo que lo que sabemos hoy. Fue un avance que explotó en el mundo”.
El nuevo hallazgo era otro microARN, codificado por el gen let-7 que, a diferencia de lin-4, estaba muy conservado y presente en todo el reino animal. El artículo despertó un gran interés y, durante los años siguientes se identificaron cientos de microARN diferentes. Hoy se conocen más de mil genes para diferentes microARNs en humanos (hay atlas enteros dedicados al tema) y se confirmó que la regulación genética por microARNs es universal en los organismos multicelulares.
“Estos hallazgos cambiaron nuestra forma de pensar –destaca Bazzini, que trabaja en la regulación postranscipcional en peces, células humanas y de mosquitos; entre otras cosas, para saber cómo los virus hacen que se modifique–. Hace muchos años se pensaba que solo las proteínas eran las que tenían funciones dentro de una célula. Y esto que comenzó con ‘gusanitos’ muestra que es muy importante estudiar otro tipo de modelos, no solo células humanas, porque en ellos se puede avanzar más rápido y hacer descubrimientos que después se pueden extrapolar. Hoy, no podría nombrar una especie en la que no se hayan encontrado microARNs, desde moscas a humanos, peces cebra, plantas. En cada una hay siempre mecanismos un poquito distintos, pero la estabilidad del mensajero se da en todas”.
En efecto, Ambros y Ruvkun encontraron un nuevo nivel de regulación genética que hoy atrae el interés de miles de laboratorios y numerosas compañías farmacéuticas. Experimentos realizados por varios grupos de investigación dilucidaron los mecanismos de cómo se producen los microARN y cómo conducen a la inhibición de la síntesis de proteínas o a la degradación del ARNm, informó el Comité Nobel. Curiosamente, un solo microARN puede regular la expresión de muchos genes diferentes y, a la inversa, uno solo puede ser regulado por múltiples microARNs, coordinando y ajustando así redes enteras de genes.
“Numerosas empresas farmacéuticas están trabajando en microARNs, viendo cómo pueden utilizarlos para diagnosticar enfermedades, y empezando a pensar en formas de emplearlos como terapia –subraya Bazzini–. Porque ofrecen la posibilidad de usar una pequeña molécula para controlar un montón de genes”.
Se pueden sintetizar en el laboratorio y en la Argentina se investiga su uso en biotecnología. “Cambiando los microARNs, puede modificarse el desarrollo de plantas, hacerlo más rápido o multiplicar la cantidad de hojas, por ejemplo –detalla el científico–. Es el clásico ejemplo de por qué hay que hacer ciencia básica y por qué invierten tanto en esto los países del Primer Mundo”.
De la Mata y colegas investigan en el Ifibyne cómo los propios microARNs son degradados en las células de manera muy específica. “Puede sonar redundante, pero en biología es común ‘regular a los reguladores’, sería el caso de lo que estudiamos –explica–. El mecanismo que estudiamos lo descubrió un argentino, Demián Cazalla, cuando trabajaba como posdoctorado en 2010 con la doctora Joan Steitz, en Yale. El premio de este año ilustra muy bien cómo muchas veces la ciencia avanza en direcciones inesperadas, cómo en gran medida la curiosidad conduce a hallazgos relevantes aunque no esté guiada por la búsqueda de aplicaciones inmediatas. Además, en el caso de Ambros, él no sólo se formó a la par de grandes figuras de la ciencia (Baltimore y Horvitz, ambos premiados con el Nobel), sino que él mismo formó recursos humanos valiosísimos, entre los que se destaca Craig Mello, otro galardonado con el premio Nobel. Es decir, ilustra todo lo virtuoso que puede tener la más pura investigación básica. Ambros y Ruvkun siempre fueron financiados por los Institutos Nacionales de Salud de los Estados Unidos, ente ciento por ciento estatal que solventa investigaciones básicas de ciencia de calidad, y no de aplicabilidad inmediata”.