Pese a la lluvia de condenas y adjetivaciones que recibió el presidente Vladimir Putin en las últimas 24 horas, el escenario después del primer día de bombardeos de las fuerzas de Rusia contra aeropuertos, infraestructura y ciudades de Ucrania no podría ser más auspicioso para el Kremlin. Volvió a subir la apuesta de una manera que nadie esperaba (el que diga que era evidente sabía más que los ucranianos que seguían su vida normal en los restaurantes, bares y calles de Kiev hasta solo pocas horas antes) y de la vereda de enfrente Estados Unidos, las potencias europeas y el G7 en su conjunto tomaron una posición que ya no gira alrededor de la ambiguedad: ni Washington ni la OTAN enviarán tropas para pelear contra Rusia y su única estrategia es una guerra económica de largo aliento contra Moscú.
El presidente estadounidense Joe Biden dejó muy claro en su conferencia de prensa del jueves que su país y sus aliados no tienen una estrategia más allá de imponer sanciones políticas y económicas. Cuando le preguntaron por qué creía que imponer más sanciones iban a conseguir detener lo que el primer paquete no había logrado evitar hace apenas un par de días, el mandatario no esquivó la respuesta directa: "Nadie esperaba que las sanciones evitaran que pasara algo. Esto va a tomar tiempo, Putin no va a decir: ''Oh Dios, voy a replegarme por estas sanciones'. Esto va a tomar tiempo." Mientras, auguró "semanas muy duras para el pueblo ucraniano" y los llamó a resistir.
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Estaba claro que Biden quería actuar dentro de la OTAN, no solo, como Estados Unidos ha hecho en otras ocasiones. No está claro, sin embargo, si fue el propio estadounidense el que puso un freno a un involucramiento directo militar o fue alguno de sus socios, dos que parecen obvios son Francia y Alemania. Pero más allá de esta incógnita, lo que sí queda claro es que el mandatario estadounidense -quien en noviembre próximo tendrá el desafío electoral de mantener la mayoría en ambas cámaras del Congreso, que ya de por si le respondieron poco y nada hasta ahora- falló en su cálculo político.
Desde fin de año pasado fue Biden quien subió el precio de manera constante a la movilización militar creciente pero gradual de las fuerzas rusas sobre la frontera ucraniana con el reclamo expreso de detener la expansión de la OTAN hacia el Este o mejor, dicho, hacia los vecinos de Rusia. El presidente estadounidense jugó a consciencia un juego de la gallina hasta el último momento y este jueves fue él quien dio el volantazo y decidió que no estaba dispuesto a entrar en una confrontación directa con otra potencia nuclear como Rusia. Estas decisiones nunca tienen una sola causa, pero hay una que es central: mientras desde el primer día el gobierno de Biden señala a China y su crecimiento como su principal preocupación y Europa no aparecía entre sus prioridades en materia de seguridad nacional, para Rusia, Ucrania ha sido parte intrínsica de su percepción como superpotencia en el pasado con la Unión Soviética y como potencia regional ahora. En otras palabras, Ucrania es considerado como un tema central para Moscú y no para Washington.
En las Relaciones Internacionales, lo peor que puede suceder en una escalada es que una de las partes pierda la credibilidad. Esa es la sensación que muchos tienen con Biden ahora en Kiev y también en Moscú. El propio presidente ucraniano, Volodimir Zelensky, lo dijo sin indirectas en un mensaje en plena madrugada por Telegram: "Me quedo en Kiev con mi gente, al igual que mi familia. Ucrania está sola. No nos quieren en la OTAN. Nadie quiere luchar por nosotros".
Tanto Biden como los líderes europeos intentaron convencer a sus electorados de que las sanciones que impusieron convertirán a Rusia en un paria internacional y ahogarán su economía hasta obligarlo a dar marcha atrás. Pero al mismo tiempo reconocen con menos énfasis que este efecto no será inmediato ni en los próximos días o semanas, pese a que la mayoría de los analistas coinciden en que este no será un conflicto armado largo. Ni a Rusia le interesa enterrarse en una ocupación larga, costosa y que sin dudas generará una resistencia interna, ni las fuerzas ucranianas pueden confrontar en una guerra convencional a sus contrapartes rusas. La asimetría militar es abismal.
Por eso, el gobierno de Ucrania, el mismo que hace solo unos meses pensó que podría usar el creciente malestar y las amenazas cada vez más descaradas de Rusia como una forma de palanca para convencer a sus socios occidentales de que le abran las puertas de la OTAN de una vez por todas, ahora quedó solo atrapado en una guerra que no puede ganar.
La gran pregunta ahora es, con este escenario libre, hasta dónde está dispuesto a llegar Rusia. La posibilidad de que tome la capital, Kiev, y fuerce un cambio de régimen, un modelo que en las últimas décadas usó Estados Unidos con resultados hoy desastrosos, no parece ser la más creíble (pero después de los eventos de los últimos nada puede ser descartado). La otra opción es que repita una estrategia similar a la de Georgia en 2008, otra exrepública soviética que quizo cambiar de norte político y pidió a viva voz el ingreso a la Unión Europea y la OTAN solo para recibir promesas vacías. Ese año, las Fuerzas Armadas rusas invadieron, llegaron hasta la capital y en menos de dos semanas aceptaron replegarse, eso sí, dejaron atrás una presencia militar importante en las dos regiones separatistas -que como pasó ahora en Ucrania- reconoció como Estados soberanos: Abjasia y Osetia del Sur.