Acuerdos favorables con el FMI, el país no los ha tenido nunca. A no ser que se considere un “acuerdo” la decisión unilateral de Néstor Kirchner de pagar la totalidad de la deuda con ese organismo y deshacerse de su tutela colonial. Es decir, la decisión de que el Fondo deje de ser un actor interno en la política interna, dotado, además de poderosas herramientas decisorias.
La cuestión no fue explícitamente planteada en el escenario del acto del sábado en la Plaza de Mayo, pero campea en el contrapunto desarrollado entre el presidente y la vicepresidenta. Alberto Fernández dijo que no habrá acuerdo con ajuste. Es decir que no acordará con lo que a esta hora parece una evidencia: el FMI dice a viva voz que la prioridad conceptual de la economía argentina es “ordenar las cuentas públicas”. A eso se lo puede llamar de muchas maneras, pero, para que cambiara el nombre más usual que esa política recibe, deberían darse una serie de premisas que por ahora no existen o, por lo menos, se desconocen. Los borradores que trascienden sugieren que el país puede equilibrar sus cuentas por las vías del incentivo a sus exportaciones y de la inversión extranjera directa. Permanece provisoriamente en la oscuridad las cuestiones que suelen ser claves en este tipo de negociaciones, particularmente la “cuestión previsional” (sin eufemismos, la suerte de millones de trabajadores argentinos que están jubilados) y la “cuestión de la legislación laboral”, es decir las restricciones a los derechos laborales, que en nuestro país tienen el status del artículo 14 bis de la Constitución. Hay, además otro tipo de cuestiones a discutir en materia del “orden en las cuentas públicas”. Las más importantes son la del orden tributario y la capacidad de control del estado sobre algunos renglones de la actividad económica (claramente el comercio exterior, particularmente el agropecuario) y la cuestión de los precios de los productos de mayor consumo popular. Se dice con razón que el equilibrio fiscal no consiste necesariamente en achicar el gasto, sino que incluye el plano fundamental de aumentar los ingresos.
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Ahora bien, desde ese punto de vista queda claro que lo necesario es ensanchar la intervención del estado: todo lo contrario de la filosofía histórica que el Fondo predica entre los países deudores, particularmente entre los menos aventajados en la distribución mundial de la renta. Es absolutamente necesario, entonces, pensar y actuar sobre el futuro del país en términos políticos. Lo que en última instancia se discute es la distribución de la renta en la Argentina. O, mejor dicho, lo que se debería discutir, porque cualquier propuesta dirigida a una redistribución progresiva es históricamente contestada en términos de guerra por la coalición del poder en el país, con los grandes medios de comunicación como principales; es una coalición que es local, pero tiene poderosos apoyos de carácter internacional. Entre esos apoyos ha estado siempre, históricamente, el de Estados Unidos. Y ese país es el más poderoso en la estructura plutocrática (no democrática) del Fondo y otros organismos internacionales.
El futuro de nuestro país debería discutirse en términos de alternativa entre resignación colonial o de replanteo de nuestro lugar en el mundo bajo la premisa del ejercicio pleno de nuestra soberanía. Y esa premisa fue magníficamente ejemplificada en el acto del viernes, particularmente en las intervenciones de Cristina y de Lula, cuando recordaron los primeros años del siglo como momento históricamente más importante de la afirmación soberana y -lo que es su necesaria contracara- del proceso de integración regional. En el contexto de la dependencia política neocolonial no hay un futuro próspero y justo para nuestros países. Eso exige, además, una visión más actual del mundo en que vivimos. Hemos asistido en estos días a una curiosa escena, la de la “conferencia por la democracia” convocada por Estados Unidos en pleno ejercicio de su función imperial. Los países “democráticos” son, según los organizadores, los que se disponen a colaborar con la política de ese país, hoy orientada en términos peligrosamente intolerantes a lo que el Papa llamó una tercera guerra mundial “por partes”. Después del paréntesis Trump -igualmente imperial pero más inclinado al fortalecimiento interno del país que al protagonismo global- la potencia norteamericana ha vuelto a poner en el centro de su estrategia la defensa y expansión de su condición imperial. Y eso en el contexto de una nueva correlación de fuerzas mundial en la que Rusia y China han adquirido un nuevo protagonismo.
De modo que la política internacional no es un “agregado” a la política interna. No habrá una Argentina justa y en crecimiento sin un protagonismo internacional bajo el signo de la soberanía, la unión regional y la independencia para establecer políticas de colaboración con todos los países del mundo que acepten hacerlo con pleno reconocimiento de nuestra condición independiente. El mundo en el que viven el gobierno de Estados Unidos y la “conferencia democrática” es el mundo unipolar surgido después de la caída del Muro y la implosión soviética de comienzos de los años noventa. Es decir, es un mundo irreal que solamente puede volver a existir si se abren paso los designios imperiales y belicistas. Dicho sea de paso, no estaría mal la promoción de una discusión sobre el orden internacional. Un orden en el que la inclusión de un país como país democrático sea una decisión de un organismo mundial validado a tal efecto y no el capricho de una potencia mundial que, como dice el tango, sufre “el dolor de ya no ser”. Desde esta columna no entendemos la decisión de participar en esa reunión, aunque valoramos la posición del presidente argentino al denunciar a la OEA como promotora del golpe de estado en Bolivia.