Se repite hasta el cansancio que la polarización (en nuestro medio, "la grieta”) es una amenaza para la democracia y que este fenómeno se da porque nos gusta interactuar con personas de gustos similares o ideológicamente afines. Esto daría origen a las “tribus”, a las “burbujas” de las redes.
Sin embargo, investigadores argentinos plantean que la similitud no sería el único factor que promueve la simpatía interpersonal en el ámbito político, sino que las personas prefieren a los que manifiestan opiniones intensas, seguras y, de algún modo, más extremas. Para explorar esta hipótesis realizaron dos estudios de comportamiento multitudinarios, donde les pidieron a miles de personas que interactuaran por parejas y contestaron encuestas especialmente diseñadas. El resultado sugirió que aquellos con puntos de vista ambiguos o ambivalentes se sienten atraídos de manera no recíproca hacia los que tienen más confianza en sí mismos. Un tercer estudio experimental confirmó que los perfiles políticamente coherentes y confiados se califican como más atractivos que los dubitativos. El trabajo que reúne estos hallazgos acaba de publicarse en Science Advances (DOI: 10.1126/sciadv.abk1909).
“Encontramos que las personas con opiniones ambiguas e inconsistentes (por ejemplo, una liberal y otra conservadora) son menos atractivas que las coherentes –resume Joaquín Navajas, director del Laboratorio de Neurociencias de la Universidad Torcuato Di Tella y último autor del paper–. Lo mismo vimos con la confianza: las personas con opiniones políticas bien definidas son más atractivas que aquellas que muestran cierta duda, que sin embargo es crucial en procesos deliberativos. Creemos que esto ayuda a entender los mecanismos psicológicos que subyacen a procesos sociales recientes, como la polarización y la desaparición de las opiniones moderadas, que como mostramos en un trabajo previo (Current Biology, 2019) son necesarias para construir consensos en la sociedad”.
El estudio aborda una problemática que ocupa el centro del escenario no solo en la Argentina, sino también en otros países: cómo convivir mejor, cómo entablar un diálogo ciudadano para llegar a construir consensos que permitan avanzar. Sin embargo, el resultado es un tanto deprimente, porque como señala la frase bíblica, "a los tibios los vomita Dios", nuestro cerebro preferiría a los más extremos.
Visiones encontradas
Navajas, físico como su mentor y coautor del estudio, Mariano Sigman, hoy radicado en España, se especializa desde hace años en la toma de decisiones colectivas. Formado en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, se doctoró y posdoctoró en el Reino Unido. En 2017, tras su regreso al país, tuvo la oportunidad de abordar experimentos masivos en colaboración con la organización TEDx Río de la Plata.
“Éste surgió de una observación que con frecuencia se repite, pero que no se había evaluado en detalle –comenta–. Se refiere a que cuando discutimos con alguien de política, nos gustan las personas que piensan parecido. Es uno de los preceptos fundamentales de cómo la psicología explica la polarización política, el hecho de que queramos interactuar cada vez más con personas que tienen ideas similares a las nuestras. Eso se retroalimenta y termina apartándonos cada vez más de los que tienen una visión diferente. Aumenta la polarización, da lugar a opiniones más extremas, nos lleva a fortalecer identidades”.
En el plano local, por ejemplo, esto podría aplicarse a las diferentes posiciones sobre si hay que gravar las grandes fortunas o legalizar la interrupción del embarazo. “Son temas que en el plano de los argumentos parecen no tener absolutamente nada que ver unos con los otros; sin embargo, si uno lo mide en la población, ve que la opinión que uno tiene en uno de esos temas predice fuertemente lo que pensará en el otro –dice Navajas–. Estamos cada vez más alineados ideológicamente. Y lo más preocupante es que empezamos a odiar a los que están del ‘otro lado’. Dejamos de interactuar, se cortan lazos familiares y laborales, y se convierte en un problema”.
Pero a los científicos no los convencía la interpretación de rigor, que esto ocurre porque interactuamos con personas parecidas. “Teníamos otra hipótesis: que había algo más fuerte, una atracción no necesariamente a los que son similares a nosotros, sino a nuestras versiones más extremas –destaca Navajas–, que tenemos una tendencia natural a tomar posturas más radicalizadas, posiblemente también más violentas. Que hay un cierto rechazo a la moderación, a mostrarse dubitativo, reflexivo. Algo que se refleja en el mote de ‘ciudadanos de Corea del Centro’ que se aplica a los que no están ni de un lado ni del otro de la grieta”.
Para confirmar o refutar su teoría, aprovecharon una reunión de TEDxperiments (el 24 octubre de 2017) para realizar algo jamás intentado en ciencias del comportamiento. Durante una de esas jornadas a la que asistieron 5038 personas, les pidieron que contestaran una encuesta con sus opiniones acerca de cinco cuestiones políticas (por ejemplo, si los chicos del secundario tenían derecho o no a tomar su colegio, o si es aceptable tener un cupo trans en el empleo público...). Y luego les pidieron que se expresaran sobre gustos personales, como si había que incluir morcilla en el asado, si preferían los gatos a los perros, o vacacionar en la montaña o en el mar. “Esta segunda parte la usamos como ‘control’, porque las preguntas no encienden la mecha del tribalismo político”, aclara Navajas.
Después los agruparon en parejas, les dieron cinco minutos para que discutieran esos temas y al final les pidieron que completaran una escala de atracción interpersonal validada en otros trabajos otorgándole a la otra persona una nota, que pusieran ese papel en un sobre y lo entregaran a la salida del evento. Después de analizar los resultados, los investigadores encontraron evidencia que respaldaba sus hipótesis. Por un lado, que las personas no solo se sienten atraídas hacia los que piensan parecido, sino que el número de opiniones similares que uno tiene con el otro es un factor de peso. “En este experimento, les dimos la posibilidad de contestar ‘no se sabe’ y vimos que aquellos que elegían esta respuesta en más temas también eran menos valorados en el cuestionario”.
¿Innato o adquirido?
Si esto fuera cierto, cabe preguntarse si es algo innato o culturalmente adquirido. ¿Venimos así “de fábrica” o es producto de la cultura de nuestra época?
“Haciendo honor al tema de nuestro trabajo, creo que no hay una respuesta categórica –afirma Navajas–. Hay buenos argumentos para atribuirle cierto componente natural, ya que somos animales sociales que vivíamos en tríbus con líderes que no podían mostrarse dubitativos y probablemente la evolución habrá seleccionado a las conducidas por figuras más firmes. Podría ser una explicación. Por otro lado, creo que los contextos actuales de extrema incertidumbre, de ansiedad, de hiperconectividad, nos empujan a buscar respuestas categóricas sobre todos los temas. Vivimos en un mundo muy complejo, en el cual cada vez tenemos más dudas sobre lo que está ocurriendo”.
Lo que sí puede aportar el estudio sobre esta pregunta es que el fenómeno no se da exclusivamente en nuestro medio, ya que replicaron el mismo experimento en Portugal, también en una charla TEDx (el 6 de abril de 2018), esta vez protagonizada por Mariano Sigman y Dan Ariely, uno de los referentes máximos de la economía del comportamiento. “Encontramos los mismos resultados –subraya Navajas–. En un contexto político también polarizado, pero con características completamente diferentes a la nuestra”.
Y en un tercer experimento realizado el año pasado en los Estados Unidos, invitaron a los participantes a leer tweets de usuarios fantasmas, que no existen pero podrían existir y volvieron a observar esa tendencia a preferir perfiles consistentes, seguros, que no muestran dudas.
Con respecto a medidas que podrían llegar a atenuar estos impulsos, aunque estos experimentos tienen valor más bien diagnóstico y no de tratamiento, estudios previos sugieren que se puede llegar a catalizar consensos o reducir la brecha de opiniones que hay en la sociedad. Y es que nosotros típicamente, mientras charlamos sobre este trabajo, hablamos sobre los extremos y sobre la confianza. “Vimos que existen un tercer tipo de personas que están en el medio, pero con opiniones muy firmes –comenta el neurocientífico–. Estas logran acercar posturas extremas y promueven acuerdos. Entonces, lo que uno debería lograr es empoderar a las personas moderadas”.
Para el neurocientífico Adolfo García, director del Centro de Neurociencias Cognitivas de la Universidad de San Andrés e investigador del Conicet, que no participó en este estudio, el trabajo es excelente. “Ilustra una práctica clave para el avance científico: abordar la diferencia entre ‘una’ explicación y ‘la’ explicación de un fenómeno. En este campo, se impuso la idea de homofilia política (preferimos a las personas que comparten nuestras opiniones). Dicho aspecto está bien estudiado y fue replicado. Pero en diversos entornos, ya sea de modo explícito o implícito, se lo invoca como ‘EL’ factor que explica por qué nos alineamos más con la persona A o la persona B durante debates ideológicos. Esta investigación supera esa fijación, rodea el simplismo de las explicaciones monocausales y pormenoriza otros rasgos de personalidad y posicionamiento que cumplen un papel importante. Además, tiene cierto valor instructivo: entender que la asertividad y la consistencia ideológica influyen en nuestros patrones de afinidad nos permite reflexionar sobre nuestras propias posturas y sesgos como interlocutores en el día a día”.
Sin embargo, otros no están tan de acuerdo. “Aparece un problema que no solo se da con este tema o trabajo: “Los sociólogos desconocen en general los avances neurocientíficos de los últimos 30 años, pero los neurocientíficos tampoco leen trabajos sociológicos para explicar el comportamiento social –afirma Daniel Feierstein, doctor en Ciencias Sociales, investigador del Conicet, y profesor en la Universidad Nacional de Tres de Febrero y en la UBA–. De este modo, caen en una visión ‘atomista’, que era lo que dominaba la ciencia social hasta el siglo XVII o XVIII y que ya no comparte ninguna escuela sociológica: la idea de que puede explicarse la interacción social como si fuéramos átomos que sumamos interacciones uno a uno. Ya uno de los padres de la sociología (Emile Durkheim, siglo XIX) explicó que las interacciones sociales no son una sumatoria de interacciones individuales. El experimento les puede dar esos resultados, pero eso no explica la interacción social, la construcción del sentido común, de representaciones colectivas y, por lo tanto, el surgimiento y desarrollo de la grieta”.
Y concluye: “En su propia lógica puede tener sentido, no es que no sea correcto, es que la explicación no pasa por ahí. El tema es cómo se construye socialmente cada paradigma, por qué está atravesado, cómo funcionan los ‘marcos sociales’ (que son dinámicos, pero de largo aliento) contra los cuales confrontamos nuestras opiniones. En determinados momentos (crisis, por ejemplo) buscamos salidas más extremas, en momentos de estabilidad buscamos posiciones más centristas, pero nada de eso se puede analizar con una escala de interacciones uno a uno donde le preguntamos a la gente cuanto le gustó su interlocutor. Las masas no son sumatorias de interacciones individuales. La neurociencia puede entender muchas de las cosas que pasan en nuestro cerebro, pero de ahí a creer que con esas herramientas pueden entender el intercambio social es un salto gigante que no se sostiene”.
El debate continúa.