Oliverio es un chico hiperestimulado. Lee desde los dos años. Poco tiempo más tarde empezó a escribir sus primeras palabras. Todavía no comenzó primer grado, pero cuando ve o experimenta algo que lo sorprende, suelta: “Bueno, vamos a comparar hipótesis”.
Probablemente no sea un dato banal de esta historia el hecho de que la mamá de Oliverio es una destacada neurocientífica, Andrea Goldin, cuyos estudios se centran, precisamente, en cómo aprendemos. Mientras observa crecer a Oliverio, Goldin, bióloga por la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA y doctora en fisiología por la Facultad de Medicina de la misma casa de estudios, que desde hace casi dos décadas investiga y dicta clases en neurociencia educacional, tiene la oportunidad de ver “en vivo y en directo” mucho de lo que dicen los papers. Profesora invitada en la Universidad Torcuato Di Tella e investigadora asociada del Centro para la Evaluación de Políticas basadas en la Evidencia (CEPE), acaba de reunir en su libro Neurociencia en la escuela. Guía amigable (y sin bla bla) para entender cómo funciona el cerebro durante el aprendizaje (Siglo XXI), mucho de lo que se descubrió sobre cómo funciona nuestro cerebro durante el aprendizaje y las estrategias que podrían aplicarse para mejorar la enseñanza.
“Beatriz Diuk [investigadora del Conicet y docente en la Universidad de San Martín], suele decir que 'los chicos aprenden a leer a pesar de cómo les enseñamos' –comenta la científica–. Oliverio aprendió hablando de fonemas. Lo disfruta. Le leemos desde antes de que pudiera entender, le fuimos mostrando las letras y sus sonidos, y hace poco le empezamos a hablar de que también tienen un nombre. Nuestro idioma es transparente, hay que jugar un poco y después se necesita memoria de trabajo, capacidades cognitivas para ir juntando esos sonidos hasta que forman palabras”.
–¿Es decir que cualquier chico puede empezar a leer a los dos años?
–Salvo en casos puntuales, debido a alguna patología muy particular, sí. Por supuesto, cuando son tan chiquitos no lo hacen en forma fluida, empiezan con palabras sueltas. Porque además de entender, para leer una oración o un cuento entero, se necesita poder decodificar esos sonidos en palabras e ir guardándolas en algún lado [del cerebro] hasta que esas frases cobran sentido. Y eso es difícil hacerlo cuando lo escuchamos y es más difícil hacerlo cuando además estamos gastando recursos cognitivos para leer. Oliverio ahora lee cualquier palabra. Cuando se cansa, no le exigimos. De golpe dice 'bueno, voy a escribir" y es muy interesante porque nunca le enseñamos a escribir, pero en computadora lo hace casi desde el mismo momento en que aprendió a leer. Le propuse probar y lo divirtió mucho. Yo había leído que uno de los problemas principales por los que se pensaba que los chicos no se podían alfabetizar antes tenía que ver con el desarrollo de la motricidad fina. Eso con las teclas no ocurre. La única dificultad es de búsqueda visual en el teclado. Los espacios entre palabras le cuestan bastante (los dice, pero no los escribe), y después hay algunos sonidos que a veces confunde, como los de la “c” y la “s”. Lo cierto es que cualquiera, a partir de que puede entender cómo se pronuncian los dibujos (las letras) y que las palabras se pueden partir en pedacitos más chiquititos, entiende que leer (en español) es "simplemente" juntar esos sonidos hasta que forman una palabra.
–La idea de que los chicos empiezan a leer a pesar de cómo les enseñamos es provocativa. ¿Está muy lejos la escuela de lo que las neurociencias van descubriendo sobre cómo se aprende y cómo se estudia?
–Con la lectura pasa algo particular. Es lo que llamamos la "distancia entre el educador y el que aprende". Cuando nosotros dominamos algo muy, muy difícil, se nos hace casi imposible ponernos en el lugar del que no lo sabe, aunque hagamos nuestro mejor esfuerzo. Vos, yo, cualquier persona alfabetizada somos expertos en lectura. Eso quiere decir que nuestro cerebro se cableó de forma diferente. Y eso se nota en el hecho de que no podemos ver letras sin leerlas. No hay forma de ver una letra de nuestro alfabeto y no intentar leer la palabra. Por ende, ya se fue de nuestra estructura mental la posibilidad de pensar cómo ve alguien que no sabe leer esos mismos dibujos, que es algo similar a lo que nos sucede con los ideogramas chinos o el alfabeto cirílico. En gran parte, lo que se hace es enseñar a leer a los novatos como leemos los expertos, que es distinto. Todos empezamos a leer de una manera y después, en algún momento, cuando ganamos cierta experticia, la cabeza nos hace clic y podemos empezar a hacerlo de otro modo, que es mucho más eficiente para el cerebro en recursos cognitivos, en tiempo. Y eso vale para cualquier aprendizaje: para leer, para hacer cuentas, para caminar, para interactuar con otros.
–¿Las capacidades cerebrales no vienen “preformateadas”?
–Lo más maravilloso que tiene el cerebro es que se modifica por la experiencia, su plasticidad. Venimos con un plan genético más o menos determinado, que dice que el cerebro va a ser de un tamaño aproximado, que va a estar dentro del cráneo, que se va a conectar de un cierto modo en su interior, con los ojos, la boca, los pies… Pero a medida que vamos viviendo, lo que nos va sucediendo, los pensamientos que tenemos, lo que vemos, lo que percibimos, lo que nos dicen, lo que escuchamos, lo que queremos, lo que no queremos, lo que comemos... todo lo afecta. Entonces, cuando nos enfrentamos con una situación nueva, va a incorporar esa información cambiando algo de lo que ya tiene armado, modificándolo en sus estructuras más pequeñas.
–¿Los cambios que promueve la educación pueden advertirse en las conexiones del cerebro?
–Podemos verlo, por ejemplo, en roedores. Para que un animal aprenda algo tuvo que haberse modificado físicamente, tuvieron que haber cambiado sus conexiones neurales. Tratar de observarlo en humanos sería muy invasivo, pero haciendo bien los experimentos “antes y después” con resonadores, se ve. Hay ensayos que se fijaron en cómo aprendemos un movimiento y se advirtió que después del aprendizaje cambiaban partes de la corteza motora. Otros, realizados con músicos, porque se sabe bien cuándo empezaron a aprender y cuántas horas por día o por semana practican, vieron que los cerebros son diferentes según en qué momento empezaron a tocar el instrumento, de acuerdo con su nivel de maestría… Detrás de un cambio conductual, hay un cambio físico. Si uno aprende algo, lo recuerda porque cambiaron cosas dentro de su cerebro. Y lo mismo pasa en el aula.
–Mencionaste que a los chicos les da alegría aprender. Sin embargo, en la escuela cuesta lograr un ambiente de gozo, de entusiasmo por el aprendizaje…
–Depende. Entre otras cosas, del docente, cuyo rol quiero reivindicar. De hecho, todos recordamos algún docente que nos despertaba mariposas en la panza. Muchas veces se cree que desde la neurociencia educacional estamos en contra de los docentes. Sin embargo, los que pueden tener la cintura para promover la incorporación de prácticas novedosas o para decidir qué parte de la currícula van a enseñar de tal o cual manera, los que van detectando qué requiere cada uno de sus estudiantes, los que hacen todo eso son los docentes. Y si bien es cierto que muchas de las cosas que se van descubriendo con la investigación no se aplican, también hay muchas otras que todavía no se pueden probar desde la ciencia y que los docentes ya saben. Son los que tienen la experiencia de ver en vivo el desarrollo neural. Aunque no estén mirando un cerebro, están observando el comportamiento originado en ese órgano que es responsable de nuestras conductas, emociones y sentimientos. Entonces, si el docente ve emociones, sentimientos y conductas en una persona es porque está mirando el producto de ese cerebro y sabe mucho sobre eso. No me gusta pensar en la neurociencia educacional como una varita mágica o como una receta que mejorará la educación en el acto. Lo que trato de transmitir en el libro es que podemos ofrecer herramientas a los educadores para que luego decidan en qué contexto y situación son útiles.
–¿Algunas de las estrategias para las que ahora se cuenta con evidencias experimentales ya se usaban empíricamente?
–Sí. Por ejemplo, despertar la curiosidad, llamar la atención. Esta última es una construcción muy complicada. Un aspecto tiene que ver con cómo llevas tu foco de atención desde un punto a otro. Y hay dos grandes maneras: una endógena, en la que vos lo decidís; y otra exógena, mucho más sencilla, que se desarrolla antes, y se da, por ejemplo, cuando de golpe hay un ruido. Aunque estemos haciendo algo súper interesante, vamos a prestar atención a eso inesperado porque así está preparado nuestro cerebro. Se necesita mucha ayuda propia y a veces ajena (de nuevo: el rol del docente) para poder sacar la atención desde donde estaba puesta, que no era lo interesante para la clase, y llevarla a lo interesante para la clase. Influyen los cambios en los tonos de voz, la manera en la que uno se mueve, lo que escribe... Cuando de repente está hablando el maestro y dice: “Usted, Gómez, ¿qué opina?”. Si Gómez estaba en cualquier otra cosa, eso levanta su atención y la de sus compañeros. Estos recursos afectan la manera en la que aprendemos y es algo que los docentes dominan. Por eso, lo que trato de hacer a través del libro es empoderar. Contarle a los lectores cosas que sabemos bien sobre cómo funciona nuestra cabeza a la hora de enseñar y aprender, para que después puedan usar esa información para entender su propia práctica o su propia experiencia.
–¿No ves factible una revolución educativa?
– Y... sería hermoso, pero no está sucediendo. Yo no voy a hacerla, plantearse eso me parece poco terrenal. Lo que sí me parece factible es pensar en pequeños cambios. Si tengo una secuencia didáctica, una planificación que funcionan, ¿cómo puedo hacer para que funcionen un poco mejor? No cambiar todo, sino modificar algo muy chiquito, que no cueste ni tiempo, ni demasiado esfuerzo, ni recursos.
–¿Por ejemplo?
–Cuando hablo de “empoderar” lo hago en el sentido de dar herramientas para que la gente entienda cómo funciona el cerebro. Cada vez que aprendemos algo se va modificando un poquito, hasta que en un momento esa suma de "poquitos", termina siendo un montón. Y una vez que aprendiste, el cerebro va a encontrar una ruta más rápida, más eficiente a nivel de recursos, de energía y de tiempo. Entonces, con este nuevo cableado que hiciste gracias a la repetición empezás a ser experto. Una vez que entendés algo, es mucho más fácil incorporar conocimiento nuevo. Podés ir armando el rompecabezas. Y cuando incorporás una nueva, sabes más o menos dónde va a ir. Cuando somos expertos y conocemos lo suficiente sobre un tema. Cuando aprendemos algo nuevo, lo insertamos en un mapa conceptual, en un esquema, en una red neural. Cuando sabés algo, pero acabás de aprenderlo, todavía te acordás bien de lo que no sabías, lo que te resultó difícil. Y entonces lo podés enseñar de un modo bastante eficaz a alguien que esté en un nivel de conocimiento apenas más bajo que el tuyo. Un corolario de eso es el estudiar con compañeros: cuando le explicas a alguien un tema que estás estudiando para un examen, te das cuenta de cuánto sabes o cuánto no sabes mientras lo estás explicando. El docente, si es demasiado experto, está lejos de eso y corre el riesgo de no darse cuenta de dónde tiene que ayudar para, por ejemplo, apuntalar esa orientación de la atención.
–¿Los docentes novatos corren con ventaja?
–No necesariamente. El experimentado conoce bien lo que tiene que dar y sabe qué es lo importante. El novato tiene mucho entusiasmo, pero no sabe todavía, por ejemplo, cómo van a reaccionar los alumnos. Depende de cada uno.
–¿Si tuvieras que asesorar a un ministro de Educación, qué medidas le sugerirías?
–Me parece que hay que repensar varias cuestiones. Por ejemplo, ¿vale la pena efectivamente atrasar el horario escolar? Mostró efectos beneficiosos, pero ¿cuánto duran, los chicos se acostumbran? Son preguntas que estamos tratando de responder, pero que todavía están abiertas. ¿Qué es lo que queremos que aprendan los chicos? ¿Un contenido enciclopédico? ¿A relacionarse? Tenemos que repensar la currícula. Un programa demasiado extenso hace que el docente corra para abarcar todo y al final no tiene el tiempo necesario para ejercitar el pensamiento propio de los alumnos. O lo hace a expensas de no cumplir con todos los contenidos. Tenemos que entender que el aprendizaje, si no somos expertos, lleva tiempo, porque los cambios neurales no se producen de un instante al otro. Para poder aprender, las conexiones neurales tienen que cambiar. Y para eso se necesita práctica y ejercitación desafiante, no frustrante. Hacen falta ganas. Y además, para que un aprendizaje se guarde dentro de nuestra cabeza y se transforme en conocimiento que podamos usar, necesitamos que cada una de las piezas de información esté bien enganchada en el rompecabezas que corresponda. Lo otro imprescindible, que hay que garantizar (para mí, desde el Estado), es una buena nutrición. Porque la energía necesaria para armar y desarmar esas redes neurales, que son las que van a estar sustentando aprendizajes, sale de lo que comemos. Y no de cualquier comida. Las evidencias muestran que si una persona no está bien nutrida no tendrá la energía suficiente para modificar su cerebro y por ende aprender bien. Si no tenés la suerte de estar en una familia que tiene esos recursos, carecés de la energía para arrancar. Es una carrera desigual.
–¿El problema educativo es también un problema de salud pública?
–Algunos gobiernos dicen, por ejemplo, “Vamos a poner pizarrones inteligentes”, otros, “Vamos a dar más capacitación”. Y todo eso está buenísimo (y sería excelente que también se discutieran los sueldos), pero para poder aprender, y para que el día de mañana o dentro de diez años vos puedas tener acceso a esa información que guardaste (no es solo información lo que aprendemos, sino también a lidiar con otras personas, a interactuar, a movernos dentro de ciertas reglas sociales, a pensar y razonar, a llevar la atención a lo importante y cómo hacerlo), se necesita una buena alimentación.
–¿Hay algún límite de edad para aprender?
–El cerebro es plástico, se modifica por la experiencia, por lo que nos pasa. Y esa plasticidad es muy grande en el primer par de décadas de vida. Después decae, pero nunca llega a cero. A medida que va pasando el tiempo, nuestro cerebro puede adoptar dos comportamientos distintos. Por un lado, tenemos habilidades cognitivas (como prestar atención, moverse en el espacio, recordar cosas por un ratito, controlar impulsos, tener la flexibilidad de cambiar si algo no salió como queríamos) que adquirimos a lo largo de la vida, pero sobre todo el primer par de décadas. Y después, una vez que ya las adquirimos, lo que hacemos es ir generando estrategias para hacer un uso lo más eficiente posible de esas herramientas. En todos los momentos de la vida están las dos destrezas. Pero sobre todo en la primera parte se desarrollan herramientas y en la segunda, cuando ya las tenemos, les damos el mejor uso posible.
–¿Por qué escribiste este libro?
–Hace mucho que doy clases de neurociencia educacional acá y en el exterior. Aunque hay otros sobre el tema, quisimos ofrecer una visión latinoamericana del problema. Está pensado desde la Argentina para nuestra parte del mundo. Fue un desafío, porque la mayor parte de los estudios no son de acá. Y si bien nuestro cerebro es similar al de las personas de otros lugares, como las experiencias lo van modificando, en muchos aspectos no funciona igual el de un argentino que el de un alemán. Nosotros somos súper nocturnos, estamos expuestos a frecuentes situaciones de incertidumbre, tenemos cierto clima, cantidad de horas de sol, estilo de nutrición, forma de relacionarnos… todo eso termina condicionando cómo aprendemos. No somos “un cerebro con patas”, somos un cerebro adentro de un cuerpo que está adentro de una sociedad, de una cultura, de un contexto determinado. Y todo eso, ese cuerpo y el contexto, va afectando la manera en la que se organiza. Con nuestro cerebro pensamos y entendemos. Pero también sentimos y nos emocionamos y nos enojamos. Está bueno tratar de que esté más o menos cómodo a la hora de enseñar y aprender, porque así podemos hacerlo mejor, y también divertirnos más.