El fantasma del comunismo

12 de junio, 2021 | 19.00

“¿Las democracias que gobiernan a los países más ricos del mundo serán capaces de resolver los problemas que el comunismo no logró solucionar? Esa es la cuestión. El comunismo histórico fracasó, pero los problemas permanecen”. Esto decía el gran filósofo político italiano Norberto Bobbio en 1990 -es decir cuando la crisis del comunismo recién había estallado- en un texto llamado “L’utopia capovolta” (la utopía puesta al revés). Más de treinta años después, la cuestión ha reaparecido; el comunismo ha vuelto a convertirse en protagonista de la discusión política global. Ya no bajo la forma de una palabra clave en el proceso de movilización popular crítica del capitalismo, sino como nombre del peligro agitado por las nuevas derechas contra cualquier forma de reivindicación del principio de la igualdad que aparezca en el mundo.

“Libertad o comunismo” es la consigna en torno a la cual se organiza el discurso de una derecha que alcanzó un nivel de movilización mundial como no había adquirido una fuerza análoga desde la época del fascismo. El “comunismo” de la consigna no se refiere sola ni principalmente a los estados que se reconocen en esa tradición ideológico-política, sino a un vasto y heterogéneo repertorio de discursos y acciones que tienen en común la crítica del capitalismo “realmente existente”. Todo lo que se reconoce como impugnador de la salvaje concentración de los recursos en el polo más poderoso de la sociedad mundial, todo lo que convoca a discutir la prioridad de la propiedad privada respecto de cualquier otro derecho, queda alcanzado por la “palabra maldita”. Hasta las encíclicas del papa actual son incluidas en el estigma.

Lo primero que pone de relieve esta onda de anticomunismo es el agotamiento del optimismo neoliberal de los años noventa del siglo pasado. En aquellos tiempos la “muerte del comunismo” estaba asociada a una gran promesa de época, esa que sostenía la necesidad de desmantelar el aparato estatal para que, liberadas de esas rémoras, las sociedades pudieran crecer, sobre la base de la “iniciativa privada”. Desde entonces, en estas tres décadas, han sobrevenido crisis económicas de alcance histórico que recorrieron y recorren todo el mundo. Las desigualdades sociales han alcanzado extremos escandalosos. La propia vida de la civilización humana en el planeta está puesta en cuestión, en el contexto del avance catastrófico del capital por sobre cualquier apelación a la defensa del hábitat de los seres humanos y de todas las especies vivas en la tierra.

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La pandemia actual ha agudizado de manera extrema la crisis global. Ha desnudado la fragilidad del orden humano, desde los individuos, pasando por los estados y hasta el propio orden mundial. La “guerra de las vacunas” -que en el caso de la derecha argentina ha alcanzado ribetes tragicómicos- muestra la imposibilidad orgánica del capitalismo neoliberal de proveer un mínimo de previsibilidad a la vida en común de los seres humanos: la “libre competencia” capitalista no respeta el límite que le propone la catástrofe global.  “El espectáculo debe continuar” es la consigna de la derecha, es decir, el movimiento automático del capital no debe ser estorbado por cuestión humanitaria alguna, la propiedad del capital es lo único sagrado en esto que Francisco ha llamado la “nueva religión”, la del dios dinero. Muere mucha gente a nuestro alrededor, pero podremos ver en estos días la copa América de fútbol; las ganancias de la televisión y del marketing que rodea al juego tienen la prioridad. Y el que no lo entiende es porque es “comunista”.

Por ahora, las profecías de algunos filósofos que predecían la emergencia de un “nuevo comunismo” no parecen abrirse paso. Lo que de ningún modo significa la seguridad acerca del futuro. Las derechas histéricas e irracionales parecen haber capturado un clima de época: de inseguridad, de miedo, de necesidad de aferrarse a ciertas ilusiones devenidas certezas, Ciertas ilusiones que, en realidad, son miedos. Que se confirman cuando las pantallas de la televisión muestran las movilizaciones masivas y con predominio juvenil en Chile y unos meses después se derrumba el orden político-constitucional del pinochetismo, sostenido treinta años por los gobiernos posteriores. Cuando en Colombia masas de personas desafían la feroz represión desatada por el estado contra justos reclamos sociales (sin que hasta ahora la OEA haya tomado cartas en el asunto). Cuando en Perú, un indígena, Pedro Castillo, le ganó la elección a una mujer de apellido Fujimori, símbolo perfecto de las épocas de oro del neoliberalismo en la región. Cuando la estructura de poder mundial vive tiempos de cambio en la relación de fuerzas entre las grandes potencias en la dirección del debilitamiento del imperio estadounidense y la emergencia de China como su aparentemente inevitable sucesión.

Todo esto está en la base del surgimiento de la nueva derecha. Que no es tan nueva: los momentos críticos de la vida mundial siempre han traído entre sus consecuencias una radicalización en la visión ideológica de las clases dominantes; el fascismo y el nazismo son ejemplos relativamente cercanos de la respuesta del capital a su crisis orgánica de la década del treinta del siglo pasado. El “comunismo” funciona como chivo expiatorio en tiempos de inseguridad y de miedo. Y cumple con ese papel porque es el nombre de una promesa revolucionaria que no solamente encarnó viejos sueños utópicos en militancias consecuentes y muchas veces heroicas. También fue una simbología política que llegó al poder y alcanzó la condición de desafío central para las potencias capitalistas de la época. No es casual, por eso, la apelación a ese “nombre maldito” para convocar un miedo. Y para tratar de acorralar con ese miedo a un vasto movimiento de época que empieza a reagruparse. Que no reconoce, ciertamente, a los símbolos comunistas como su identidad común. Pero que, conscientemente o no, reproduce en el tiempo la noble rebeldía que un día encarnó y todavía encarna esa palabra.