Creado en 1996 por Bill Clinton, el Premio Presidencial para Científicos e Ingenieros en etapas tempranas de su carrera es considerado el más alto honor otorgado por el gobierno de los Estados Unidos a investigadores jóvenes destacados. La distinción refleja el valor que le adjudica ese país a mantener una posición de liderazgo en la ciencia estimulando a las mentes más creativas. Se confiere a ciudadanos estadounidenses nativos o residentes permanentes. Cada ganador recibe una mención, una placa y financiación de su agencia por hasta cinco años para avanzar en su investigación. Sólo puede recibirlo una vez en la vida.
La lista de este año acaba de conocerse y, en un hecho inusual, incluye el nombre de una argentina, la física Cecilia Garraffo, graduada en la Universidad Nacional de La Plata y doctorada en la UBA, que creó el primer centro de inteligencia artificial aplicado a la astronomía, AstroAI, dependiente de la Universidad de Harvard y el Instituto Smithsoniano.
Sorprendida y emocionada por la noticia, Garraffo, que hace 16 años reside y trabaja en los Estados Unidos, está más entusiasmada aún por los avances del joven instituto, que crece sin pausa. “Ya tenemos los primeros resultados de un proyecto que es muy interesante, un modelo de lenguaje como el ChatGPT [un sistema de inteligencia artificial especializado en el diálogo que se va actualizando con aprendizaje automático], pero multimodal: le damos datos astronómicos y nos devuelve datos o texto explicando los datos –comenta–. También estoy muy entusiasmada con un proyecto para desarrollar modelos generativos, pero que sean consistentes con la leyes de la física, algo de lo que hoy no tenemos garantías. Esto podría revolucionar muchos campos, porque se puede aplicar a simulaciones de todo tipo, climáticas, astronómicas…”
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Según cuenta, Garraffo un área que está en rápido desarrollo es la que denominan “Earth AI”, en la que trabajan aplicando inteligencia artificial a los registros de instrumentos que “miran” la atmósfera terrestre; en particular con dos del Center for Astrophysics, el MethaneSAT y el TEMPO. El primero es una misión espacial de los Estados Unidos y Nueva Zelanda, lanzada en 2024 para monitorear las emisiones globales de metano, un potente gas de efecto invernadero. El segundo registra cada hora los niveles de contaminación del aire en América del Norte, desde Ciudad de México hasta Canadá. “Ya tenemos un modelo muy bueno que detecta los flujos de metano mejor que los científicos –destaca–. En el caso de Tempo, que cartografía la contaminación con una resolución muy fina, hasta ahora, detectan la acumulación de cada contaminante, pero ven el total de lo que hay, desde el suelo hasta la parte superior de la atmósfera. Nosotros estamos desarrollando modelos para discriminar la distribución vertical, porque hay sustancias, como el dióxido de nitrógeno, que si se encuentran a nivel de la superficie terrestre son un problema para la salud pública, pero no ocurre lo mismo si están a mayor altura”.
Ser originaria de América latina y madre de tres chicos no fue precisamente una situación ventajosa para iniciar su carrera científica en los Estados Unidos, y menos en el área de la inteligencia artificial, pero Garraffo superó los obstáculos que fue encontrando hasta desarrollar este centro en el que trabajan alrededor de 50 investigadores de diferentes disciplinas y que se propone aplicar la potencia de estas herramientas al procesamiento e interpretación de las enormes cantidades de observaciones que hacen posibles los nuevos telescopios.
Apasionada por la matemática desde chica, pero proveniente de una familia alejada del mundo científico, empezó estudiando para actuaria. Hasta que, cuando llegó al tercer año, vivió una crisis vocacional. “Me interesaba muchísimo el universo, leía los libros de Stephen Hawking y me había apasionado la película Contacto –recordó en una nota publicada hace casi un año en El Destape–. Decidí estudiar astronomía y hoy siento que es un privilegio. Este es un campo nuevo que ofrece múltiples oportunidades. Es una experiencia de humildad, porque todavía hay muchas cosas por aprender, pero estoy orgullosa de la comunidad que creamos”.
Fue mientras cursaba la última parte de su doctorado en la Universidad de Brandeis cuando se interesó en las redes neuronales y el aprendizaje automático. Se especializó en astrofísica computacional en el Centro de Astrofísica (CAF), dependiente de la Universidad de Harvard y del Smithsonian Institute, y luego se incorporó como investigadora asociada al Departamento de Computación de Harvard. Para ese momento, la inteligencia artificial había tomado impulso, empezó a investigar y dar clases, mientras colaboraba con el telescopio de Rayos X Chandra y con el Event Horizon Telescope (EHT), que generaría la primera imagen de un agujero negro.
Por esos días, con un grupo de estudiantes, decidieron presentar un proyecto que incluyera a astrofísicos y especialistas en computación. “Vi que la fórmula funcionaba –explicó–. Y entendí que la razón por la que muchas veces fracasa es porque no hay nadie que facilite la comunicación. Haberse formado en computación y al mismo tiempo en astrofísica me ayudó a establecer un diálogo fluido entre estas dos comunidades que manejan lenguajes tan diferentes. Volví a trabajar en Chandra y ahí la gente empezó a pedir ayuda para un sinnúmero de trabajos. Hicimos una prueba piloto y explotó: pasamos de cuatro proyectos a 37 en tres meses”.
Las herramientas de inteligencia artificial permiten descubrir cosas vedadas a los métodos tradicionales. Empleando los sistemas más básicos de aprendizaje no supervisado, se pueden crear conjuntos de datos (por ejemplo, se le pide al modelo que junte las cosas que tienen similitudes, como galaxias, tránsitos, exoplanetas…) y así encontrar patrones que no son obvios para el ojo humano ni para nuestros instrumentos. Hay allí una oportunidad de descubrimiento inmensa que la atrajo. “Uno de los primeros modelos que desarrollamos procesaba en un segundo lo que al experto mundial en el tema le llevaba 24 horas con otros tipos de software”, concluyó.