Al estilo de esas sagas taquilleras como “Terminator” o “Duro de matar”, un Donald J. Trump de 78 años que luce políticamente invencible volverá a entrar a la Casa Blanca decidido a redoblar las apuestas que hace una década lo convirtieron en protagonista excluyente del escenario político de Estados Unidos y que ahora lo devuelven al máximo estrellato de la democracia más antigua del mundo.
Sus biógrafos recuerdan que la noche de noviembre de 2016 en que ganó la presidencia, escuchó de su entorno íntimo: “Y ahora, ¿qué hacemos?” La candidatura de Trump había nacido como uno de sus realities televisivos pero lo esperaba el ejercicio de poder real, el de la primera potencia mundial.
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Esta vez no será igual. Los titubeos iniciales de su primera presidencia, cargada de idas y vueltas, darán paso en esta presidencia a lo que promete ser una aplanadora de medidas ejecutivas y legislativas radicales que cambien el país con un gabinete homogéneo de trumpistas jóvenes, leales y decididos.
Desde 2016 han pasado cosas. El viejo Partido Republicano, una máquina electoral conservadora pero de formas liberales e internacionalista, ha sido copado por el movimiento trumpista MAGA, populista, nacionalista y ultramontano en lo religioso, social y cultural, y la antítesis del progresismo “liberal” cosmopolita. La nación quedó fracturada en “dos almas”, y esta vez gobernará una.
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Esta segunda era trumpista, facilitada por un desbande del liderazgo demócrata pese a la recuperación económica post pandemia, lo tendrá todo a favor, empezando por el Congreso. La mayoría absoluta de los republicanos en el Senado y la Cámara de Representantes les permitirá introducir cambios legales de fondo, y con el reaseguro jurídico de la Corte Suprema, de mayoría conservadora (6-3).
El verdadero tono de este “Trump 2” podrá verse desde el principio de la película. Ya anticipó que, al margen del Congreso, descargará en los primeros días de gestión una batería de “acciones ejecutivas” (decretos) para honrar dos grandes promesas electorales: frenar la inmigración y la importación de bienes extranjeros.
La preocupación por la inmigración ilegal atravesó a todo el electorado, y sus medidas pueden esperar consenso. En cambio, los economistas advierten sobre las consecuencias inflacionarias de la suba generalizada de aranceles proyectada, la más amplia y significativa a productos importados de China, pero también a los procedentes de Europa y otros mercados.
China, una prioridad estratégica que ya tenía Barack Obama pero Trump puso sobre el escenario electoral como nadie en 2016, siguió siéndolo con Joe Biden, en especial en la carrera tecnológica-militar. Ahora, continuará con mucha más fuerza y ruido con Trump (ya denunció un control chino del Canal de Panamá). A corto plazo, se puede imaginar un final feliz en esa rivalidad de grandes potencias, porque el crecimiento de la economía china se está ralentizando justo ahora (+5% en 2024).
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Pero Trump es Trump. A diferencia de Biden, volverá a relacionarse con el mundo desde su vocación aislacionista, bajo la consigna “America First”, con China en lo más alto de su lista de objetivos y presionando todo lo que pueda y donde pueda en favor de los intereses estadounidenses (ahora también el de los magnates tecnológicos al frente de corporaciones de alcance global).
Por el otro, seguirá abrazando la “diplomacia transaccional”. Bajo esa óptica hay que interpretar sus recientes amenazas de tomar el Canal de Panamá o el territorio danés ártico de Groenlandia, por razones de “seguridad nacional”. En su primer mandato, vociferó que obligaría a México a pagar la construcción de un muro total en la frontera. México nunca pagó, pero él fortaleció su posición negociadora.
Lo mismo valdrá para nuestra región, una América Latina que, salvo cuando es escenario de la disputa con China por recursos estratégicos o por movimientos estratégicos en el campo tecnológico, no figura en las prioridades de Washington (México, Cuba y Venezuela, por diversas razones, son casos aparte, como se verá con Marco Rubio, el primer secretario de Estado de origen latino).
Este segundo mandato de Trump encuentra a la Argentina en una coyuntura histórica singular. Frente al cambio, el presidente Javier Milei ha optado por una política exterior de “seguidismo”, no ya de un potencia o de un consenso estratégico internacional más amplio, sino directamente de una figura, de la que espera más beneficios puntuales que encarar proyectos comunes.
“Histriónico”, “autocrático”, “narcisista”, “ignorante”: las actuaciones políticas de Trump se han ganado esos adjetivos y otros peores de sus críticos. Pero en política exterior los resultados se miden por la suerte de los intereses nacionales, y en eso ha sido un estadounidense tradicional. Primero, mi nación. Una línea de acción que guía también a la mayoría de los países, sin importar peso o lugar en el tablero global.
Segundas partes nunca fueron buenas, se dice. Trump rompió muchos moldes y está seguro de que repetirá. Pero él sabe también que en toda buena película hay “malos”, y que en el mundo sobran. Hay que ver si le permiten interpretar su guión.