En estos días nos debatimos acerca de nuestro futuro como sociedad y como Nación, no es la primera vez que se nos presentan disyuntivas semejantes. La Historia de nuestra Patria es rica en experiencias de ese tipo, aunque también es preciso advertir que en estas elecciones 2023 se verifica un dato sin precedentes, es que llevamos casi 40 años de vida en democracia y la resolución de la actual encrucijada, que involucra al sistema mismo, está en manos de la ciudadanía, del Pueblo, una palabra que por ser poco pronunciada no deja de encerrar un enorme sentido que abarca y excede a la anodina apelación a “la gente”.
Una introspección necesaria
Un análisis apremiado de la realidad, con ese apresuramiento tan común en la cotidianeidad en donde lo “urgente” obtura una mirada imprescindible de lo “necesario” y de lo “trascendente”, puede llevarnos a pensar que no hay una sino varias sociedades paralelas y hasta excluyentes entre sí.
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Favorece una convicción semejante una coyuntura electoral binaria, pues como en todo balotaje sólo son dos las opciones existentes y, casi sin excepción, esa situación divide en potenciales mitades las preferencias ciudadanas con la única excepción de quienes deciden quedar fuera de esa contienda no concurriendo a votar, votando en blanco o impugnando su voto.
Sin embargo, la sociedad es una y sólo una, conformada por diversidades de las más variadas que se potencian cuando se amplían derechos, se reconocen las diferencias -aún las más antagónicas- y se acepta la pluralidad como manifestación auténtica de la libertad.
Es cierto también que nuestra sociedad registra cambios, evolutivos o no, que van demarcando cuánto promovemos, conservamos o sostenemos de los valores antes referidos y, lógicamente, cuánta es la relevancia que les atribuimos comunitaria como personalmente.
Transitar durante cuatro décadas ininterrumpidas la democracia mal podría ser lineal ni objeto de homogéneas opiniones y preferencias sobre los diversos ciclos que ha abarcado, sin que ello le reste importancia a ese derrotero complejo en el cual se ha mantenido mayoritariamente una voluntad popular, en el más estricto sentido, por defenderla y preferirla a todo tipo de autoritarismo en el que minorías -de cualquier signo- nos arrebaten la participación que nos corresponde para ser artífices de nuestro propio destino.
Tenemos distancias, pero también cercanías
Suele ponerse énfasis en lo que nos distancia a tal punto, a veces, que nos impide reconocernos en los otros con quienes -sin prescindir de las diferencias- conformamos un mismo cuerpo social y una identidad nacional que nos vincula estrechamente.
Las divergencias existen, en muchos casos son relevantes y nos posicionan confrontativamente, sin que por ello desaparezca lo común que nos une tanto en lo identitario como en la suerte que nos espera de la conducta social e interpersonal que asumamos.
También es fácil constatar que la desunión de la población que, acríticamente, afecta aspectos sustanciales de la convivencia en paz, sólo beneficia a minorías que persiguen intereses sectoriales distantes del bienestar general y que, no casualmente, es desde allí donde operan las usinas que alientan los desencuentros, los odios que rechazan todo diálogo constructivo y presentan como insalvables las diferencias como no sea por el exterminio del adversario.
La Argentina que evolucionó de una democracia liberal a una social con plenitud, universalidad y ampliación de derechos, en la que la “libertad” no podía ser concebida escindida de la “igualdad de oportunidades” como condicionante del efectivo ejercicio de aquélla estando a las ostensibles asimetrías, quedó reflejada en una frase que -más allá de su inicial formulación- fue recogida por todas las fuerzas políticas democráticas-: “donde hay una necesidad, nace un derecho”.
Una frase convertida en “dogma” democrático en nuestro país, que repele simplificaciones o banalizaciones que la asimilan con la confiscación que acecha a la “gente de bien” -y bien dotada de fortuna-, en favor de personas vagas o menos dotadas que no han alcanzado -por pereza o ineptitud- el “éxito”, patrimonio de los mejores y más meritocráticos.
Las necesidades a las que atender, como derechos, no se restringen a las que son fruto de la pobreza extrema o indigencia aunque allí se advierten más imperiosas de satisfacer en materia de seguridad alimentaria, sino que comprende una variada gama de situaciones: desocupación, acceso a la educación, personas con patologías específicas cuya atención demanda erogaciones imposibles de afrontar individualmente (diabetes, cáncer, diálisis, trasplantes, cirugías) y la asistencia sanitaria en general (vacunas, controles y tratamientos de salud psicofísica), discapacidades, vejez, grupos víctimas de segregación o discriminación, entre otras tantas.
Ese extenso recorrido que, con sus claroscuros, ha permitido desarrollar la institucionalidad de una democracia social, que no ha cedido a la tentación de los quiebres antisistémicos en 40 años y ha encontrado la resolución de los conflictos de mayor gravedad apelando a las propias reglas del sistema, a los acuerdos y a esfuerzos del conjunto para sobrellevar crisis políticas que parecían terminales, es consecuencia de una responsabilidad social compartida que nos enorgullece como Nación y nos enaltece como Pueblo.
El arco político y social que se reconoce en esas conquistas y convicciones, es amplísimo, sin que se restrinja a los cuadros dirigenciales, sino que incluye a las personas que militan, adhieren o simpatizan con cada uno de los colectivos concernidos.
Para quienes aspiran a vivir en democracia, cualquiera sea la inclinación política o ideológica que ostenten, las coincidencias basales que los animan superan largamente los enconos sectoriales que los distancian en cuanto a la sociedad y país que en conjunto definen.
Cuando nos damos tiempo
En tanto por un momento tratemos de dejar una apresurada ilación de consignas descalificatorias, para dar paso a una reflexión más razonada con eje en lo apremiante de las circunstancias políticas que nos convocan, sin perjuicio de las subjetividades que todo razonamiento supone, será más factible que arribemos a conclusiones con certezas que, paradójicamente, acerquen posturas disímiles en cuanto a las preferencias de máxima que cada uno prefiera.
El pacto democrático de 1983, implícito en los inicios de la institucionalidad republicana recuperada y, expreso -con los reparos que pueda válidamente generar-, en la reforma constitucional de 1994, supuso: desterrar la violencia como forma de dirimir las disidencias en todos los ámbitos y en particular en el terreno político: incorporar a nuestra Ley Fundamental las postulaciones de mayor densidad en materia de derechos humanos contenidas en Tratados Internacionales de DDHH; tipificar como delito imprescriptible que habilita la resistencia activa a toda pretensión de quebrar el orden constitucional; consagrar una sociedad plural y respetuosa de la diversidad como de las minorías en cualquiera de sus manifestaciones; reivindicar la presencia en nuestra conformación como Nación de los pueblos originarios y de los derechos consiguientes que les son inherentes; postular una protección y cuidado sin excepciones del medioambiente; instituir un Estado proactivo y presente como garante de los derechos colectivos e individuales, con mandatos explícitos en orden a políticas que aseguren su progresividad e impidan la regresividad sobre los niveles de tutela social alcanzados; ratificar nuestra soberanía e independencia nacional a la par que su integración regional; condenar toda alternativa antidemocrática que habilite aventuras y desventuras que como sociedad y Nación ya hemos padecido.
Los Estados derivan de una construcción política indispensable para dar cabida a la consolidación de los Pueblos y las Naciones, a los que la democracia aportó una paulatina participación ciudadana que permitió contar con herramientas para erradicar su apropiación elitista.
Negar al Estado como representación de la sociedad y actor fundamental para operar positivamente sobre los desequilibrios propios que en ella se verifican, es de un anacronismo inconcebible. Tanto, como postular un retorno a la estructura y organicidad que poseía a fines del siglo XIX o a principios del XX, que importaría echar por tierra todo lo ganado para las mayorías en más de cien años como renegar de las luchas populares -protagonizadas por capas medias y bajas- que lo hicieron posible.
Si bien proclamas semejantes emergen de una literalidad del discurso que se autodefine como “anarcocapitalista”, es preciso decodificarlo o leer entrelíneas su verdadero sentido, que no resta a su anacronicidad pero se entronca en una reconversión del Capitalismo salvaje inicial de dos siglos atrás, carente de toda esencia “liberal” y expresión de un mercantilismo a ultranza, puramente rentístico sin contenido filosófico ni ético: el Neoliberalismo con matriz de acumulación financiera y abandono de todo sesgo productivista.
Confiar al Mercado, eufemismo que enmascara a los poderes fácticos que lo gobiernan, el cuidado del bien común de los Pueblos y, a sus reglas -pergeñadas por sus dueños-, una distribución justa y equitativa del producto del trabajo, el ingenio y las iniciativas de quienes vuelcan sus esfuerzos para generar riquezas, es de una absoluta inconsistencia que se advierte con sólo cotejar su habitual funcionamiento, que se acentuaría a límites impredecibles de desaparecer el Estado o de neutralizar toda acción estatal que haga primar otros bienes y valores a los del lucro.
Por otro lado, existe una aparente contradicción en ese falaz discurso pseudo-anarquista que despotrica contra todo lo estatal arengando en favor de su desaparición, a la vez que deposita un especial interés en adueñarse de su aparato político. En realidad, no hay contradicción, porque se lo valora en su estructura y potencia ordenadora, pero se lo combate cuando cumple sus cometidos específicos para la sociedad en su conjunto y se lo pretende para cooptarlo o colonizarlo en favor de las clases dominantes.
Sin Estado no hubiéramos podido enfrentar la Pandemia, sin Estado sería imposible contar con las obras de infraestructura necesarias para el desarrollo del comercio e industria como de los servicios esenciales (energía, telecomunicaciones, transporte), sin Estado no tendríamos el desarrollo científico-tecnológico vital para un mundo en permanente transformación, sin Estado quedaría inerme la población para proveerse de los consumos básicos en una relación de intercambio desigual, sin Estado los derechos humanos fundamentales quedarían sujetos al arbitrio de quienes detentan el poder real.
Apostemos por la unidad en la diversidad
Las redes sociales son hoy potentes canales de divulgación de materiales e información de todo tipo, que dan cuenta de la importancia que ha adquirido en nuestra sociedad el escenario electoral, en orden a las percepciones del futuro que se avizora, se desea, se teme o se rechaza.
Difícilmente pueda inferirse de ese tránsito comunicacional, con las heterogeneidades propias de quienes se denotan politizados y de aquellos inclinados a una apoliticidad, que resulte indiferente, mayoritariamente, la reedición de prácticas análogas a las que impuso el terrorismo de Estado, la pérdida de derechos laborales y sociales, la prevalencia del egoísmo a la solidaridad, el abandono a su suerte de los que se hallan más necesitados, el sostenimiento de nuestra soberanía e integración territorial como Nación, la defensa de un sistema de convivencia que nos contenga sin exclusiones.
Entre las profusas declaraciones, opiniones y mensajes circulantes en las redes, hubo una reflexión que por lo sintética y significante me llamó particularmente la atención acerca de lo nos depara el próximo domingo: “no está en juego una elección en democracia, es la Democracia la que se juega en esta elección”.
Apostando por la unidad desde la diversidad ganamos todas y todos, sin saldar las diferencias sino recreándolas y animándonos a las confrontaciones inexorables en una sociedad plural que no excluya a nadie, pero, en donde prime el compromiso de respetar las reglas básicas de una convivencia democrática entre hermanas y hermanos, sabiendo que siempre hay parientes intolerantes pero que no dejan de serlo salvo que decidan renegar de la familia.