El año que vivimos en peligro

La cordura de quien se postula a presidir los destinos del país importa, pero la ideología que guía las acciones puede ser un elemento de destrucción todavía más potente que el desequilibrio y la inestabilidad emocional.

19 de noviembre, 2023 | 00.05

La decisión popular que se conocerá en la noche de este domingo será sin dudas la más trascendente de los últimos 40 años. A diferencia de otras elecciones no estará en juego solamente el gobierno de una u otra fuerza política, sino los consensos básicos de la democracia recuperada en 1983. Quizá el paso del tiempo vuelva borrosa la memoria colectiva, por eso vale recordar que perder la democracia le costó al país al menos 30 mil desaparecidos, a los que debe sumarse el número más preciso de los 649 soldados muertos en Malvinas, la gota que rebalsó el vaso de la paciencia social a la última dictadura iniciada en marzo de 1976.

Pero el baño de sangre fue solamente una parte. También hubo sudor y lágrimas. La dictadura que hoy se banaliza trajo aparejada la destrucción del Estado de bienestar junto a la multiplicación del endeudamiento externo que, desde entonces y a pesar de las sucesivas cesaciones de pagos y reestructuraciones, condiciona el funcionamiento de la economía. Significó además una profunda transformación de la estructura económica y de propiedad de las empresas, una tarea que sería completada en la década de los ’90 con los procesos de apertura, desregulación y privatizaciones, la tríada del “neoliberalismo”, secuencia que entrañó, vía el endeudamiento, una profundización de la dependencia económica con los capitales del exterior.

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Como ruido de fondo quedó una rémora más profunda, la persistencia del discurso ideológico anti Estado, el mismo que una de las fuerzas que hoy disputan el balotaje llevó hasta extremos inimaginables hasta ayer nomás. Ya no se trata sólo del lema dictatorial de “achicar el Estado es agrandar la Nación”, sino directamente de borrar al Estado de su lugar en la seguridad y la contención social, pero también de funciones que no se habían cuestionado hasta el presente, como la provisión pública de salud y educación. Es una redundancia explicar que se gobierna a través del aparato de Estado, aparato que uno de los candidatos dice querer “destruir desde adentro”. La cordura de quien se postula a presidir los destinos del país importa, pero la ideología que guía las acciones puede ser un elemento de destrucción todavía más potente que el desequilibrio y la inestabilidad emocional.

Si el resultado de este domingo no es un salto al vacío, será el momento de repensar con serenidad las razones de la ola “libertaria” que alcanzó su cresta en las primarias. Las explicaciones más habituales hasta ahora se centraron en la inestabilidad macroeconómica con inflación creciente que fue la marca de la administración del Frente de Todos. Si bien el actual oficialismo tuvo realmente mala suerte, desde la pandemia a la sequía histórica con la que cierra su ciclo, también incurrió en una sumatoria de errores autoinfligidos, desde el permanente e imperdonable boicot de una porción de la coalición, lo que limitó la construcción de la indispensable cohesión política que demanda cualquier toma de decisiones fuerte, hasta el sostenimiento de un régimen monetario y cambiario fallido que fue incapaz de capitalizar el considerable excedente comercial del período. La causa fundamental de la restricción externa, que es a su vez la causa fundamental de la inflación, residió especialmente en el acceso al dólar oficial “barato” para importadores, deudores y “fugadores” (para no decir “formadores de activos externos”). La experiencia 2011-15 debería haber servido para saber que las restricciones cambiarias solo debían ser una herramienta para la urgencia, no un modelo a seguir. Luego, ya en la pospandemia, los problemas de decisión y de cohesión política impidieron dar a tiempo el golpe de timón necesario para corregir el rumbo. La alta inflación resultante, el síntoma de las transformaciones que no se produjeron, impidió que, a pesar del sostenimiento de la actividad y el empleo, mejore el reparto del ingreso, es decir del valor agregado en el momento de la producción.

De todas maneras, la alta inflación, incluso su persistencia, resulta insuficiente para provocar el cuestionamiento de todos los consensos democráticos. Lo que sucede parece ser un fenómeno más profundo y de largo plazo, en tanto lo que estuvo en jaque, y quizá todavía lo esté, es la totalidad del sistema político y del Estado que lo expresa.

Si bien las universidades nacionales y el sistema de ciencia y técnica, es decir todo lo que depende del Estado nacional y que durante los últimos cuatro gobiernos peronistas recibió ingentes inversiones, cayeron en la volteada de los sedicentes libertarios, el cuestionamiento social de fondo a la educación pública recayó especialmente sobre la educación primaria y secundaria, esa educación que en los años ‘90 el menemismo transfirió, sin el financiamiento, de la Nación a las provincias y que desde entonces estuvo marcada por la conflictividad gremial y la persistencia de la pérdida de días de clase. En un contexto en el que estas escuelas también funcionan de hecho como guarderías, la situación fue una fuente inagotable de pérdida de la calidad educativa en disputa y de irritación social. El resultado provisorio fue la “proletarización” de la educación pública en tanto las clases más acomodadas se volcaron a la educación privada, profundizando procesos de “elitización”. No hay igualdad de oportunidades entre quien asistió a una escuela pública provincial en conflicto permanente y quien fue a una privada bilingüe, de doble turno y sin pérdida de días de clases. Por eso, lo que desde Domingo F. Sarmiento y la generación del 80, verdadera constructora de Estado, fue un valor compartido por la mayoría de la sociedad: la importancia fundamental de la educación pública para la instrucción y para la construcción de una identidad común e igualitaria, puede ser hoy cuestionada y negada por la fuerza que sumó casi el 30 por ciento de los votantes en las generales.

Algo similar sucede con el sistema de salud, donde existe un entramado más complejo entre quienes tienen y no tienen obra social, entre quienes recurren a la medicina prepaga y entre quienes, por no tener trabajo estable, de calidad o registrado, o por ser cuentapropistas de bajos ingresos, no tienen ninguna de las dos cosas y solo acceden a la salud pública. La semejanza es que al igual que en el sistema educativo aquí también se registró un proceso de elitización que, a un nivel agregado, posibilita el cuestionamiento del sistema público en su conjunto, más allá de sus virtudes y defectos. El shock social seguramente se producirá cuando llegue el momento de no contar con ninguna prestación pública o con la libertad de no recibir ninguna medicación gratuita o tratamiento subsidiado.

Lo que se intenta señalar es que el fenómeno de la irrupción del “populismo anarcocapitalista” no es solamente el resultado de la persistencia de la alta inflación y, en consecuencia, de la imposibilidad del actual oficialismo de mejorar la distribución de los ingresos derrumbados por el macrismo, sino un fenómeno sistémico más profundo. Dicho en términos alfonsinistas: la democracia dio de comer, educó y curó muy por debajo de las expectativas y se registró, con altibajos, pero de manera constante, un progresivo deterioro de las funciones del Estado. Lo dicho no significa negar las tendencias globales y las transformaciones del capitalismo. Tampoco significa negar la existencia de un aparato mediático destructivo y generador de odio social, menos aún la falta de consenso entre las clases dominantes locales sobre el modelo de desarrollo. Lo que sí es posible afirmar es que el deterioro social progresivo, que en la superficie se expresa en el estancamiento y caída del PIB per cápita desde 2011, parece haber llegado a un límite de tolerancia que, por ahora, se manifiesta de manera anárquica, pero que, si no se resuelve, puede tener consecuencias sistémicas impredecibles, entre ellas la violencia política si el resultado electoral es el salto al vacío. En cambio, si este domingo se impone la racionalidad será indispensable comenzar a trabajar sobre los factores que llevaron a la sociedad al borde del abismo.-