No era el fin del trabajo, sino de los derechos laborales

30 de septiembre, 2024 | 00.05

El fin de la historia, el fin del trabajo, el fin de las ideologías, el fin de las utopías componen anuncios de culminaciones cuasi apocalípticas del mundo que conocíamos o que creemos conocer, con pretensiones de una universalidad que, a poco que se lo analice, dan cuenta de una visión de los centros de poder que se proyecta con fuerza planetaria justamente por la potencia de esas usinas de pensamiento y la sumisión cultural fruto de su colonización que insiste en una homogenización extrema desentendida de las heterogeneidades, historicidad e idiosincrasias de los pueblos.

Las palabras confunden, a veces

El estadounidense Francis Fukuyama encandilado con la debacle del “socialismo real” resultante de la desintegración de la URSS y sus repercusiones en los países del este de Europa, planteaba el triunfo definitivo de las democracias liberales frente al comunismo (“¿El fin de la historia?” – 1989), con lo cual se daría paso al fin de las guerras y las revoluciones.

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El mismo autor, unos años después, postula el fin de las ideologías (“El fin de la Historia y el último hombre” – 1992), como una suerte de destino inexorable:

“… el mundo estará dividido entre una parte poshistórica y una parte todavía aferrada a la historia. En el mundo poshistórico, el eje principal de interacción entre los Estados será económico.... Por otro lado, el mundo histórico estará todavía fisurado por una diversidad de conflictos religiosos, nacionales e ideológicos, dependiendo del grado de desarrollo de cada país, un mundo en el cual seguirán aplicándole las viejas reglas de la política de poder”.

Se proclama la conformación de un "pensamiento único" en que las ideologías, en definitiva, no tendrían lugar siendo sustituidas por la economía, imponiéndose universalmente la democracia liberal sustentada en la disposición de una economía de mercado, con gobiernos representativos y derechos jurídicos que le fueran funcionales a la par de un Estado mínimo que respondiera a esas premisas.

En 1995, otro estadounidense, Jeremy Rifkin, publica su obra “El fin del trabajo” haciendo eje en los elevados niveles de desempleo y subempleo que se registraban en el mundo con el advenimiento de los avances tecnológicos, ligados a los desarrollos de la información y las telecomunicaciones, que llevaban junto con las fuerzas del mercado a una polarización que derivaba en un sector dominante que controlaba la alta tecnificación y la producción, frente a las mayorías desprovistas de esos dones y sometidas a una marginación con menores -o escasas- perspectivas de acceder al trabajo.

En las décadas siguientes esos augurios revelaron más que un determinismo inevitable un sobredimensionamiento ideológico unidireccional, apegado a un economicismo extremo desprendido de valores y derechos humanos fundamentales que diferentes experiencias desmintieron como tales, entre otras las que se registraron en Sudamérica a comienzos del siglo XXI.

La pandemia más tarde volvió sobre dilemas semejantes, con enunciados como “el futuro del trabajo” que encerraba la noción de que no había futuro para el trabajo en su concepción como “empleo”, o sea, trabajo con derechos, de calidad y dotando de posibilidades de realización con una vida digna a las personas que trabajan, con la consiguiente responsabilidad y obligaciones de las organizaciones que las emplean y se apropian del fruto de ese trabajo.

Nos miente, pero no nos engañó

Si se quiere un tanto paradojal, y bastante grotesco, los libertarios abrevan en aquel tipo de concepciones futuristas deslaborizadoras pero con la vista puesta en un pasado remoto que idealizan y catalogan de haber constituido la era de oro argentina.

Mienten claramente, cuando describen ese país imaginario de fines del siglo XIX y principios del XX: en las cifras de la macroeconomía, en las características de la institucionalidad republicana reservada a unos pocos, en lo social cuando la población se hundía mayoritariamente en la pobreza -incluso extrema- con extendidos signos de enfermedades endémicas resultantes de esas condiciones de existencia, en la alusión a una “pujante” clase medida virtualmente inexistente por ese entonces y sólo reconocible en las grandes ciudades e insertada en las burocracias estatales.

Un país que se destacaba por el derroche de las elites principalmente tributarias de los latifundios rurales, que nada derramaban de las cuantiosas riquezas de las que se apropiaban y, ostensiblemente, asociadas con los intereses imperialistas británicos. Las mismas que colocaban alternativa y espuriamente a los funcionarios de los tres Poderes del Estado, contando con el respaldo de las fuerzas armadas y policiales que reprimían cualquier reclamo o pretensión de cambiar esas estructuras antipopulares y antinacionales.

Sin embargo, a pesar de tanta mentira en la que hoy se insiste cuando se barajan cifras astronómicas contrafácticas sobre la inflación (que se dice hubiera alcanzado el 17.000% este año) o la pobreza (que abarcaría al 90% de la sociedad) de no haberse impulsado las depredadoras medidas adoptadas por el gobierno nacional desde diciembre de 2023, es justo reconocer que Javier Milei no engañó respecto al rumbo y propósitos de sus políticas.

Su prédica siempre estuvo dirigida a la ruptura con todo aquello que excediera al individuo -bien dotado para arreglárselas solo- y al absolutismo de Mercado -o sea, brindando todas las garantías a las familias y corporaciones que lo manejan-, postulando la demolición del Estado de Derecho salvo en cuanto responda al monopolio en el uso de la fuerza en defensa del derecho de los grandes propietarios y, con una especial inquina, contra cualquier expresión de Justicia Social o equidad distributiva.

La libertad que pregona se agota en el derecho de unos pocos (los más fuertes, los más ricos, los más poderosos), sin conexión alguna con las ideas más básicas de igualdad o fraternidad, con lo cual su ideario no sólo es predemocrático sino antirrepublicano y se condice con la “época dorada” que permanentemente evoca -anterior a la universalización de los derechos políticos y, por supuesto, de la consagración de derechos sociales-, como a diario da muestras cabales en su estilo autoritario y desaprensivo de gobierno.  

De todas formas, cualquiera fuese la sensación que nos provoque en orden a sus valores, ambiciones, destinatarios de sus discursos e intereses a los que responde, Milei lleva adelante una manera de gobernar -en lo formal y sustancial- que se contrapone con mandatos explícitos de nuestra Constitución Nacional, tanto en su manifiesta voluntad de eludir y suplir al Poder Legislativo, burlar al Poder Judicial que no se le somete y violar garantías constitucionales fundamentales e insoslayables.

Mal que le pese, entonces, más temprano que tarde -como ya se advierte en ciertas respuestas institucionales y sociales- le será imposible insistir en ese estilo autocrático pseudo monárquico, aunque el problema es el nivel de daños que ya está provocando su gobierno y los elevados costos que supondrá restaurar los destrozos ocasionados a la estructura productiva del país, a la soberanía nacional comprometida y al tejido social sometido a violentas rupturas que afectan dramáticamente el presente con previsibles efectos futuros aún de mayor gravedad.

Un nuevo Derecho, el Derecho de Empresa

En sus formulaciones iniciales el Derecho del Trabajo o Derecho Social se enunciaba como el “Nuevo Derecho” y sí que lo era, porque desprendido del clásico derecho privado (el Derecho Civil) que partía de una igualdad formal de quienes entablaban relaciones contractuales, prescindiendo de las desigualdades emergentes de la condición social y capacidades económicas respectivas, centraba las regulaciones normativas en las profundas asimetrías que distinguían a las relaciones laborales.

Ese dato empírico guio siempre las elaboraciones teóricas de la disciplina jurídica especializada en ese campo pues, con o sin traducción normativa expresa, constituyó el fundamento de los principios tutelares que definieron y definen al Derecho del Trabajo, a partir de los cuales la protección de las personas que trabajan en relación de dependencia implicó dotarlas de derechos irrenunciables (cualquiera fuera el origen o naturaleza de las concertaciones que los alteraran peyorativamente); implementar dispositivos “antifraudes” consagrando presunciones legales que desactivaran o mitigaran la posibilidad de artificios y mecanismos de simulación que enmascararan el empleo en una figura de supuesta autonomía, o las privaran en los hechos de beneficios (salarios, jornada máxima, descansos y pausas en el trabajo, licencias); asegurar cierta estabilidad en el empleo -indispensable para el efectivo ejercicio de cualquier otro derecho-, prohibiendo o disponiendo consecuencias económicas disuasivas del despido arbitrario.

Guiados por análogas premisas y objetivos de promover equilibrios indispensables para la paz social, se erigieron los derechos inherentes a la libertad sindical que, junto a los que garantizan autonomía asociacional y promueven la negociación colectiva, comprendían al derecho de huelga -en sus diversos modos de ejercicio- reconocido como una herramienta gremial imprescindible para la acción sindical y la defensa de los intereses colectivos e individuales de la clase trabajadora.

La Ley Bases irrumpió como cabeza de playa (fracasado hasta el momento el proyecto más ambicioso contenido en el Titulo IV -laboral- del DNU 70/2023) tras el objetivo de la deconstrucción total del Derecho del Trabajo, que la semana pasada complementó con pretensiones reglamentarias -pero excediendo largamente esa condición- el Decreto N°847/24.

Esa normativa -legal y reglamentaria- está plagada de inconstitucionalidades e inconvencionalidades (conforme los Tratados y Convenciones Internacionales suscriptos por la Argentina e incorporados a nuestro Ordenamiento con rango constitucional y supralegal). Tachas que, seguramente, llevarán a su descalificación por los tribunales del trabajo. Sin embargo, los tiempos judiciales y las interferencias políticas que suelen adicionar demoras a la par de amedrentamientos que abonan a graves anomalías jurisprudenciales, son potencialmente favorecedoras de neutralizar un efectivo y oportuno control de daños cuya dimensión todavía no es posible mensurar, aunque es de presumir adquirirán enormes proporciones en el Sistema de Relaciones Laborales.

La pretensión ostensible es la sustitución general del empleo por un esquema -falaz y ficticio- de trabajo autónomo mediante dispositivos que “legalicen” el fraude laboral, complementados por otros que precaricen y flexibilicen al máximo las condiciones de labor, con la consiguiente destrucción de puestos de trabajo formales e imposibilidad de alcanzar mayor calidad y calificación del empleo, llevando en conjunto a una baja sustancial del salario con la correlativa transferencia regresiva de ingresos para obtener una mayor rentabilidad del capital.

De ello son muestras claras las reformas tituladas eufemísticamente “Promoción del empleo registrado” (Título IV Ley Bases – Anexo I Decreto reglamentario) y “Modernización laboral” (Título V Ley Bases – Anexo II Decreto reglamentario).

La introducción explícita de las contrataciones civiles y comerciales como alternativas excluyentes de la aplicación de la Ley de Contrato de Trabajo (LCT), simultáneamente con la eliminación de presunciones legales en favor de la existencia de un contrato de trabajo por el mero hecho de “facturar” (que, ahora, la reglamentación declara que será “con independencia de la cantidad de recibos o facturas emitidos”) o recibir los pagos a través de “sistemas bancarios”. La anodina e inconcebible creación de la figura del “trabajador independiente con hasta tres colaboradores también independientes”, al que la reglamentación le agrega que el “trabajador independiente colaborador tendrá, además, la libertad de mantener simultáneamente contratos de colaboración, de trabajo o de provisión de servicios con otros contratantes”, generando un efecto multiplicador de las prestaciones laborales pretendidamente “autónomas” que sustituyan al empleo, a pesar de poseer todos los rasgos que así lo definen.

La extensión del período de prueba a un mínimo de seis (6) meses, ampliable por CCT a ocho (8) y hasta a doce (12) meses, evidencian el grado de inestabilidad y de vulnerabilidad como de rotación en el empleo que se promueven; conspirando, además, contra la creación de nuevos puestos de trabajo y obturando, también, el más elemental ejercicio de derechos por quienes trabajan en esas condiciones. Otro tanto ocurre con la absoluta habilitación de la “intermediación” laboral, admitida ya no como excepción restrictiva para las empresas de servicios temporarios, sino para cualquiera, y la admisión como registración válida por la mera inscripción del trabajador por alguno de los intervinientes en esa clase de contrataciones (modificaciones al art. 29 LCT y al art. 7° Ley 24.013, amplificadas por la reglamentación), sin que ello pese sobre el verdadero empleador.

Un lugar especial ocupa, como se advierte por la cantidad de “Capítulos” y “artículos” que le dedica la reglamentación, el Fondo de Cese Laboral (FCL) como sistema alternativo a la protección contra el despido arbitrario garantizado por el art. 14 bis de la Constitución. Quizás sea este instituto el que mayores inconstitucionalidades reúne en la ley y, muy particularmente, en el Decreto 847/24 por nítidos excesos reglamentarios y por incorporar regulaciones de naturaleza legal que no contiene la Ley Bases, ni son atribuciones propias del Poder Ejecutivo al que le está expresamente prohibido legislar (art. 99 inciso 3° C.N.)

Claro que aquí se advierte un interés superior al de vulnerar derechos fundamentales del trabajo, que por cierto violentan notoriamente, y que apuntan a la creación de Mercados de Capitales a la par de un campo fértil para las especulaciones financieras al servicio de operadores, financistas, entidades diversas (aseguradoras, bancarias, de crédito) y hasta de los propios empleadores. 

Excediendo superlativamente los límites de una reglamentación legal, tanto en cuanto a la indemnización (la de despido del art. 245 LCT) que el FCL podría sustituir y que el Decreto 847/24 extiende a otras muchas indemnizaciones, dejando abierta la posibilidad de incluir otras más por convenciones colectivas (CCT); como, en cuanto a los sistemas de cese laboral que sería factible establecer: “sistema de cancelación individual; sistema de Fondo de cese individual o colectivo; sistema de seguro individual o colectivo” . Disponiendo que el FCL podrá consistir en un “régimen” de Cuentas Bancarias, Fondos Comunes de Inversión Abiertos o Fideicomisos Financieros, pero también en un “sistema de Seguro Individual o Colectivo”.

Agrega la reglamentación, que: “El Sistema de Cese Laboral deberá determinar con precisión las causales, hechos y/o condiciones bajo las cuales se le deberá abonar una prestación dineraria al trabajador al extinguirse la relación laboral (…); el monto de los pagos que deban abonarse al trabajador en la contingencia de una relación laboral interrumpida y las modalidades de pago de dicha prestación dineraria (…); el Sistema de Cese Laboral podrá vincular los montos y modalidades a distintos parámetros y características de la relación laboral y pactar modalidades de mediación o de resolución en casos de conflicto (…) el Sistema de Cese Laboral podrá contemplar la utilización de fondos de cese y/o la utilización de seguros colectivos o individuales.”

Los aportes al FCL no necesariamente serán exclusivamente a cargo del empleador, puesto que se prevé que sean efectuados por los propios trabajadores en algunos sistemas en forma voluntaria y en otros obligatoriamente. También por vía reglamentaria se establecen los “parámetros” a los que deberán ajustarse los Sistemas de Cese Laboral, habilitando condiciones, modalidades y montos diferentes según el tipo y las características de la empresa, la actividad o subsector; y lo que potencia aún más la fragmentación del colectivo laboral, es que se admite que coexistan para un mismo ámbito personal “múltiples Sistemas de Cese Laboral”, simultáneamente.

La sintética reseña precedente, en la cual se advierte -incluso en materia de FCL- que se hace jugar la “voluntad” del trabajador como si ésta pudiera expresarse con real discernimiento y libertad (en particular, si ello condiciona el ingreso o mantenimiento del empleo), y como si contaran ambas partes de la relación laboral con igual poder de negociación, ponen de manifiesto el propósito demoledor de todo el edificio conceptual del Derecho Laboral, pretendiendo erigir sobre sus ruinas a un “nuevo Derecho”: el “Derecho de Empresa y de Negocios” cuyos intereses económicos se constituyen en objeto de preferente y excluyente tutela.

Si no despertamos seremos cartera

La frase que preside esta sección va más allá de la conocida metáfora que alude al cocodrilo que se duerme, pues con virtual literalidad los derechos de las personas que trabajan pueden llegar a ser reemplazados por papeles que integren una cartera de negocios, un verdadero “portfolio” (conjunto de inversiones o combinación de activos financieros que constituyen el patrimonio de una persona o entidad).

El economicismo extremo que diseña negocios ceñidos a los intereses de quienes operarán un Mercado de Capitales cautivo, habilitando a su vez multiplicidad -tanto por los FCL como por las distorsivas reformas a la legislación laboral- de condiciones diferentes de trabajo y de derechos dentro de una misma actividad, sector o subsector y empresas, conllevan a una acentuación de los quiebres y debilitamiento de la representación gremial, aun cuando no se concretara una modificación del actual modelo sindical (que también está en la mira de los escribas neoliberales como de los funcionarios libertarios y de sus aliados).

Sin disposición de diálogo por parte del gobierno nacional ni planteos que no se traduzcan en sometimiento liso y llano, o a lo sumo en favores personales de dudosa legitimidad, al Movimiento Obrero no se le ofrece otra alternativa que la confrontación y la de constituirse en una fuerza de resistencia con propuestas superadoras en defensa del trabajo de calidad -que es con el que pretenden quedarse los países centrales-; es decir, empleo con derechos laborales, sindicales y cobertura de la seguridad social.  

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Álvaro Ruiz

Abogado laboralista, profesor titular de derecho del Trabajo de Grado y Posgrado (UBA, UNLZ y UMSA). Autor de numerosos libros y publicaciones nacionales e internacionales. Columnista en medios de comunicación nacionales. Apasionado futbolero y destacado mediocampista.