La espina bífida, una anomalía congénita que se produce cuando el tubo neural del bebé en gestación no se cierra por completo (y cuyo riesgo se reduce tomando ácido fólico antes del embarazo), puede causar discapacidades físicas y mentales graves. Se produce por un defecto en el cierre de las últimas vértebras de la parte lumbar y sacra. Eso hace que la médula espinal quede sin protección, el líquido amniótico se vaya haciendo cada vez más irritante para el tejido nervioso y se genere daño progresivo.
En general, se detecta por medio de la ecografía del segundo trimestre, entre las semanas 18° y 22°, a partir de signos específicos en el cerebro, a pesar de que el problema se da en la columna vertebral. Exige intervenir inmediatamente después del nacimiento. O mejor aún, antes, con una cirugía fetal. Uno de los especialistas con mayor experiencia en el tema es Adolfo Etchegaray, formado como obstetra en el Hospital Fernández y entrenado en cirugía fetal en Inglaterra. Al volver, creó en el Hospital Austral una de las unidades más activas de América Latina en este tema. Precisamente, ese equipo, integrado por el neurocirujano Fernando Palma, el neonatólogo Gabriel Musante, los cirujanos infantiles Daniel Russo y Mora Chaval, y la actual jefa de Medicina Fetal, Juliana Moren, acaba de recibir el premio Marcelino Herrera Vegas, que otorga la Academia Nacional de Medicina al mejor trabajo sobre “Cirugía de la infancia”.
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“Estamos muy contentos porque pudimos cruzar esa barrera que es el nacimiento y llevar al espacio de la medicina prenatal una intervención que habitualmente se realiza después de que el bebé nace –cuenta Etchegaray, que estuvo de visita un par de días en Buenos Aires después de haberse mudado hace dos años a Columbus, capital de Ohio, Estados Unidos, donde encabeza la unidad de cirugía fetal del hospital pediátrico Nationwide Children’s Hospital, uno de los cinco mejor rankeados de los Estados Unidos–. Este premio se da una vez cada cuatro años y es la primera oportunidad en que se otorga a cirugía prenatal”.
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Según explica el especialista, al cerrar el defecto antes del nacimiento, se obtiene un beneficio crucial, porque por la abertura no solo queda expuesta la médula, sino que también se pierde líquido cefalorraquídeo, que es el que circula por el cerebro y la médula espinal, lo que puede producir una hernia del cerebelo a través del agujero occipital. Eso va generando dilatación de los ventrículos del cerebro, aumento de la presión que se vuelve en general irreversible para el momento del nacimiento y requiere la colocación de una válvula de derivación ventrículo-peritoneal. En cambio, si se interviene en forma precoz, se puede proteger la médula, y también evitar que se siga perdiendo el líquido, restituir la presión y hacer que el cerebelo vuelva a su lugar. “Eso ya le cambia la perspectiva al bebé –subraya–. Aumentan sus chances de tener una vida normal, que es algo que uno no veía en chiquitos con espina bífida”.
A tono con los tiempos, la cirugía fetal derivó hacia técnicas cada vez menos invasivas. Inicialmente, se hacía una incisión de 6 a 10 centímetros en el útero, y eso tenía potenciales consecuencias en los siguientes embarazos, porque necesita seguir creciendo al mismo tiempo que se va curando la cicatriz. Hoy, en algunos casos es posible hacerla por vía endoscópica, introduciendo una cámara e instrumentos miniaturizados por tres pequeñas perforaciones, extrayendo una parte del líquido amniótico e insuflando dióxido de carbono para poder operar la espalda del bebé. “Esa opción en general es más larga, porque es más complicado operar dentro de una espacio cerrado que viendo directamente, pero tiene la ventaja de que a la madre no le deja una cicatriz en el útero, el bebé puede nacer por parto vaginal y los resultados neurológicos son similares –detalla–. Incluso mejora un poco la edad gestacional, acercándose a las 36 o 37 semanas, que es casi a término”.
Por una circunstancia azarosa, las primeras dos cirugías fetales de espina bífida que se realizaron fuera de los Estados Unidos se hicieron en la Argentina. Fue en 2001, porque Michael Harrison, considerado el padre de la cirugía fetal en ese país, estaba de viaje sabático aquí y se presentaron dos pacientes. Luego, estos procedimientos se detuvieron porque se estaba haciendo un estudio controlado prospectivo, el Mom’s Trial (DOI: 10.1056/NEJMoa1014379). Los resultados se publicaron en 2011 y demostraron la efectividad de esta cirugía, que frena el desarrollo de la hidrocefalia y duplica la chance de deambulación independiente de los pacientes.
“Nosotros hicimos la primera en 2014 y desde ese momento recibimos derivaciones de todo el país, a un ritmo de entre una y dos por mes –cuenta Etchegaray–. Fuimos construyendo una experiencia muy importante. Introdujimos algunas innovaciones que después publicamos, tanto en lo que hace a la técnica quirúrgica como también al momento en que es posible hacerla. Aunque el estudio Mom’s la permitía hasta fines de la semana 25, demostramos que se puede hacer sin perder efectividad y sin aumentar riesgos ni para la mama ni para el bebé hasta fines de la semana 27. Dentro de los grupos latinoamericanos que la hacen, el nuestro ha sido uno de los tres más activos, a excepción de Brasil, cuya población es mucho mayor”.
A fines de 2021, recibió una invitación para trasladarse a la ciudad cercana a Chicago que le resultó difícil de rechazar. “Una de las razones que más me entusiasmó fue que en el Nationwide Children’s Hospital se desarrollaron algunas de las terapias más novedosas para enfermedades genéticas pediátricas, como la atrofia muscular espinal –cuenta–. Son dolencias que hasta hace poco no tenían ningún tipo de tratamiento y ahora se curan. Y más allá de que llevo muchos años trabajando en cirugía fetal, un área que ellos querían desarrollar, lo que más me atrajo es esta nueva ola de tratamientos moleculares que van a venir para enfermedades terribles para las que no había más que terapias de sostén”.
El hospital posee un centro de genómica muy importante y allí el especialista explorará si se pueden identificar las enfermedades que se beneficiarían con este tipo de enfoque que permitiría empezar a tratarlas más temprano, ya que con frecuencia estos errores congénitos del metabolismo (como la falta de una enzima), empiezan a afectar al bebé antes del nacimiento y a veces cuando se identifican ya hay daño irreversible en los órganos.
“Es un camino largo –comenta el especialista–, pero por ejemplo en San Francisco ya hay un grupo que inició un ensayo llamado Pearl, que en lugar de hacer terapia génica [modificación de genes], hace reemplazo enzimático. Algunas de estas enfermedades, llamadas ‘de depósito’, van produciendo toxinas que generan daño cardíaco, cerebral o de otros órganos. Entonces, en lugar de darles la enzima después del nacimiento, lo que puede generar reacciones inmunológicas o alergias, se intenta esta estrategia porque durante el embarazo el bebé tiene un status inmunológico especial, que lo hace más tolerante a recibir tratamientos. El problema es que estas enzimas tienen una vida media relativamente corta, lo que obliga a dar inyecciones repetidas a través del cordón umbilical para proteger al bebé. La idea, ahora, es directamente llevar el gen a las células que están fallando y hacer una especie de ‘cirugía génica’; es decir, cambiar el gen que no está funcionando y prácticamente curar al bebé antes de que nazca”.
La meta es ambiciosa y parece propia de la ciencia ficción: en lugar de tratar de reparar un órgano, ir a los más minúsculos engranajes de la biología y reparar un gen. Se trata del horizonte de la medicina actual y todavía no hay ningún tratamiento aprobado, pero la meta se considera alcanzable porque se avanzó vertiginosamente en el diagnóstico y la ingeniería molecular, lo que permite identificar fallas y diseñar genes “a medida”, empaquetarlos en virus o en nanopartículas lipídicas, y dirigirlos a ciertos órganos.
“Entre los obstáculos que hay que superar está hacer que este gen llegue a la célula indicada con el menor riesgo, minimizando potenciales efectos a largo plazo, y en eso todavía se está trabajando –destaca Etchegaray–. Además, a veces los genes son muy grandes y no entran en la cápside [cubierta de proteínas que envuelve el material genético] de esos virus, que tienen un espacio muy limitado, y no nos sirven como vehículo. Pero hay un interés muy, muy grande en todo esto, que va a ser la próxima ola de la terapia fetal. La primera fue la quirúrgica, limitada a un número de enfermedades muy graves que producen daño orgánico irreversible. Al principio, de lo que se trataba era de salvarle la vida al chico. Ahora, podemos tratar enfermedades en las que por ahí no hay un riesgo de vida, pero sí de discapacidad y morbilidad a largo plazo. El ejemplo clásico es la espina bífida. Uno intentará frenar los procesos fisiopatológicos que producen, por ejemplo, hidrocefalia prenatal, o el daño de los nervios de la médula espinal, que si no se interviene, harán que ese chiquito necesite una neurocirugía para colocarle una válvula en el cerebro de por vida, o que no pueda caminar. Llegar antes en medicina siempre es bueno y a veces eso significa tener que ir adentro del útero”.
Las lisosomales son enfermedades de pequeños compartimentos de las células (llamados orgánulos) en los que se metabolizan materiales que participan de la digestión intracelular. Son los encargados de reciclar los desechos y, si no lo hacen, la célula se “intoxica”. “En general, no se conocen porque son muy raras –explica el especialista–. Cada una tiene una prevalencia de alrededor de 1 en 10.000 o en 100.000, pero si se las considera todas juntas, estas dolencias monogénicas son tan o más frecuentes que las más habituales. Por otro lado, generan un impacto muy grande, porque pasan desapercibidas hasta que ya es tarde y los tratamientos se limitan a frenar el daño acumulativo”.
Muchas de ellas pueden ser hereditarias y pueden no detectarse en las ecografías. Si ambos padres son portadores sanos con un gen fallado cada uno, en un 25% de las veces el bebé hereda las dos copias dañadas. Teniendo los antecedentes, se puede hacer un test genético prenatal y, si fuera necesario, empezar con un tratamiento temprano. “Por ejemplo, en la enfermedad de Pompe, que está siendo objeto de uno de estos ensayos clínicos –ilustra Etchegaray–, el problema es que el corazón empieza a infiltrarse de ciertos metabolitos [sustancias que se producen o utilizan cuando el cuerpo descompone alimentos, medicamentos, sustancias químicas o su propio tejido] y empieza a funcionar mal. Se produce una miocardiopatía [daño del músculo cardíaco] que puede ser letal. En el primer caso que trataron, dos hijos anteriores habían fallecido en los primeros meses de vida. A la tercera bebita le pudieron aplicar estos tratamientos enzimáticos. En general, se comienza desde más o menos las 24 semanas de gestación y se repite cada cuatro semanas. La chiquita no desarrolló el problema cardíaco, y está teniendo un neurodesarrollo y fuerza muscular normal. Es muy promisorio”.
Entre las ventajas de la intervención prenatal están el hecho de que se necesitan dosis menores para lograr el efecto deseado, el sistema inmune es más tolerante y algunos espacios que luego se cierran se mantienen accesibles, como la “barrera hematoencefálica” [una estructura que protege el cerebro de sustancias dañinas]. Esto permite proteger las neuronas mejor que luego del nacimiento. Pero por supuesto, también hay riesgos, como la prematuridad.
“Sin embargo –aclara Etchegaray–, estos tratamientos que se hacen guiados por ecografía, introduciendo una aguja en el cordón umbilical, vienen utilizándose desde hace décadas para otros cuadros, como las anemias. Las transfusiones intrauterinas se realizan desde los años 60. Comparadas con una cirugía fetal, durante la cual hay que abrir el útero o introducir un fetoscopio [instrumento que permite visualizar al bebé en gestación mediante la iluminación con fibra óptica], son más sencillas desde el punto de vista técnico, pero más complejas si se considera la magnitud de los mecanismos biológicos, moleculares y celulares implicados. Por eso, son muy caros. Las terapias génicas suelen costar millones de dólares, pero una aplicación cura. Si uno lo pone en el contexto de los costos totales, tanto de los cuidados como de las drogas que requiere una persona que nace con una enfermedad crónica discapacitante, a la larga la ecuación quizás termina favoreciendo un tratamiento de 1 millón de dólares en lugar de seguir teniendo que tratar de curar de por vida. Lamentablemente, el acceso no siempre está asegurado. Eso es todavía una deuda en la que es importante trabajar”.