La paralización de las actividades sociales, productivas y comerciales como consecuencia de la pandemia ha afectado a la mayoría de lxs argentinxs. Sin embargo para los sectores de menores recursos que generalmente trabajan en el mercado informal y viven al día, el último año y medio implicó llevar los límites de lo posible hasta el modo supervivencia. Según los resultados del 13° Monitor del Clima Social realizado por el Centro de Estudios Metropolitanos (CEM) en gran parte de la población del AMBA desde 2020 han crecido un 3% los niveles de inseguridad laboral, económica y alimentaria, a pesar de las políticas públicas y los programas de ayuda económica y contención del tejido social puestos en marcha por el Gobierno Nacional.
El informe del Centro conformado por la Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo, la Universidad Nacional Arturo Jauretche y la Universidad Nacional de Hurlingham, se articula alrededor d tres "indicadores de inseguridad": situación económica, alimenticia y laboral. De todo el estudio existe un dato particular que llama la atención en relación a la seguridad alimentaria: de los encuestados el 30 por ciento indicó haber pasado hambre en los últimos 12 meses, cifra que aumentó 2 puntos con respecto al año anterior, y el 53% dijo que debió reducir las porciones de las comidas. El hambre es un problema político urgente que representa que el derecho humano básico a comer no está garantizado y aquello condiciona la vida de millones de personas. Pero también debe ser una preocupación para el futuro en términos de la salud pública ya que puede devenir en desnutrición crónica y diversas enfermedades en el futuro.
Macrismo: de la promesa de “pobreza cero” a la lucha contra el hambre
El aumento en las cifras de hambre e inseguridad alimentaria deberían funcionar como una alarma para Alberto Fernández quien asumió en diciembre de 2019 y señalo como objetivos centrales la “lucha contra el hambre” y la recuperación de un amplio sector de la población argentina empujado hacia los márgenes como consecuencia de las políticas implementadas por Mauricio Macri. El proceso de recesión con aceleración de los precios es la clave para entender el problema distributivo y el crecimiento de la brecha de desigualdad en dicho período. No casualmente en el tercer trimestre de 2019, el último bajo la administración Cambiemos, la diferencia en el promedio del ingreso per cápita familiar entre el 10% más pobres y el 10% más rico en la pirámide distributiva llegó a 23 veces.
Los cambios en la alimentación no son contingencias de la vida o cambios al azar, son el producto de situaciones concretas que se dan en el orden político, socioeconómico o ambiental. En el período 2015 – 2019 la Inseguridad alimentaria comenzó un camino de ascenso que hasta hoy no se ha podido detener. En los sectores más excluidos la inseguridad alimentaria severa creció sobre todo en el período interanual 2016-2017, pero luego se extendió y llegó a afectar a los sectores trabajadores de clase media baja que vieron su situación deteriorada a partir de 2017-2018. En dicho período, según información del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA la situación de inseguridad alimentaria se ha incrementado y pasó de 16,4% a un 25%. Y al 2019 la proporción de niños y adolescentes en hogares que experimentaban inseguridad alimentaria trepó del 21,7% al 29,3%.
Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la inseguridad alimentaria tiene diferentes matices o escalas: “Las personas que experimentan una inseguridad alimentaria moderada afrontan incertidumbres sobre su capacidad para obtener alimentos y se han visto obligadas a reducir, en ocasiones durante el año, la calidad o la cantidad de alimentos que consumen debido a la falta de dinero u otros recursos. Esta hace referencia, por tanto, a una falta de acceso continuado a los alimentos, lo cual disminuye la calidad de la dieta, altera los hábitos alimentarios normales y puede tener consecuencias negativas para la nutrición, la salud y el bienestar. En cambio, en el caso de las personas que afrontan una inseguridad alimentaria grave es probable que se hayan quedado sin alimentos, hayan experimentado hambre y, en las situaciones más extremas, hayan pasado varios días sin comer, lo cual pone su salud y bienestar en grave riesgo”.
El hambre como experiencia emocional y cognitiva
Hablar de hambre no es lo mismo que hablar de pobreza monetaria, poder adquisitivo o incluso inseguridad alimentaria, que son conceptos y variables complejas, multidimensionales, estadísticos, que funcionan como parámetros de evaluación utilizados por las instituciones para analizar el estado de situación de una población en un período de tiempo. A diferencia de los antes mencionados, el hambre es algo que se siente, que se sufre con el cuerpo, y esto implica llevar la discusión de la inseguridad alimentaria a otro plano de análisis que es el de lo humano, el de la vulnerabilidad. Como ha señalado López García el hambre puede ser ese gusano feroz que roe las tripas, pero no es menos cierto que “ese gusano feroz también roe las mentes”. Las emociones y los pensamientos vehiculizan o mueven las impresiones que lxs sujetxs reciben del mundo exterior a partir de sus sentidos, y es por eso que el par cuerpo-emoción es el soporte material de la incorporación del orden social en el propio cuerpo y la subjetividad.
El hambre es el resultado de un conjunto de políticas que intervienen sobre los cuerpos y también sobre las emociones. Adrián Scribano y Martín Eynard analizan en el documento “Hambre individual, subjetivo y social (reflexiones alrededor de las aristas límite del cuerpo)”, que el hambre es una muestra tangible de lo que llaman el “Mundo del No”, de las ausencias, donde no hay salario, no hay comida, y por lo tanto no hay salida. “En la medida en que esa ausencia se hace callo, se hace cuerpo, se instala el dolor social producido bajo la lógica de los mecanismos de soportabilidad social y regulación de las sensaciones. Por esta vía se aísla el hambre como un no conflicto que niega su carácter de fenómeno socialmente construido. Al anestesiarse el cuerpo subjetivo que siente dolor, los grandes capítulos de la deuda interna se van instalando como un «siempre así», como parte del sentido común, como si nuestro mundo de la vida fuera excluyente y exclusivamente el Mundo del No”.
El hambre constituye una experiencia nodal en la vida de vida de millones de personas en tanto llega a estructurar emociones, sensibilidades, comportamientos, aptitudes, etc. Se vuelve entonces un dispositivo que regula los sentires e imaginarios sobre el mundo, el miedo, la bronca, la resignación, o el odio, y en muchos casos los transforma en mecanismos que vuelven al dolor en algo ‘soportable’, como la naturalización, el olvido, o el acostumbramiento. "Soñaba con comer - contó una vez Diego Maradona en una de sus entrevistas más recordadas y emotivas - Cuando llegaba la hora de la cena, la Tota siempre decía que le dolía la panza. 'No, hoy no voy a comer, porque ando mal del estómago', repetía. Recién a los trece años, tremendo grandote boludo, me enteré de que nunca le había dolido nada, que decía eso para que nosotros pudiéramos comer". Tanto ella como su papá, Don Diego, no comían porque no había qué comer. La sobrevivencia determina a la alimentación como punto de partida y de llegada de todos los días. Si la tarea es ocuparse de garantizar la comida, queda poco tiempo para otras necesidades y prioridades , y esto se convierte en una referencia en las historias y los recuerdos. Como dice Harlan Coben, en El Bosque, “no te preocupas por la felicidad y la realización personal cuando te mueres de hambre”.
El hambre como experiencia social
En términos individuales el hambre refiera a las “carencia de nutrientes” en un plano biológico o corporal para la reproducción de las actividades diarias. Pero en términos reales el hambre es la falta de comida, la imposibilidad de vivir el presente plenamente y de proyectarse al futuro. Esto tiene su correlato en el hambre social que modifica la relación del ser humano con lxs otrxs, y con sus representaciones, estigmas, segregación, etc. En muchos casos el hambre social se evidencia en la puesta en marcha de la auto organización por medio de lazos comunitarios y territoriales entre lxs vecinos o sujetxs con las mismas necesidades. Algunos ejemplos son los comedores comunitarios, las ollas populares, los merenderos, las familias y las estrategias comunitarias de satisfacción de necesidades y resistencia. Si bien estas prácticas nacieron como temporarias o urgentes, sobre todo a partir de los 90’s, se cristalizaron y pasaron a formar parte del paisaje diario. La imagen noventista por excelencia nos persigue hasta hoy: el consumo enardecido por un lado, el enriquecimiento y la acumulación y la carencia absoluta por el otro. Como cualquier mapa, el del hambre y la alimentación también genera fronteras y límites que dividen territorios.
Las acciones de apropiación de los nutrientes y alimentos son el punto que nos permite observar el conjunto de relaciones sociales de poder desiguales que atraviesan nuestra historia. Cómo analiza Adrián Scribano que “el ‘cuerpo individuo’ es la resultante de un conjunto de políticas de los cuerpos y las emociones; es el punto por y a través del cual depredación de bienes comunes, regulación de las sensaciones y represión pintan el mapa de una sociedad hecha al talle de la dominación colonial”. Dicha dominación sostenida por sectores políticos fácilmente identificables junto a los medios comunicacionales concentrados cuya voluntad es la mera reproducción de las relaciones vigentes, no solo naturaliza la ausencia, sino que además trabaja introduciendo discursos e imaginarios punitivistas y deshistorizantes que apuntan a la auto responsabilización de quienes “sufren” el hambre, y a la estigmatización de los programas alimentarios, planes sociales, y ayudas económicas oficiales que si bien no estimulan la equidad, ni han reducido la pobreza, sirven para palearlo.
Cómo lograr la soberanía alimentaria, un tema pendiente
El hambre conjuga en su genealogía lo más íntimo de la experiencia biográfica y sus efectos, y la cara más dura de los procesos de fragmentación y expulsión social. Y a través de la combinación de ambos procesos, el individual y el colectivo, el hambre funciona como un obturador de la conflictividad social, negando las posibilidades de redefinir un mundo cada vez más desigual, más doloroso. En este sentido el desafío de Alberto Fernández de cara a los próximos años no es solo combatir el hambre y reducir los niveles de inseguridad alimentaria severa, que se trata sin dudas del tema más urgente. El objetivo debe ser visualizar el problema del abastecimiento de alimentos a largo plazo y comenzar a pensar en la satisfacción de las necesidades integrales de la población. Para ello se debe retomar como eje central la Soberanía alimentaria y la articulación de un modelo de sistema agroalimentario pensado y administrado con una lógica nacional y regional.