El votante está hablando, y lo hace en un idioma que algunos sectores parecen no entender. Desde el triunfo de Javier Milei en Argentina hasta el posible retorno de Donald Trump en Estados Unidos, se está delineando un patrón claro: la gente castiga a aquellos políticos y líderes que, con cierto aire de superioridad, subestiman sus preocupaciones y demandas. Esto va más allá de la simpatía por un candidato u otro; es un fenómeno global donde el descontento se traduce en votos que desafían el status quo.
En lo personal, hubiera preferido ver a Kamala Harris como candidata, pero mi hija, ciudadana estadounidense y votante de Trump, me dio una advertencia que vale la pena escuchar. “No se puede descalificar sin argumentos”, me dijo. Es un recordatorio de que el debate político no puede sustentarse solo en descalificaciones y ataques personales. La política necesita ideas, no insultos.
Otra práctica que merece cuestionarse es el uso de las maquinarias políticas para movilizar votos de manera forzada. A esto se suma la estrategia de bloquear a ciertos candidatos dentro de sus propios partidos, como ocurrió con Robert Kennedy Jr. en el Partido Demócrata. Cuando se excluye a los rivales en lugar de enfrentarlos en un debate abierto, la democracia pierde.
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No se debe, tampoco, subestimar a un electorado que se plantea una pregunta crucial: “¿Estoy mejor que hace cuatro años?”. La respuesta, para muchos, es negativa. La economía, la seguridad, el empleo y el costo de vida son cuestiones que no se resuelven con slogans vacíos o promesas incumplidas. Y cuando un votante siente que su vida no ha mejorado, su voto se convierte en un acto de protesta.
Finalmente, la judicialización de la política es otro aspecto que erosiona la confianza en las instituciones. Perseguir judicialmente a un oponente político puede parecer una solución a corto plazo, pero en realidad, sólo refuerza la idea de que el sistema está diseñado para proteger a unos pocos.
Es momento de que los partidos políticos, de todos los signos, hagan una autocrítica profunda. Los votantes no buscan aparatos ni favores; buscan ideas, buscan soluciones. La democracia se construye sobre el respeto a la diversidad de opiniones, y sobre todo, sobre la capacidad de escuchar al ciudadano sin juzgarlo o subestimarlo.