En los primeros momentos de la bajada se percibió como un reflejo en el agua, que se veía con mayor nitidez en el momento en que el sol subía o se ponía, entre las chispas que se formaban de color naranja. Luego, el agua bajó más y más, y la laguna comenzó a mostrar estructuras del pasado. Alrededor de 37 manzanas emergieron del pueblo viejo de Miramar de Ansenuza, sepultadas por el agua en los años 70 y que, tras una bajada monumental, es ahora historia a cielo abierto.
Miramar de Ansenuza está ubicada en la provincia de Córdoba, a casi 190 kilómetros de la capital. Para sus habitantes, alrededor de 3.400, el pueblo es la viva imagen de la palabra “resiliencia”. Su historia es similar a la del conocido pueblo Epecuén, en la localidad de Adolfo Alsina, provincia de Buenos Aires, que se inundó en 1985 y dejó todo bajo el agua para salir nuevamente a la superficie años después. Pero su gente se fue y jamás volvió, se transformó en una atracción fantasmal que regala una visión apocalíptica, tan atractiva como nostálgica.
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Aquí la gente no se fue, eligió no dejar que la herida de perder todo se infecte y apostó a sobrevivir como mejor les salga.
El pueblo comenzó a formarse a finales de 1800, pero las inundaciones ocurrieron en 1959, 1977 y 2003. Por eso, luego de casi 60 años de establecerse, el primer avance del agua los dejó en offside, los descolocó y no pudieron reaccionar ante un lago que no paró de crecer, para luego aflojar, perder metros y permitirles volver a poner ladrillos, casas, locales y su vida.
“Nació como un pueblo turístico en una época donde el turismo era impensable. Ubicada en el medio de la llanura, Miramar fue un asentamiento espontáneo que, gracias a las propiedades terapéuticas del barrio y del agua de la laguna -convalidadas por el doctor Cornejo, quien había hecho todas sus prácticas en el Mar Muerto y descubrió que las propiedades terapéuticas eran las mismas- empezaron a llegar turistas que era la alta aristocracia rosarina y porteña”, relató a El Destape Mariana Zapata, coordinadora del Museo Fotográfico de Miramar e historiadora.
La clave para entender el vaivén del pueblo y el agua son los ciclos. La primera gran sequía duró 11 años, de 1946 a 1957, en dos años, la laguna recuperó caudal. Luego, en 1959, inundó por primera vez a los habitantes. Volvió a bajar a finales de los años 60 hasta comienzos de los años 70, que empezó a subir nuevamente. Desde 1977 hasta el 85, se volvió a inundar. Pero esta vez no fueron unos metros, sino que quedaron bajo el agua 37 manzanas de Miramar.
Tapadas quedaron además 198 casas de familia, 60 locales comerciales y el éxodo fue inevitable. "En ese momento el Gobierno de facto estaba ausente, y la gente abandonaba la vivienda y no perdía la esperanza de volver, cerraban las puertas y ventanas para mantener la seguridad", afirmó Mariana, pero la laguna nunca más bajo, por el contrario, la laguna creció y duplicó el tamaño, como un gigante marino imparable.
De 2.500 kilómetros cuadrados pasó a ocupar una superficie de 5.000, el doble. A comienzos de los 90 la laguna tapaba el 60% del pueblo, que no tenía herramientas para sobrevivir más que la pesca comercial del pejerrey. El municipio decidió hacer demoliciones controladas y plantear una nueva estructura para ir tras una idea: resurgir. Más allá de que esto trajo muchas controversias, se cumplió el objetivo.
El 2003 no fue un año fácil. La laguna llegó a su máximo de crecimiento y ocupó 10.000 kilómetros cuadrados. Actualmente la bajante, según Mariana que vive en el pueblo hace 48 años, es la más impresionante. “Hoy podés caminar por la vereda de uno de los hoteles que estaban frente a la laguna. Podés caminar por la rambla hasta llegar al final, y todo es de los años 70”, explicó.
"Para mí es realmente como palpar la historia. Lo veo maravillada como historiadora que no perdió nada, pero está el sentimiento de aquellos que han perdido todo. Es como tener la daga clavada en el pecho y que uno la vaya moviendo, porque ahí hay un dolor recurrente que vuelve de tanto en tanto, como la laguna”, reflexionó.
Naturaleza viva
La laguna es conocida por alojar la mayor reserva de flamencos de Sudamérica. Anabela Caffer, encargada del Museo de Ciencias Naturales y parte del equipo de investigaciones del CONICET en la zona, detalló que cuando se habla de Miramar se hace mención de un lugar que “sostiene una gran cantidad de especies, de biodiversidad y que fue declarada como Parque Nacional el 30 de junio del año pasado, pero solo un sector".
“Conviven más de 400 especies de aves, tenemos la mayor cantidad de flamencos australes, migratorios y andinos que llegan en otoño/invierno escapando del frío”, explicó. Cabe aclarar que la laguna es el resultado de tres ríos que desembocan ahí; el río Dulce, el Suquía y Xanaes.
En cuanto a las inundaciones, remarcó que son ciclos generalizados a nivel Sudamericano y su nivel de salinidad es porque al bajar el agua se concentra más, por eso también está actualmente en aumento. La sal va a ser siempre inversamente proporcional a la cantidad de agua y ahora hay 94 gramos de sal por litro, pero tuvo períodos en donde llegó a los casi 400 gramos de sal por litro. Prácticamente, todo flotaba.
Los últimos estudios realizados, según Anabela, son del 2018 y 2019, en donde los científicos determinaron que la crecida y bajada que experimenta la laguna está relacionada al cambio climático que acelera su ciclo. Se pudieron relevar 25.000 años en los análisis, y se descubrió que nunca había salido de este patrón de comportamiento, no hasta la década del 70, que es donde a partir del cambio climático empezó a reaccionar.
“Realmente el pueblo es el verdadero significado de resiliencia; tropezar, caer, reconstruirse y seguir”, supo decir Mariana sobre su gente, pero quizás también lo dijo sobre la laguna, sobre la convivencia entre la naturaleza que todo lo puede quitar, que todo lo puede dar. Con una mejor lectura de ciclos, con un conocimiento sobre los límites, propios y del agua, el pueblo se siente preparado para afrontar el futuro sin temerle a los esqueletos de concreto, que brotan entre las aguas como una advertencia de que la naturaleza está viva y siempre tendrá la última palabra.