Vuelven a crecer los casos de Covid, hay brotes inusuales de gripe aviar, en algunos países resurge el sarampión e incluso la polio… Como si no existieran problemas en el escenario de las enfermedades infecciosas, también crece en las sombras la resistencia a antibióticos.
“Ya tengo pacientes internados por bacterias resistentes a todos los disponibles –comenta Leda Guzzi, miembro de la Sociedad Argentina de Infectología (SADI)–. Y no soy la única. Los especialistas que hacemos tarea asistencial en internación, que vemos casos más complejos, casi todos tenemos alguno de ‘panresistencia’, que se da cuando no tenés ninguna familia de antibióticos efectivos o te enfrentás a bacterias extremadamente resistentes. Incluso si uno cuenta con una o dos familias, pero de agentes que tienen toxicidad, la situación es súper preocupante".
En 2014, la Organización Mundial de la Salud dio a conocer el primer informe global sobre resistencia a antimicrobianos, realizado en 114 países. Allí advierte que el desafío es monumental, que se da en todas las regiones, y que las consecuencias de esta situación serán “devastadoras”.
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El desarrollo de la resistencia a los antimicrobianos, sumada a la falta de nuevos compuestos para combatirlos, es un dolor de cabeza creciente para los sanitaristas que ven cómo infecciones banales pueden volver a convertirse en males incurables. La situación varía según el patógeno, pero datos internacionales indican que hasta el 60% de las infecciones hospitalarias se deben a microbios resistentes. Algunos no responden a ninguno de los fármacos disponibles. La OMS estima que, si no se hace algo, el número global de muertes anuales por infecciones intratables ascenderá en el mundo de algo más de un millón en el presente, a diez millones para 2050.
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Encima, la situación parece haberse agravado con la pandemia. Entre 2018 y 2021, el laboratorio de referencia del Instituto Malbrán detectó un aumento de las bacterias resistentes (del 17 al 60%) en muestras recibidas de 28 hospitales de siete jurisdicciones, algunas de ellas por mecanismos que no se habían documentado. Entre 2019 y 2021 el Programa Nacional de Vigilancia de Infecciones Hospitalarias coincidió con este diagnóstico. Entre otras razones, esto respondería al abuso y mal uso de antimicrobianos, a la relajación de los protocolos de prevención y a las estadías prolongadas de pacientes en unidades críticas.
Por supuesto, la necesidad de ir ascendiendo en la complejidad de los fármacos implica un aumento en la escala de costos, de días de internación y de riesgo de muerte.Por eso, dado que no se conocieron nuevos compuestos en décadas y que no hay gran interés de las compañías farmacéuticas en desarrollarlos, investigadores de distintos puntos del globo están estudiando un plan “B”: consiste en utilizar virus para combatir bacterias. Se los conoce como “bacteriófagos” o, simplemente, “fagos”.
Devoradores de bacterias
“Con la emergencia de la multirresistencia, la fagoterapia, en pleno desarrollo en varios países, podría ser una solución o al menos ayudar a mitigar la ausencia de drogas activas para numerosos pacientes sin opciones terapéuticas –destaca Guzzi–. El Hospital Reina Astrid, de Bélgica, tiene un laboratorio que viene publicando resultados. También se investiga en Francia y Estados Unidos (en San Diego, hay un instituto importante). En la Argentina, un grupo liderado por Leticia Bentancor está investigando en esto desde hace años”.
Los antibióticos se difundieron a mediados del siglo pasado y revolucionaron el tratamiento de las infecciones bacterianas. En 1928, Alexander Fleming estaba trabajando en su laboratorio del hospital St. Mary, en Londres cuando observó que un hongo que había crecido inadvertidamente en placas de Petri había eliminado colonias de Staphylococcus aureus. Concluyó que el moho elaboraba una sustancia que podía disolver las bacterias, la llamó penicilina y en poco tiempo, después de que diversos equipos experimentaran en animales y seres humanos, se probó que incluso en pequeñas dosis ayudaba a curar infecciones muy graves. Su descubrimiento le valió el Nobel.
Pero las bacterias poseen una batería de artilugios para volverse resistentes a las drogas que las combaten. Pueden transferirse genes cuando están en contacto, aumentar su «impermeabilidad» y hasta fabricar sustancias que protegen a otras bacterias (“defensa altruísta”). Después, solo basta que entren en juego los principios de la evolución darwiniana, para que se vayan seleccionando “las más aptas”; es decir, las que no son sensibles a esos fármacos. Así, a décadas de su hallazgo, esos agentes que parecieron mágicos están empezando a perder “poder de fuego”.
“Los ‘fagos’ se descubrieron en Europa del Este incluso antes que los antibióticos, en 1915, pero como estos últimos mostraron enorme eficacia para combatir infecciones, aquellos se abandonaron –cuenta Guzzi–. Sin embargo, en Rusia y Georgia continuaron trabajando y hoy los utilizan ampliamente”.
“[La fagoterapia] es una técnica que se desarrolló en los países del bloque soviético, en particular en el Instituto Eliava, de Tblisi, Georgia –destaca Mario Lozano, virólogo y ex rector de la Universidad Nacional de Quilmes–. Allí y en Rusia se usó con asiduidad en reemplazo de los antibióticos. Se trata de aislar bacteriófagos (virus de bacterias) que son específicos de especie, y se aplican principalmente en forma tópica para infecciones de la piel, o en forma de spray para infecciones respiratorias. Incluso lo probaron por vía parenteral”.
Los virus pueden infectar todo tipo de células: animales, vegetales, hongos, algas y también bacterias. Los bacteriófagos o fagos son los que infectan bacterias.
Según escribe Ignacio López Goñi, catedrático de la Universidad de Navarra, en The Conversation, fue un microbiólogo inglés llamado Frederick Twort el que observó que las bacterias podían sufrir una “enfermedad” que las licuaba y sugirió que podía estar causada por algún tipo de virus. Dos años después, el francés Felix D´Herelle los denominó “bacteriófagos”; es decir, virus que “comen” bacterias.
Ya en esos tiempos se concibió la idea de que estos virus podrían utilizarse para controlar enfermedades infecciosas. En 1919, D´Herelle empleó una suspensión de fagos para tratar pacientes que sufrían de disentería y cólera. En 1929 publicó un trabajo sobre su empleo para contrarrestar la Salmonella gallinarum en aves y la septicemia bovina por Pasteurella multocida.
Varias compañías norteamericanas, francesas y alemanas empezaron a producir preparaciones de fagos como terapia, pero en la década del treinta empezaron a surgir críticas porque se desconocía su biología, no se habían estandarizado las preparaciones y no había criterios claros para comparar los resultados de las investigaciones. Los antibióticos, por su parte, corrían con un par de ventajas: eran estables y permitían atacar una gran cantidad de bacterias diferentes.
En la mayor parte de Occidente la fagoterapia se abandonó, pero en Georgia y en Polonia los estudios continuaron. Uno de los centros más conocidos donde se preparaban bacteriófagos para toda la Unión Soviética fue el Instituto Tbilisi de Bacteriófagos, Microbiología y Virología de la República de Georgia, fundado en 1923 por el profesor George Eliava, que luego fue bautizado con su nombre y continúa hasta hoy.
Hoy se sabe que los fagos son específicos para cada especie y que no solo pueden utilizarse con fines terapéuticos, sino también en profilaxis. Además, es más fácil producirlos y resultan más económicos que los antibióticos.
"Tal vez no es la solución, pero sí una estrategia muy interesante, no sólo para salud humana, sino también animal y ambiental –opina Guzzi–. Cuando en 1929 se descubre la penicilina y empieza el auge de los antibióticos, prácticamente se abandonan por completo en el mundo occidental. Los antibióticos pasan a ser la ‘vedette’ del tratamiento de las enfermedades infecciosas. Pero con la multirresistencia, empezó a resurgir el interés en esta estrategia”.
Los fagos se encuentran dispersos en ecosistemas en los que cumplen una función, controlar la población bacteriana. “Los animales pueden desarrollar enteropatógenos en su flora intestinal que les generan tránsito intestinal acelerado, disminuyen su capacidad de absorción de alimentos y provocan pérdida de peso –cuenta Guzzi–. Entonces, con estos fagos eso se mitiga, el ganado crece mejor y no es necesario emplear antibióticos, que es el gran problema al que estamos asistiendo en este momento y que también es causal de multirresistencia. Las excretas de los animales que se crían con antibióticos van al ambiente, contaminan el suelo y las napas freáticas, y todo eso termina en los ríos y arroyos, al igual que sucede con las humanas. Algo similar ocurre con piscicultura y con la disposición de residuos domiciliarios, ya que en general los sobrantes de antibióticos se tiran a la basura y terminan contaminando el suelo y las aguas. Por eso, desde la SADI estamos promoviendo que la destrucción de los antimicrobianos se haga en las farmacias; es decir, que las personas puedan llevar los que no utilizaron a las farmacias para que después se los descarte como residuo patológico, como sucede con los residuos hospitalarios”.
Estos virus tienen la capacidad de parasitar bacterias. Se apoderan de la maquinaria de sus hospedadoras para producir sus propias proteínas y también enzimas que tienen la capacidad de destruirlas. Además, pueden degradar las biopelículas que producen las bacterias en torno de dispositivos de uso médico, tales como prótesis articulares, endovasculares (como una válvula cardíaca, o un stent) y cualquier tipo de material de osteosíntesis [placas que se atornillan al hueso].
“Lo hacen mediante unas enzimas que se llaman depolimerasas, que degradan esas partículas –subraya Guzzi–. Y al ser tan específicos, se convierten en una suerte de misiles teledirigidos contra la bacteria que no producen daños en otros tejidos. De hecho, la fagoterapia no altera la microbiota humana. Y tiene otra condición que es muy interesante: a diferencia de los antibióticos, que cuando son administrados por cualquier vía, una vez que ingresan en el organismo ya empieza su proceso de metabolización (hepática, renal, en los tejidos) y disminuye su concentración, los fagos se replican en el sitio de acción, van infectando nuevas células bacterianas, las van destruyendo, van infectando otras y amplifican su actividad”.
Claro que todavía hay cabos sueltos en esta historia. Una de las dificultades que se presentan para su uso es que no se cuenta con un catálogo exhaustivo. “Se recuperan de la naturaleza, se cultivan en medios celulares, se purifican y luego se administran por diferentes vías –dice Guzzi–. El problema es que hay que generar biobancos, donde se encuentren clasificados y disponibles, porque si no, el proceso de búsqueda de uno específico para un paciente lleva mucho tiempo”.
Una de las personas que más experiencia tiene en el trabajo con fagos es Leticia Bentancor, investigadora del Conicet en la Universidad de José C. Paz, donde junto con su equipo está desarrollando una endolisina [un tipo de enzima] para el tratamiento de la mastitis bovina. “La endolisina sería el principio activo del bacteriófago –explica Betancor–; en lugar de usarlo entero, como en la fagoterapia, se puede usar una partecita que tiene la capacidad de matar o controlar las infecciones crónicas o causadas por bacterias multirresistentes”.
Según detalla Bentancor, cada bacteria tiene un receptor específico de fago que se conoce, al cual éste se adhiere, por el cual ingresa y la termina “lisando” [dañándola]. Se replica dentro de la misma y la hace explotar. “Esa es una de las grandes ventajas de los fagos respecto de los antibióticos –afirma Betancor–. Con los antibióticos, uno afecta la bacteria que quiere controlar, pero también la flora de bacterias benéficas del organismo. Los fagos solamente van a matar a las bacterias dañinas. Las de la flora normal no se ven afectadas y a la vez, como no son capaces de internalizar el fago, este termina eliminándose, porque no tiene donde replicarse”.
Una muestra del entusiasmo que provocan los fagos es que en 2017 hubo dos eventos internacionales por los 100 años de su descubrimiento. Uno fue en el Instituto Pasteur, de París, y el otro, en el Instituto George Eliava, en Georgia, que es donde se inició esta área de investigación. Bentancor participó en ambos. “Los especialistas del Instituto Eliava son los que empezaron a tratar con esta terapia a los soldados que venían de la guerra –cuenta–. Es el único país que tiene una clínica específica de fagoterapia, a la que van los pacientes con infecciones crónicas o con alguna bacteria multirresistente, y el único en el que está legalmente permitido su uso. Disponen de diferentes cócteles de fagos según el tipo de infección. Fuera de eso, se están realizando ensayos clínicos en Estados Unidos y en Europa. Y tanto la FDA como la EMA, respectivamente, permiten su uso solo en pacientes donde no hay otra opción (uso compasivo). En particular, en los Estados Unidos hay una empresa que hace medicina personalizada. Reciben la cepa aislada de un paciente, se fijan qué bacteriófago de toda su colección es el más efectivo y lo preparan en dos o tres días con ‘calidad inyectable’ (se puede aplicar por vía endovenosa)”.
Sin embargo, Bentancor advierte que es necesario tomar precauciones. “Por lo general, los fagos se insertan en el genoma bacteriano y quedan ahí un tiempo que se llama ‘etapa lisogénica’ –precisa–. Se replican junto con la bacteria, y en algún momento se escinden y empieza la fase lítica. El problema es que pueden introducirle algún mecanismo de resistencia bacteriana o una toxina. Hay fagos buenos, que pueden controlar infecciones bacterianas, y malos, que tienen toxinas y hay que eliminar”.
Cada vez que se secuencia genéticamente un bacteriófago, su genoma se carga en PubMed, un sitio que centraliza gran parte de la información científica. Algunos grupos están introduciéndoles modificaciones genéticas para mejorar su eficiencia; por ejemplo, aumentar su capacidad de unión a una bacteria. También se diseñan nuevas combinaciones o se los administra para complementar el tratamiento con antibióticos.
“En Georgia no están patentados y se usan de manera local –aclara Bentancor–. El tipo de tratamiento que se les da a estas entidades depende en gran parte de una decisión política y estratégica. Por ejemplo, en los Estados Unidos, el mayor inversor en la investigación sobre bacteriófagos es el Departamento de Defensa. Esperemos que nunca suceda, pero si ocurriera una guerra biológica en la que esté implicada una bacteria, contar con la tecnología de bacteriófagos sería vital. El Eliava, por ejemplo, tiene cinco cócteles para diferentes tipos de infecciones y con esos ya pueden controlar los diferentes tipos bacterianos que suelen tener resistencia”.
Los fagos pueden obtenerse en gran escala a partir de cultivos bacterianos en biorreactores de distinta capacidad. “Las purificaciones son de distinto tipo –explica Bentancor–. Para usos tópicos pueden ser más simples. Para administración endovenosa, que yo sepa, solo lo están haciendo en los Estados Unidos. Las que son para utilizar en crema o en vendas, si bien es rigurosa, no es tan cara”.
Betancor y su equipo ya obtuvieron buenos resultados en experimentos in vitro y en marzo esperan iniciar ensayos in vivo, a campo, para comprobar si efectivamente su endolisina funciona y ajustar detalles, como la dosificación.
Para su uso en humanos, Guzzi aclara que todavía hay cuestiones pendientes en materia regulatoria, ya que no es fácil realizar ensayos clínicos aleatorizados y comparados contra el mejor standard de cuidado. “Al faltar eso, la evidencia con la que contamos no es lo suficientemente sólida”, comenta. Resta dilucidar si son seguros, si conviene administrarlos solos o combinados, naturales o modificados genéticamente, en qué dosis, durante cuánto tiempo...
Aunque por ahora apenas hay unos algunos cientos de fagos descriptos, se calcula que en la naturaleza debe haber un número inconmensurable. Por eso, todo permite augurar que esta historia tiene mucho futuro por delante.