En un pasaje archicitado de En Busca del tiempo perdido que se encuentra en Internet, Marcel Proust alude a cómo el sabor de una magdalena le desata una catarata de recuerdos. “Me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba”, escribe.
Las siete partes de su monumental novela se publicaron desde 1913 hasta 1927. Un siglo más tarde, en una nueva demostración de que la literatura se adelanta a la ciencia, un equipo de neurocientíficos argentinos acaba de mostrar en el laboratorio cómo las neuronas que reciben información sensorial también reciben datos y “dialogan” con otras áreas del cerebro y recuerdan, aprenden. En este caso, cartografiaron cómo, para obtener una recompensa, la corteza olfativa de roedores aprende a asociar olores con contextos espaciales.
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“En el cerebro hay regiones que son de alta jerarquía de procesamiento donde se representan conceptos más complejos –explica Antonia Marin-Burgin, líder del equipo del Instituto de Investigación en Biomedicina de Buenos Aires (IBioBA) que firma los trabajos–. Hasta hace relativamente poco se pensaba que las neuronas de las cortezas primarias respondían a atributos físicos de los estímulos: las auditivas a la frecuencia del sonido, las visuales a luz y la oscuridad. Y lo mismo para la corteza olfativa. En gran parte, eso ocurría porque antes los experimentos se hacían en animales anestesiados, con el cerebro medio dormido. Pero a medida que [se fue registrando la actividad neuronal en sujetos despiertos], comenzaron a distinguirse más señales”.
En el primer estudio, que se dio a conocer en Nature Communications, lograron observar en la corteza olfativa de ratones cómo cambia la representación de olores cuando se asocian con un contexto espacial o visual, y una recompensa. “La idea era ver cómo el aprendizaje modifica la percepción del olor bien temprano en el procesamiento de información, apenas ingresa –explica Antonia Marin-Burgin–. Y lo que observamos es que cuando el animal aprende una tarea en la que los olores se asocian con contextos espaciales y con una recompensa, esas neuronas que antes solo representaban olores empiezan a responder a varios otros factores relacionados, como por ejemplo el contexto visual y que eso los ayudaba a discriminarlos. Es lo que nos ocurre cuando percibimos un olor que nos es familiar, pero no podemos identificar bien; en cambio, si previamente lo asociamos con un lugar, enseguida sabemos a qué corresponde”. Los coautores de este trabajo son Noel Federman, Sebastián Romano, Macarena Amigo-Durán y Lucca Salomon.
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En el Laboratorio de Circuitos Neuronales, exploran precisamente si la percepción de las señales sensoriales depende del contexto en el que ocurren. Que esas asociaciones se den en la corteza olfativa es algo novedoso porque se esperaría que ese procesamiento más complejo se de en áreas de mayor jerarquía del cerebro. “El olfato sigue siendo muy enigmático. Se sabe mucho más sobre cómo funciona la vista o el oído, el gusto o el tacto”, comenta Noel Federman, investigadora del IBioBA, en un comunicado del instituto.
En el segundo trabajo, que se publicó en Proceedings of the National Academy of Science (PNAS), mostraron que la actividad de las neuronas que solo detectaban olores puede modularse por el contexto espacial en el que estos se presentan. Lo hicieron observando a los animales de experimentación en entornos de realidad virtual en el que los exponían a dos diferentes olores en dos contextos espaciales.
“Registramos la actividad de 60 neuronas de la corteza olfativa por medio de electrodos individuales –detalla Marin-Burgin–. Y los entrenamos en una tarea de asociar olores con contextos visuales de tal modo que cuando ellos corrían en una ruedita se les proyectaban pasillos virtuales de diferentes colores. Eran dos olores y dos contextos, cuatro combinaciones, de las cuales una sola (por ejemplo, olor a frutilla y pasillo verde) les daba acceso al agua al salir, la recompensa en momentos en que estaban un poquito sedientos”.
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De esa manera, pudieron obtener información de muchas neuronas a la vez y comparar animales inexpertos, que solamente “sienten”, pero no entienden la tarea, con “expertos”, que ya aprendieron que una única combinación les da agua. “El aprendizaje se logra en ocho días, entrenándolos una vez por día, durante más o menos una hora durante la cual corren en entre 100 y 150 pasillos distintos de cuatro combinaciones –describe Marin-Burgin–. Al principio, las neuronas responden más bien a olores y no al contexto visual. Y cuando aprenden, esas mismas neuronas responden tanto a olores como a los contextos visuales. Es decir, asocian”. Aprenden.
Estas evidencias sugieren que a las áreas cerebrales especializadas para cada sentido (la corteza visual, la olfativa, la auditiva, la somatosensorial, de tacto), si bien llega información importante desde cada órgano específico (por ejemplo, desde la nariz al bulbo olfatorio), también llegan datos de otras regiones de mayor jerarquía de procesamiento. “Es decir, que en esas cortezas bien primarias ya se da asociación de información –subraya la científica–. En este último trabajo más que nada nos concentramos en ver de dónde llega información a la corteza olfativa. Y estudiamos una vía que viene desde una región llamada ‘entorrinal’ [estructura del cerebro que se encuentra en el lóbulo temporal medio y que tiene un papel fundamental en la memoria y la orientación, muy relacionada con el hipocampo, la memoria y la representación de contextos]”.
Emilio Kropff, que estudia algoritmos neuronales responsables de la orientación espacial y la memoria en la Fundación Instituto Leloir, explica que a través de dos trabajos un poco distintos, los investigadores sometieron a examen la visión clásica de que recibimos sensaciones desde el mundo exterior y las procesamos linealmente. “No es tan así, sino que hay muchísima información que se llama en neurociencia top down, o sea, que viene desde arriba hacia abajo –comenta–. Es la que está encargada de los prejuicios: nosotros, ya pensamos cosas acerca de lo que estamos viendo que no están bajo la influencia de lo que estamos percibiendo. Lo que ellos muestran es que hay ciertas áreas que no se estarían dedicando al olfato, pero que están influyendo en cómo el animal está percibiendo olores. Y eso es algo súper interesante. Hay una serie de otros grupos que están encontrando este tipo de resultados, en los que se observan señales típicas de un área del cerebro en otra, porque esas zonas están hablando entre sí. Hay información cruzada. Por ejemplo, detectamos información sobre la velocidad o el movimiento en la corteza visual. O, en este caso, información espacial en la corteza olfativa que solo debería hablarnos de olores”.