La democracia argentina, recuperada hace hoy casi exactamente cuarenta años, encontró en sus inicios un sistema de partidos políticos prácticamente idéntico al que existía antes del golpe de 1976: en 1983, la confrontación fue entre el peronismo y el radicalismo. Con el paso del tiempo, se incorporaron (relativamente) a ese escenario el Partido Intransigente (centroizquierda) y la UCD, Unión de Centro Democrático (centroderecha). El resultado de los comicios iniciales habilitó una escena novedosa en la historia política del país: la derrota del peronismo, por primera vez sin fraude ni proscripción que lo sacara de la competencia. El nuevo presidente, Raúl Alfonsín -ya desde la previa campaña electoral- había esbozado un discurso políticamente novedoso, una interpretación de la historia argentina del siglo XX que permitía pensar la debilidad democrática del país ante los ataques de los sectores económicamente más poderosos del país, de una manera novedosa. Decía el jefe radical que el drama de la historia argentina había sido la fuerte desunión entre los sostenedores de la vida democrática y los que se alinearon detrás de la prioridad de la justicia social. Esa división había favorecido históricamente a las fuerzas enemigas por igual de la justicia social y de la estabilidad democrática. Esa colocación histórica fortaleció a la UCR que, en la visión del presidente tenía que jugar un papel central en la tarea de reunir ambos conglomerados democrático. Por supuesto, a nadie podía escapársele que el discurso alfonsinista no era, para nada, neutral; por el contrario, era el prólogo de una pretendida hegemonía política del alfonsinismo, ayudada, además por el grado de confusión y el despliegue de duras luchas internas en el interior del peronismo. La idea central de la operación hegemónica era consagrar al radicalismo como el sujeto histórico de un nuevo momento histórico llamado a reconstruir la democracia argentina; era poner al radicalismo a la cabeza de una nueva época signada por la invocación de la democracia.
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Esta situación duró poco. A partir de 1985 -año en que el radicalismo consagrara y ampliara su predominio electoral en las elecciones de medio término- el peronismo comenzó a concretar un movimiento interno alternativo a aquellos sectores políticos y sindicales que fueron identificados como causantes de la derrota de 1983: fue la “renovación”, que tuviera a Antonio Cafiero como su personaje principal. Claramente, la clave de esta novedad era la puesta en escena de una reavivación del movimiento sindical y popular en un tiempo en que se revelaba en forma evidente la “cuestión social” argentina: era también una experiencia de la mano del FMI el que ponía esa cuestión en el centro de la vida política. La renovación peronista encontró una fórmula alternativa para explica la época: la democracia no es propiedad excluyente del radicalismo; la UCR representaba bien a la democracia liberal, pero el peronismo era el sujeto histórico de la “democracia social” (el nuevo nombre de época de la “justicia social”.
¿Para qué estas recordaciones del país político tal como se desplegó en las últimas cuatro décadas hace cuarenta años? El proceso electoral en su definición podría parir un modo de reagrupamiento político en la Argentina nuevo en relación a la experiencia que hemos recorrido desde el triunfo electoral de Néstor Kirchner en 2003 hasta nuestros días. Con su triunfo, el nuevo presidente (de modo análogo a lo que intentara Alfonsín) marcaba el terreno de la lucha política desde la épica de su tiempo: la de la cuestión del desastre social que provocara la época de las “reformas” neoliberales entre 1989 y 2001. Fue la segunda etapa de la reconversión estructural de nuestra economía, después de la que puso en marcha Martínez de Hoz en 1976 y terminó en el derrumbe más crítico de nuestra historia moderna. Tal como Alfonsín lo había intentado -sin éxito- en 1983, Néstor propuso como línea predominante la idea de la “transversalidad”-al principio de su gobierno- y la de la Concertación cuando maduró la posibilidad de un acuerdo con un sector importante del radicalismo.
La historia no se reduce -como sucede para ciertas descripciones para las que lo esencial de la política es el “sistema de partido”, cómo es ese sistema y cómo debería ser. La perspectiva de estas líneas es completamente distinta: el sistema de partidos es más una resultante que una causa principal; lo esencial no es el sistema de partidos sino la contradicción política: qué es lo que está en juego, entre quiénes y quiénes está en juego. El sistema de partidos es una resultante de la lucha política y no de un diseño voluntarista capaz de asegurar su surgimiento y perduración. En el caso de nuestro presente está claramente agotada la etapa de la disputa entre kirchneristas y anti kirchneristas como explicación central del drama político. Alcanza con revisar la conformación política de los tres bloques políticos que se disputan la victoria y sus respectivas conductas para comprender la dinámica de esa disputa. Ciertamente, nada de esto permita augurar una desaparición del fenómeno kirchnerista ni su brusca desaparición de la escena. Lo real e indiscutible es que las boletas electorales no habilitan la persistencia de un clivaje político tan claro ni tan “puro”. Ni la fórmula electoral, ni las formas de la campaña electoral dejan ninguna duda de que entramos en una época cuya textura será más compleja y hasta quizás más rica y productiva que aquella de la que salimos. Porque además de los visibles cambios en el interior del peronismo, asistimos a un interrogante sobre el futuro de Juntos por el Cambio y acaso también del radicalismo (nada de esto puede empezar a imaginarse hasta que no termine el escrutinio).
Para una parte -acaso muy numerosa- de la militancia kirchnerista, esto sonará a una mala noticia. Y es muy justo y razonable que así se perciba. Los tiempos de los gobiernos kirchneristas fueron de alta intensidad política. De re-politización de amplias masas juveniles, de construcción de pilares discursivos que abandonaron el árido terreno de las fórmulas democráticas “ideales” para incorporar en su centro valores como justicia social, patria, solidaridad y otros que formaron parte de un discurso de época. Y lo que es más importante: que fueron el sustento ideal-simbólico de un proceso -entre 2003 y 2020- de los más importantes logros en materia de redistribución del ingreso, de afirmación del rol de nuestro país en el mundo, de restablecimiento de viejos derechos e incorporación de otros de “nueva generación”. Es gracias a la experiencia de los gobiernos del peronismo kirchnerista que hoy podemos mantener y fortalecer las demandas sociales y políticas populares. ¿Qué cambia entonces? Para no dar demasiados rodeos, podemos concentrarnos en una de las cartas que Cristina hizo pública hace unos años y sobre la cual ha venido insistiendo. “La Argentina no podrá superar la “economía bimonetaria” si no es a través de un amplio acuerdo social, político y “mediático” que establezca el marco para un nuevo proyecto de desarrollo nacional. El peronismo, incluido centralmente el kirchnerismo, retoma la tradición incorporada por su líder histórico después de su regreso del exilio. El de “Modelo argentino para el proyecto nacional”, el del abrazo con Balbín como gesto fundante de la unidad nacional.
Claro es que el planteo no tiene adjunto un manual de uso: con quiénes el acuerdo, cómo hacer para debilitar la trama que une a un sector importante del empresariado cautivo del proyecto neocolonial que periódicamente anuncia e impulsa la embajada de Estados Unidos. Pensemos, por ejemplo, en ciertos cambios en el lenguaje que nos permita, sin perder rigor ni fuerza de voluntad, acercarnos a sectores poco inclinados a nuestra compañía. Pero acaso lo más importante sea no despegarnos nunca del principio de que un proyecto político no puede triunfar si no toman en sus manos las grandes mayorías.
Claro también es que los tiempos y las formas que este nuevo comienzo asuma tendrá no mucho sino todo que ver con el resultado final de la elección.