Sin duda, el discurso de Cristina Kirchner produce un viraje en la situación política. Cierra un capítulo en el que el conflicto interior en el Frente de Todos había sido llevado a un punto cercano a lo que no tiene retorno. Había sido reinterpretado por los grandes medios -no sin una contribución de algunos de sus protagonistas- en términos de enojos personales, de disputas de espacio, de vanidades actorales. Y lo que se había dejado en las sombras era, ni más ni menos, el corazón político de la discusión. Ese corazón -insistió una vez más Cristina- es que los frutos del crecimiento no se lo lleven “cuatro vivos”. Eso es lo que debe ser puesto de relieve por dos razones que pueden reducirse a la misma: el malestar afecta especialmente a los menos favorecidos y eso aleja a estos sectores de la coalición de gobierno, tal como lo demuestran los resultados de la renovación legislativa.
Sería muy penoso que el gobierno (todos sus sectores) no tomara nota de este nuevo momento. Algunos para abandonar ciertas exageraciones mediáticas como modo de plantear reclamos y otros para admitir que hay un déficit de deliberación política y la consecuencia es que no se revisan determinadas políticas que no ayudan a encontrar la necesaria eficacia práctica para enfrentar la gravedad de la situación social. Está muy claro que el mejoramiento de los sectores sociales más postergados solamente es posible con una efectiva redistribución del ingreso y eso solamente es posible con la intervención del estado. También está muy claro que esa intervención tiene que involucrarse en el funcionamiento de los mercados, cuya “mano invisible” no existe y cuyo derrame posterior al sacrificio jamás se ha verificado.
La mirada favorable de los más poderosos que se ha ido expresando respecto del ministro de economía no es necesariamente una mala noticia: solamente lo es cuando responde a estrechos intereses de clase y no a una perspectiva nacional. El hecho central, según suele decir el propio Guzmán, es que al país le faltan dólares. Sin embargo, el balance de ganancias de las más grandes empresas no para de crecer. El comportamiento predominante en estos sectores es el de defender a capa y espada sus beneficios sin demasiada preocupación por el bienestar general. Para el país es una gran noticia el aumento de sus exportaciones a causa del conflicto en Europa oriental; pero ese hecho tiene efectos directos en el aumento local de los precios de esos productos. ¿Por qué puede ser tachada de arbitraria una medida como podría ser el aumento de las retenciones sobre la exportación de algunos de esos productos? ¿Por qué quien ve crecer el nivel de ganancias a causa de un acontecimiento ajeno a cualquier mejoramiento de la actividad del caso no puede ser obligado a hacer aportes de emergencia?
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En el fondo de lo que se trata es de enfrentar y derrotar un poder de veto que se ha establecido en Argentina. Un poder que de algún modo existió siempre pero que en nuestra historia reciente reconoce el punto de inflexión que fue la resistencia de un poderoso sector del agro contra la resolución 125 dictada en marzo del año 2008. Es una amplia constelación que abarca sectores del poder concentrado, pero tiene como fuerza de choque a pequeños y medianos productores. Es evidente que es necesario tener una política diferenciada para uno y otro sector. Lo que es inconcebible es el poder de veto del sector en su conjunto sobre las políticas de gobiernos democráticos. Y la cuestión no se agota en las consecuencias de la guerra en Europa. El comercio exterior (especialmente de granos) tiene un importante nivel de descontrol en materia de destinos reales, peso de lo que se comercia, legalidad en la facturación y cumplimiento de las normas impositivas que alcanza un enorme peso en el presupuesto nacional. La redistribución implica intervención activa del estado, acuerdos sectoriales y capacidad de sanción por parte de los organismos correspondientes.
La unidad del frente de todos, tal como se ha dicho, no significa solamente diálogo y toma en consideración de las posiciones de todos los sectores, particularmente de quienes aportan de modo claramente mayoritario al patrimonio político común; pero es imposible sin esa premisa. Se está necesitando un “programa común” entre las fuerzas que sostienen al gobierno. El reconocimiento por parte de todos de la existencia de “almas” diferentes en la composición del frente es una condición esencial. Hay, en efecto, fuerzas que acompañaron íntegramente los períodos de gobiernos kirchneristas y hay quienes no lo hicieron y algunos que hasta militaron en las antípodas de esa experiencia; se trata de un hecho sobradamente conocido por todos los actores y que existía en el momento en que se constituyó el FDT.
La necesidad de un acuerdo programático y práctico solamente puede no abarcar a aquellos que prefieran un gobierno de derecha (o hasta de ultraderecha) con tal de no tener que convivir con el kirchnerismo. Y hasta puede suceder que haya sectores radicalizados del frente que prefieran un gobierno de derecha sin contradicciones porque de ese modo “se aclara el panorama” y la conciencia popular es la que debe imponerse. Una variante como cualquier otra del célebre y absurdo apotegma de cuanto peor, mejor…
Un replanteo político no asegura satisfacer las demandas de todos, más bien ese “logro” es inalcanzable. Para eso existe la política. Que es transformación, que es decisión y energía, pero también es cálculo y es diálogo. Lo deseable es que la discusión esté rodeada de la movilización popular. En este sentido la convocatoria contra la actual composición de la Corte Suprema es un camino a seguir y a profundizar. Quienes tienen que interpretar y liderar esa voluntad popular tienen una enorme responsabilidad. La de ser audaces y no perder voluntad transformadora, junto a la de valorar las oportunidades y los riesgos. La discusión ideológica en la oposición entre derechistas consecuentes y ultraderechistas anarcoides nos da la idea de lo que puede pasarle al país y al pueblo si la respuesta democrático-popular no está a la altura del desafío.