Marcha del 1F y prejuicios

02 de febrero, 2022 | 17.50

Salta a la vista, tal como afirmó el diputado Leopoldo Moureau, que el gobierno de Cambiemos rompió el pacto democrático sostenido desde 1983, que “nunca más” las fuerzas políticas usarían al Estado para perseguir opositores.

Sobran pruebas para sostener que en la Argentina macrista desde el Estado se persiguió, espió y encarceló a dirigentes políticos, sociales y sindicales de la oposición. Una práctica conocida como lawfare, organizada por la derecha antidemocrática, el aparato mediático-judicial corporativo, parte de la conducción de la agencia de inteligencia nacional y algunos empresarios, fue la versión local de un nuevo plan Cóndor contra los gobiernos populares. 

La Corte Suprema y parte del poder judicial fueron agentes fundamentales para implementar las operaciones mafiosas durante el gobierno macrista. Ese poder cuasi monárquico goza de gran desprestigio social; distintas encuestas muestran una imagen muy negativa y casi todx la población comparte la idea de que es una institución que precisa ser saneada y democratizada. 

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En la multitudinaria marcha del 1F que tuvo lugar en Tribunales distintos sectores autoconvocados, organismos de derechos humanos, Justicia Legítima, Frente de Todxs, etc, expresaron demandas que hasta ahora no han sido satisfechas por las instituciones. Está más que probado que la Corte no se “autorregula”, como se afirmó en su momento desde el gobierno.

Cuando las instituciones no están a la altura de escuchar el malestar colectivo, una falta o algo que no funciona en lo social, las voces de la calle irrumpen legítimamente en el espacio público.  El 1 de febrero los pedidos manifestados se orientaron hacia el saneamiento de la justicia, la reforma judicial y remoción de la Corte colaboracionista con el gobierno macrista. Las demandas populares constituyen una estrategia democrática que surge cuando no se encuentran canales institucionales que solucionen lo que no funciona en lo social.

Las demandas que se articularon en la plaza pidieron la urgente reforma y saneamiento del poder judicial, porque el pueblo considera que ese poder constituye en la actualidad un síntoma que expresa una disfunción del sistema democrático que, de no resolverse, incuba el huevo de la serpiente. Probablemente no alcance con una marcha, pero es el comienzo de la recuperación de un orden judicial dañado, que no funciona democráticamente. 

El espacio público dio a luz un movimiento de articulación de demandas que pide justicia, traza una frontera antagónica y delimita el conflicto político contra uno de los enemigos del pueblo: la Corte. Se trata de una institución patógena, que no administra justicia ni juega con las reglas de la democracia, sino que tomó partido por la derecha macrista y el armado de causas políticas.

Es preciso visibilizar dos prejuicios referidos a la marcha del 1 F, que pretenden instalar los medios de comunicación concentrados, circulan por la vereda Clarín de la vida. Si queremos afirmar una democracia sólida, necesitamos hablar con una honestidad intelectual que deconstruya prejuicios. Uno de ellos afirma que las instituciones democráticas son neutrales, y otro que el pueblo o la política juegan en contra del institucionalismo, y por ende de la democracia.

Intentando no pecar de ingenuos, en consonancia con las enseñanzas Ernesto Laclau, sabemos que las instituciones representan la cristalización de relaciones de fuerza entre grupos diversos, por lo que nunca son neutrales.

Ninguna institución, funcionario o juez puede ser absolutamente imparcial respecto de un conflicto. Es cierto que se debe tender hacia un ideal grado cero de inclinación subjetiva, pero no se puede negar que las tendencias subjetivas contaminan o juegan en las instituciones. La ideología no es eliminable del todo, ya que presenta núcleos inconscientes, no racionales: la dimensión ideológica echa por tierra la afirmación de total neutralidad. 

Asumir esa limitación, hacerse cargo de la parcialidad inevitable en toda acción humana, no implica que “todo vale”. En el ejercicio del poder judicial o de la función pública se sirve a la comunidad, no se pueden buscar satisfacciones propias, orientarse por creencias, preferencias, valores morales o religiosos. En resumen, está prohibido tomar partido y menos aún conspirar.

El segundo prejuicio que funciona en parte del sentido común, es el que afirma que la expresión de las demandas populares va en contra de las instituciones y constituye una amenaza para la democracia. Esta idea está basada en la concepción liberal de las instituciones y la democracia, que las restringen a un procedimiento formal, consensual, alejado de lo popular.

Esta noción de la democracia predominante en la cultura neoliberal, rechaza o deja de lado el sentido original de la palabra democracia, que es poder del pueblo. 

La expresión del pueblo no se opone al institucionalismo, sino que constituyen dos tendencias democráticas que deben coexistir: el pueblo expresa demandas y el institucionalismo tiende a su absorción y administración. El institucionalismo coagula las relaciones de fuerza dominantes y lo que podríamos denominar la reproducción del orden existente; la forma extrema de institucionalismo no sería una democracia sino una tecnocracia.

Los momentos populistas vivifican la política, ya que lo que hay de insurgente en lo social lo aporta el pueblo. Conviene concebirlos no bajo la forma de estados permanentes, sino como dos momentos que tensionan, que no se complementan, excluyen ni se reducen, sino que aportan cada uno a su manera.

El arte de la política no se limita al cálculo y al poroteo en el Congreso, sino que consiste en asumir la decisión de cambiar la correlación de fuerzas, para lo que se requiere un proyecto soberano nacional y popular, que debe triunfar en varios aspectos: en las movilizaciones sociales, en una transformación del Estado y en la cultura.