Virus, sociedad y violencia

El auge de la ultraderecha en el Mundo y el estallido social en EE.UU. ponen de manifiesto los conflictos. El caso argentino. 

08 de junio, 2020 | 08.25

En todo este largo proceso que implica la pandemia, observamos como emergen cada día nuevas realidades. Procesos todos que estaban latentes y que una crisis de estas características hizo visibles con distintas caras. No sabemos qué hubiera ocurrido de no desatarse esta crisis sanitaria, pero a la hora de presenciar movilizaciones y protestas, se percibe que los reclamos son de larga data.

Sin dudas el mayor impacto sucedió en los EE.UU.; como si fuese una olla a presión, el asesinato del joven afroamericano George Floyd desató una cantidad casi interminable de protestas no solo desde la comunidad a la que pertenecía. Es evidente que en el “país del norte” hay varios procesos críticos larvados que se han gestado en las últimas décadas. No soy afecto a las predicciones, no sabemos qué puede suceder en la primera potencia mundial en el futuro inmediato y a mediano plazo, pero es evidente que hay un proceso de descomposición social que no logra ser controlado. Sobre la comunidad afro, parecía que con la llegada de uno de sus miembros a la presidencia, Barak Obama, se terminaba de cerrar un ciclo de marginación y segregación. Si bien fue un hecho relevante, esos procesos son siempre mucho más complejos y no deja de llamar la atención que luego de esas presidencias desembarcara en la Casa Blanca un hombre que representa la intolerancia, la prepotencia, el machismo (y al mundo de los negocios, desde luego). La etapa “obamista” no pudo o no supo, desplegarse hacia el futuro; lo que parecía ser un nuevo ciclo político luego del nuevo orden mundial de Bush, no fue sino una débil marca en una sociedad que se resiste a los procesos la integración que de hecho tiene (la migración hacia EE.UU sigue siendo incesante) y que tampoco Obama procesó favorablemente ya que la expulsión de inmigrantes en su presidencia fue muy alta.

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Esto es, no explotaron las calles de 140 ciudades porque subió el desempleo, ni siquiera por el asesinato de un joven; el estallido se emparenta con un modelo cuyas capacidades de integración y reproducción están rotas. Conocemos hechos semejantes en otros países europeos, quizás con menos intensidad, pero enmarcadas en protestas con alguna dosis de violencia y en una marca que hace a nuestro tiempo: manifestaciones ajenas a conducciones partidarias o sindicales. Desde luego esto no es nuevo y ya ha sido dicho. Las banderas levantadas en nombre de la vida, la libertad o la justicia social, no tienen abanderados consolidados en los países centrales; las instituciones creadas para asegurar estabilidad y crecimiento, como la Unión Europea o acuerdos como el NAFTA, han tenido éxitos acotados a sectores de la población, pero no han sido capaces, quizás porque no estaba en sus objetivos, de regenerar la sociedad del bienestar de posguerra que fueron erosionadas ya en la década del 70.

Las fuerzas policiales se presentan como la única mediación institucional del Estado para desarticular mediante la represión, estos emergentes. Enfurece este accionar policial y sus consecuencias de muerte y atropellos; pero es la ausencia de construcción política la auténtica responsable de esas situaciones de violación de derechos, porque la pobreza de propuestas políticas en ese sentido es preocupante. Lo ha intentado esta nueva derecha que recorre el mundo. Nueva porque su rostro no estaba presente en las últimas décadas, cuando la derecha neoliberal ganó terreno electoral y por lo tanto en el control del Estado. Cuando sus límites para generar respuestas ante una sociedad demandante de trabajo y protección fueron claros, las antiguas ideas de una derecha discriminadora, intolerante y con rasgos peligroso se hizo presente. Creyeron encontrar la fórmula para reconciliar (otra vez) liberalismo económico con intolerancia social, pero esta vez sin apelar a la movilización de la sociedad, sino con una construcción claramente elitista y jerárquica, donde los inmigrantes, los pobres, las mujeres y sus movimientos sociales son el enemigo y por sobre todo, los causantes de las actuales desgracias sociales. No es homogénea su construcción pero emergen en distintos puntos del planeta, no solo en el mundo desarrollado con sus discursos y prácticas que podemos reconocer.

Y en ese reconocimiento es notable observar que estas derechas intolerantes y en ocasiones racistas, también se han mostrado ineficientes para enfrentar la pandemia, muchas veces sumando a la ciencia como uno de sus enemigos. (Sabaté y Vacca Ávila escribieron aquí una interesante nota al respecto). A pesar de los gritos y los gestos ampulosos de Trump o de Bolsonaro, el virus no retrocedió. O el caso de Hungría donde su primer ministro Viktor Orbán, aprovechó para que el parlamento le otorgue poderes extraordinarios, cuyo impacto en la pandemia no tiene relación. Como afirmaba Borges en esa obra extraordinaria que es el cuento El Sur: “era autoritario; pero también era ineficaz”. La derecha intolerante sostiene su prepotencia en nombre de una supuesta eficiencia que los mecanismos democráticos y planificados no tendría. Los números de victimas que ponen a EE.UU. y Brasil en el podio del COVID-19 generan demasiadas dudas para imaginar que ese modelo político sea una referencia para el resto del mundo.

Y mientras tanto ¿qué sucede en Argentina en referencia a estas realidades? Conocimos estos días dos atropellos por parte de policías provinciales: en Tucumán y en Chaco, la primera incluye un homicidio a manos de agentes del Estado. Prácticas que no logramos desterrar por completo de nuestra democracia. Pero hay matices porque inmediatamente los agentes fueron separados de la fuerza y el Poder Judicial intervino identificando a los sospechosos en el primer caso. No es lo mismo que afirmar que las víctimas son personas que alteran el orden o llamarlos directamente terroristas, como no dudaron en hacerlo autoridades públicas hace muy poco tiempo. Nuestra democracia y sus actores poseen aun algunos reflejos que permiten sostener la defensa de derechos. Sobrevive algo en la sociedad y sus gobiernos que hace comprender que algunos hechos no pueden ser admitidos, y nos alejen de abrazar las banderas de la intolerancia que recorren el mundo.

Aun en un momento crítico, en el que las instituciones son cuestionadas, el planteo del gobierno argentino se ha apoyado en una estrategia “científica”, para diseñar la estrategia frente a la dimensión sanitaria. Pero ha extendido capacidades de integración y defender la idea que la pandemia no habilita atropellos estatales, sino al contrario. Que la misión del Estado sigue siendo la de garantizar derechos a la vez que brinda una idea de orden, pero combatiendo la exclusión. Y sin dudas, mantener la violencia social y estatal, fuera de nuestro radar no es, en este proceso, un logro menor.