Unidad, diversidad y hegemonía: el rumbo del gobierno frente a la derecha irracional

13 de marzo, 2021 | 19.00

El discurso presidencial del primero de marzo movió las aguas de la política argentina. Tomado, desde el principio por sus enemigos como una declaración de guerra, agranda su lugar desde el exacto momento en que se da a conocer la denuncia contra el inmenso negocio privado asegurado por el estado  que fue el crédito del FMI al gobierno de Macri. El endeudamiento como herramienta de acumulación financiera por los sectores más poderosos está lejos de ser una novedad en nuestra historia; lo que es novedoso es que ese comportamiento antinacional y antipopular ha sido colocado en la agenda judicial en los términos de un grave delito.  Sin que corresponda hacerse muchas ilusiones de su curso tribunalicio, la denuncia crea un fuerte precedente político y no hay ningún sector del bloque del privilegio argentino que no haya registrado la novedad.

Pero hay también otros aspectos de ese discurso que han puesto en guardia al establishment. En particular, el que concierne a los proyectos de reforma judicial, cuyo contenido es un avance muy considerable respecto del que está hoy en la mesa de trabajo de la cámara de diputados y que se limita a una reorganización de la justicia federal. Ahora se prepara –ni más ni menos- la creación de una nueva instancia judicial para intervenir en los casos de denuncias de irregularidades en los procesos judiciales: algo así como un tribunal anti-lawfare. A propósito, el coro de los negacionistas del lawfare ha tenido una pésima noticia con la rehabilitación política de Lula: es el primer caso de este tipo después del operativo de proscripción a líderes populares en la región

Además de la importancia que tienen en sí mismas éstas y otras definiciones del presidente en esa oportunidad, está claro que se trata de un importante viraje político del gobierno, respecto del temperamento sostenido hasta aquí. Es decir, respecto del que postulaba la auto-reforma del poder judicial y del intento de generar con la conducción de la oposición una escena de diálogo constructivo. No es difícil encontrar las razones de ese viraje: en ningún momento la estructura judicial respondió a las exhortaciones presidenciales, en ningún momento la oposición se predispuso a un diálogo constructivo. Estamos ante la comprobación fáctica de lo que fue la primera certeza postulada por Cristina en su mensaje de septiembre del año pasado: “el problema no eran las formas”. Las cartas de los grupos más poderosos, políticamente conducido por el grupo Clarín y el circuito empresario periodístico que lo rodea, están a la vista. No tienen plan b respecto de la ruta trazada: la erosión extrema y el fin de la experiencia de gobierno del Frente de Todos.

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Este diagnóstico es muy difícil de rebatir después de la monumental mentira que Clarín hizo tapa en su edición del 11 de marzo ignorando la desmentida pública de Beatriz Sarlo de sus propios dichos, según los cuales desde la provincia de Buenos Aires se le había ofrecido “bajo la mesa” una vacunación contra el Covid. Es decir, no es que el periodismo de guerra haya reaparecido; es que nunca se fue y solamente asistimos a una graduación de su identidad de acuerdo a la antedicha estrategia desestabilizadora.   Y la escalada ascendente de la extorsión político-mediática es muy evidente. Está claro que el proceso electoral que está  cerca de empezar marca el rumbo y la intensidad de las hostilidades: si el gobierno logra llevar al éxito su política sanitaria de vacunación contra el covid, los signos de recuperación económica se acentúan y las políticas de contención del aumento de precios muestran su eficacia, las elecciones pueden constituir un punto de inflexión en la experiencia frentista de gobierno.

Pero además es muy evidente que el viraje del gobierno significa el fortalecimiento del acuerdo entre el presidente y la vicepresidente, lo que es claramente la cuestión política principal. El presidente se ha colocado en estos días al frente de una estrategia claramente asociada con la tradición política que gobernó desde 2003 hasta 2015. ¿Significa esto un avance de Cristina y sus seguidores “sobre” el presidente? Esa interpretación –excluyente en la prosa de los columnistas del establishment- tiene detrás de sí la idea de que la unidad en la diversidad es imposible. En su lugar, el modo de análisis (operación) elegido es que la política es siempre un proceso de “suma cero”, es decir uno en el que lo que gana una parte de los integrantes de la unidad inevitablemente lo pierde el otro. Así sucedió con frecuencia en la política argentina, pero justamente de lo que se trata es de la inauguración de una experiencia distinta. Es la experiencia que fundó en términos programáticos el discurso de CFK del 18 de mayo “anunciando” la fórmula y sistematizando los argumentos a su favor.

Al mismo tiempo la unidad es siempre un proceso marcado por la hegemonía. Y la hegemonía no equivale al mando. Tampoco se mide por el número y la importancia de los cargos que se consiguen. La hegemonía significa la existencia de un rumbo y la organización de la unidad alrededor de los caminos y los instrumentos más aptos para recorrerlos. Por supuesto que no es un asunto de fácil concreción. Por supuesto que los personalismos y las vanidades suelen funcionar como obstáculos; ignorarlos o subestimarlos es un profundo error. Pero, una vez más, hegemonía no es imposición. Es, por el contrario, elevar los costos de la ruptura de la unidad que suele tener a la vanidad como consejera. La unidad y el acierto programático no son momentos separados. No hay unidad política sin unidad de acción y de programa. Y estamos hablando de una unidad “agonística”, una unidad que se proponga no solamente señalar el rumbo de una política exitosa del frente sino también atraer a nuevos sectores a la unidad.

Entonces de lo que se está tratando en estos días es de afirmar un rumbo. Que no es ninguna aventura infantil sino que por el contrario es un difícil camino que combina audacia con prudencia, profundidad en los planteos de cambios con admisión de la existencia de ritmos y de “humores” distintos en la marcha. Es un camino en el que el éxito no se mide en términos de predominio en el interior del frente sino de éxitos en la lucha por aislar y derrotar a una derecha cada vez más irracional y potencialmente violenta.