La cuarentena nos despierta preguntas. Interrogantes que pueden o no tener respuesta. Tal vez, volveremos a olvidar, para repetir una y otra vez los errores que nos llevan a tropezar mil veces con la misma piedra.
Cuando esta pandemia haya pasado, quizá nos deje hábitos y secuelas sociales como marcas de una época en que la realidad ha superado la (ciencia) ficción. O quizá, no. ¿Volveremos a saludarnos con besos y abrazos? ¿Seguiremos consumiendo como antes del brote del virus? ¿Podremos apagar las pantallas cuando compartamos la mesa con nuestras familias? ¿Pensaremos en un mundo más justo donde la riqueza se redistribuya de un modo más equitativo? ¿Aprenderemos a cuidar el medio ambiente?
La cultura introduce la palabra, y a través de ella, nos comunicamos con los otros, y vamos definiendo el rumbo de nuestras vidas privadas y el destino de nuestro planeta: el espacio público, nuestra casa común. Las más de las veces no nos damos cuenta de lo que estamos haciendo en nuestro cotidiano vivir, y creemos, que detenernos es morir, y que la vida, sólo es movimiento. Sin embargo, este año una pandemia nos ha detenido, y esa detención nos quitó el aliento.
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El Coronavirus nos despertó el miedo a morir, y cada vez que abrimos los ojos, somos interpelados por nuestra supervivencia, por la propia finitud, por el temor a enfermar. Pero sabemos, más allá de la falta de certezas, que esto también pasará.
El asunto es pensar ¿qué dejará en el camino el tornado devastador que nos arrasa por estos días? Hoy más que nunca deberíamos hablar, como lo ha hecho Jacques Lacan de tiempos lógicos. Lo cronológico ha sido roto a partir de este acontecimiento, el más disruptivo de los últimos años.
“Hace algún tiempo, en compañía de un amigo taciturno y de un poeta joven, pero ya famoso, salí de paseo, en verano, por una riente campiña. El poeta admiraba la hermosura de la naturaleza que nos circundaba, pero sin regocijarse con ella. Lo preocupaba la idea de que toda esa belleza estaba destinada a desaparecer, que en el invierno moriría, como toda belleza humana y todo lo hermoso y lo noble que los hombres crearon o podrían crear. Todo eso que de lo contrario habría amado y admirado le parecía carente de valor por la transitoriedad a que estaba condenado”, (cita de “La transitoriedad”, Sigmund Freud, 1915).
¿Resulta inteligente obrar como el poeta, siendo mezquinos con lo que amamos sabiendo que todo perece? Pasamos gran parte de nuestro tiempo esperando que esto pase.
Los diferentes gobiernos provinciales comienzan a abrir las fronteras de nuestras casas, las puertas de los negocios, el funcionamiento del transporte público, y nosotros esperamos que “la distancia social” se transforme pronto en un mal recuerdo.
Ahora, ¿y si nos detenemos, realmente, a contemplar la realidad? ¿Y si nos quedamos quietos, al menos algunos minutos a percibir (y percibirnos) en este presente que pronto será pasado? Preguntas que traen preguntas. Interrogantes que no me propongo responder. Intento invitarlos, invitarlas, a la propia reflexión. A leer la realidad desde la óptica personal sin olvidar que somos seres sociales. Que el instinto gregario es indestructible, que de esto saldremos juntos, o quedaremos atrapados sin haber podido capitalizar lo único que nadie puede quitarnos: el valor de la experiencia.
Podríamos darle un vistazo a la historia universal. Contrastar estas semanas con las que sucedieron a la aparición de cada una de las catástrofes que amenazaron a la humanidad. Citar ejemplos de lo ocurrido tras los brotes de la Peste Negra, la Viruela, la Gripe Española o el Sarampión.
Hablar de las guerras, los desastres naturales, ensayar un estudio sociológico de nuestra historia universal. ¿Para qué? ¿Para atormentarnos con datos y dejarnos influenciar por los números? Si lo que extrañamos hoy son los abrazos, los besos, el encuentro de los cuerpos, la historia que queremos seguir escribiendo sin soslayar las condiciones que nos imponen las circunstancias. Buscamos en las pantallas las sonrisas de los nuestros, un poco hartos de las noticias y otro tanto, angustiados por sentir que saber lo que pasa no nos garantiza salud, trabajo, nada.
Cargamos con nuestras guerras, nuestras canciones de cuna.
Nuestro rumbo hecho de versos de migraciones, de hambrunas.
Y así ha sido desde siempre, del infinito.
Fuimos la gota de agua viajando en el meteorito.
Cruzamos galaxias, vacío, milenio.
Buscábamos oxígeno, y encontramos sueños.
(“Movimiento”, Jorge Drexler, 2017).
¿Será este 2020 un nuevo cero en la historia de la humanidad? Definir el presente como un comienzo no es hacer borrón y cuenta nueva. Trazar una línea no resulta una invitación al olvido, sino, dejarnos atravesar por la historia. Por las limitaciones que el virus nos impone sin darnos mayores explicaciones.
Me pregunto si podremos establecer un “hasta acá”, un “a partir de mañana”. Las marcas de la guerra no perecerán, más allá de que limpiemos la escena, de que intentemos barrer el polvo, aromatizar los ambientes, sacar brillo a los muebles. Este dolor no se irá por un largo tiempo.
Pero la vida continúa, y ver hacia adelante no quita la responsabilidad de mirar hacia atrás. Recuerdo las palabras de Víktor Frankl, quien en su libro “El hombre en busca de sentido”, ha escrito: “Las ruinas son a menudo las que abren las ventanas para ver el cielo”.
Las preguntas abren, las respuestas, cierran. La cuarentena en cada una de sus fases nos invita a construir una nueva realidad. Con lo que podemos, con lo que tenemos, con lo que queramos. De cada uno, cada una, depende hacer de esta crisis, una oportunidad.
Edgardo Kawior es psicoanalista, productor y director de teatro. Autor de “El enigma de la verdad” (ensayo en tres actos sobre Psicoanálisis y Teatro). Junto a Marianne Costa Picazo lleva adelante el proyecto “Estoy en casa”. Mail: licenciadokawior@gmail.com
Ilustración: RO FERRER.