El uso y abuso de eufemismos para encubrir la desaprensión por los crecientes padecimientos de la población, que no reconoce límites y hasta exhibe un regodeo en irrogar tanto sufrimiento, impone un activismo en favor de la vida, la vida digna de ser vivida.
No se trata de la inteligencia artificial
Con frecuencia se apela a la inteligencia artificial (IA), claramente a través de los dispositivos de uso asiduo y generalizado, aunque aquí me refiero a lo discursivo o coloquial en todos los ámbitos.
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Sobran comentarios apologéticos como alarmantes en cuanto a los alcances que se presumen, se especulan o se temen podrían resultar de su futuro desarrollo, sin que falte en ese imaginario un horizonte distópico en que las “criaturas” dotadas de esa IA sustituyan a los humanos e incluso gobiernen el mundo como si se tratase de un destino semejante al que fuera producto de una invasión extraterrestre.
Una cuestión simple que no suele ponerse en consideración es su sentido más básico, en tanto tecnología apta para diseñar y proveer beneficios de muy diversa índole: ¿al servicio de qué y de quiénes?
La IA puede concebirse para facilitarnos la vida, descargarnos de los más duros trajines, disponer de mayor tiempo de ocio, propender al acceso seguro e inmediato a bienes escasos o impostergables, mitigar las desigualdades, garantizar una distribución más equitativa de lo que se produce, mejorar la calidad de nuestra existencia personal y comunitaria.
Todos ellos son potencialmente frutos factibles del despliegue tecnológico con una matriz de ese tipo, pero también -y es a lo que suele reducirse en la práctica- se plantea como un sólido traccionador del consumo con fines mercantilistas, un factor de empoderamiento con un elevado nivel de concentración, una herramienta ideal para ampliar y diversificar las rentas del capital, un sustituto del trabajo humano que maximice las ganancias empresarias, un instrumento de sometimiento y dominación al aplicarla a la industria armamentista fuente de inmensos negocios en cuyos costos no se cuentan las vidas.
Conspirando contra un proyecto de vida
La constante caída del ingreso, la falta de provisión de alimentos a quienes padecen hambre, el desinterés en obras de infraestructura y de servicios esenciales (sanitarios, cloacales, vivienda, telecomunicaciones, transporte y conectividad), van marcando un rumbo ideado y constante.
La desinversión en salud y educación públicas, ciencia y tecnología, junto al desmantelamiento de estructuras y organismos estatales destinados a brindar asistencia a los grupos y sectores vulnerables.
La demolición de toda red tutelar para las personas que trabajan, con un claro afán de cortar el hilo por lo más delgado, promoviendo una extrema flexibilización laboral para reducir al máximo los llamados “costos del trabajo” o impuestos indirectos de quienes los emplean.
La demonización de las organizaciones de la “clase trabajadora”, los clásicos sujetos colectivos (sindicatos) y los que se forjaron como consecuencia de la expulsión de trabajadores del sector formal resultando en un nuevo sujeto social (las diversas representaciones de los desocupados, cooperativistas de empresas recuperadas, emprendedores superprecarizados).
El trabajo como ordenador social y vía para una movilidad ascendente se desordena deliberadamente, en una fragmentación paulatina que genera un mosaico en donde se fomenta que primen las diferencias y desaparezcan las homogeneidades de clase que la definen.
Detrás de ello, la clara pretensión de hacer desaparecer a la “clase trabajadora” en tanto categoría, como lo plural y diverso pero conformando una unidad básica de intereses compartidos que se proyecte en una unidad de acción para la conquista, ampliación y defensa de derechos comunes al conjunto que la constituye.
Las vidas detrás de cifras, estadísticas y consignas economicistas
Los grandes números, para los cuales cada una de las vidas comprendidas y concernidas se reducen a cifras, despersonalizan y en definitiva deshumanizan.
Las tasas de inflación, de desocupación, de rendimiento financiero, de deforestación, de contaminación, atrapan la atención central al punto de pasar desapercibido lo que significan en valores humanos, en las vidas de quienes padecen sus efectos.
Las metas de “déficit cero” y de “equilibrio fiscal” se sustentan en tremendos ajustes que recaen en los sectores de la población con menores posibilidades de protegerse del empobrecimiento que, indefectiblemente, acarrean ese tipo de políticas.
Las carencias que se generan no reconocen límites, ni las consiguientes transferencias de ingresos a los sectores con mayor capacidad contributiva y cuya rentabilidad aumentó desproporcionadamente, favorecidos además por las desregulaciones y la supresión de mecanismos de control de precios (sectores bancario, financiero, energético, petrolero, alimentos, laboratorios, medicina prepaga).
Mercado, Estado y Sociedad
Nos engañan cuando plantean que la confrontación del Mercado es con el Estado. La lucha la entabla con la Sociedad que, si bien organizada como Nación se manifiesta en un Estado, constituye el real objetivo de sometimiento.
La Sociedad somos todos y todas, a la vez que una entidad que adquiere una subjetividad colectiva que nos trasciende y que permite a cada uno proyectarnos y realizarnos como personas en una vida digna.
La vida es un don que puede convertirse en una pesadilla que vivimos despiertos, desvelados y desconcertados.
Creer que alguna vez aprenderemos la diferencia o haremos lo necesario para optar por lo mejor para nosotros y para el buen vivir comunitario, es en definitiva la utopía capaz de movilizarnos, resistir a la apatía y luchar por lo que vale la pena, convenciéndonos que nadie se salva solo y, si así fuere, no será para ser felices en medio de la infelicidad de quienes nos rodean.
Ese tipo de “felicidad” es para los pocos que, sin duda, son enemigos de la vida, de la Sociedad y de la Patria que los cobija.