Recientemente Alberto Fernández se refirió a la creencia de los argentinos y argentinas en el mérito. Dijo textualmente: “Lo que nos hace evolucionar o crecer no es el mérito, como nos han hecho creer en los últimos años. Porque el más tonto de los ricos tiene muchas más posibilidades que el más inteligente de los pobres”. Y agregó: “Las mejores sociedades son aquellas que les dan a todos las mismas oportunidades para desarrollarse”.
El presidente tiene, en gran parte, razón. Para garantizar que el mérito haga realidad una vida mejor, es necesario darles a todos las mismas oportunidades. Y es cierto que en sociedades como la nuestra, arrasada por años de profundización de las desigualdades más variadas (de género, educativas, sociales, económicas, culturales, etc.) no hay nada ni siquiera parecido a igualdad de oportunidades para todos.
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El problema es que al descartar al mérito como “lo que nos hace evolucionar y crecer”, el presidente puso en cuestión uno de los pilares del sistema de creencias de la sociedad argentina: que el mérito es un criterio de justicia. La sentencia “nadie nunca me regaló nada, todo me lo gané con mi propio esfuerzo” omite que todo lo que logramos en sociedad depende también en gran parte de las oportunidades que esa sociedad genera y distribuye; sin embargo, tiene una potencia extraordinaria entre nosotros.
La oposición aprovechó rápidamente: el diputado Mario Negri encabezó un aluvión de críticas al presidente afirmando que “condenar el mérito es condenar la Argentina a la chatura”, porque, escribió, “no hay progreso sin la idea de mérito”, en un texto que luego compartió el ex presidente Macri.
Toda la discusión posterior adoleció (y adolece) de un problema fundamental: que no distingue entre “mérito” y “meritocracia”, aunque se trata de dos temas bastante diferentes.
Qué es el mérito
El mérito es un criterio de justicia que nuestra sociedad considera válido para definir qué caminos son los adecuados para mejorar nuestra posición social: conseguir un trabajo mejor, una vacante en un buen colegio, un aumento salarial, etc. “Te lo ganaste”, “te lo merecés”, se le dice al que se esforzó para conseguir lo que consiguió y nada parece haber más justo que eso.
Una de las manifestaciones más potentes de la creencia en el mérito fue la ética inmigrante de la Argentina de fines del siglo XIX y principios del XX, consagrada en la popular expresión “M’hijo, el Dotor”, título de la obra teatral de Florencio Sánchez. “Abuelo inmigrante, nieto estudiante” fue una referencia insoslayable de esa época, que indicaba a la vez oportunidad, esfuerzo y, por supuesto, mérito.
¿Cuáles eran los componentes de esa ética inmigrante? La aspiración, el sacrificio, el esfuerzo, entre otros. En ella, el mérito era un criterio de justicia compartido y además (y esto es muy importante) una cierta garantía de justicia y de futuro, de progreso individual y comunitario. “Merecer” algo excedía al individuo para beneficiar también a los miembros de la comunidad más amplia a la que pertenecía. Los éxitos individuales se traducían en éxitos de la comunidad de pertenencia.
Los componentes de esa ética inmigrante todavía están muy presentes en el sistema de creencias que forman nuestro sentido común. Y es importante advertir que ese sentido común opone al “mérito” criterios opuestos, como “ventaja”, “trampa”, “privilegio”; “chatura”, en palabras de Negri. Y si el mérito es un criterio de justicia compartido, quien lo cuestione puede ser considerado partidario o defensor de esos otros criterios, injustos.
Qué es la meritocracia
Otra cosa muy distinta es la creencia en la “meritocracia”, que es una deformación del mérito. ¿Por qué? Porque no define ni siquiera un criterio de justicia, sino a una elite de individuos selectos. Como toda elite, quienes son reconocidos como parte de esa elite de meritócratas necesitan justificar su condición. Así, recurren al mérito como aquello que los sociólogos llamamos “justificación”: una fórmula que legitima que sólo algunos ocupan esa posición, mientras que muchos otros no lo hacen. Y si unos han logrado alcanzar el objetivo mediante (dicen) el sacrificio, el talento y otras virtudes individuales, entonces los demás (el resto de la sociedad) o no se han esforzado lo suficiente, o han preferido conseguir lo que tienen injustamente, aprovechando ventajas, trampas, privilegios. La meritocracia encubre cualquier desigualdad que pueda estar en su origen y legitima la exclusión de quienes no “pertenecen” a ella.
Durante nuestra historia hemos escuchado y aceptado distintas fórmulas de justificación de distintas “meritocracias”. Sin embargo, la que resuena más cerca es la de “el mejor equipo de los últimos 50 años”, que nos gobernó entre 2015 y 2019. Su supuesto “cambio cultural” construyó la creencia de que nos gobernaba una “meritocracia”, conectando directamente con la creencia socialmente compartida de “mérito”. Y funcionó, y muy bien durante bastante tiempo.
Sin embargo, la meritocracia de Cambiemos corrompió al mérito. Primero, porque lo individualizó y le quitó todo lo que tenía de colectivo: meritócratas como los CEO o los emprendedores eran siempre hiperindividuos. Segundo, porque fue enarbolada por quienes eran, en muchos casos, hijos de familias tradicionales, ricos de nacimiento o herederos de grandes fortunas. Y tercero, porque en el ejercicio del gobierno no sólo no hicieron ningún mérito, sino que además culparon de su fracaso al resto de la sociedad. Sin embargo, para gran parte de nuestra sociedad la mera invocación a una fórmula de justificación que conectaba con la del mérito, tan apreciada, fue suficiente.
Por eso hoy, diferenciar entre mérito y meritocracia es fundamental. El mérito como criterio de justicia forma parte del sistema de valores de la sociedad argentina, y no sólo de sus clases medias, sino de muchos otros sectores sociales. Está tan instalado en el sentido común que cualquier crítica al mismo es casi automáticamente interpretada como una defensa de criterios injustos, como el ventajismo, el amiguismo, los privilegios.
Decir, por ejemplo, “el mérito no es suficiente sin igualdad de oportunidades” le habla mejor a nuestra sociedad. “Lo que nos han hecho creer en los últimos años”, volviendo a las palabras del presidente Fernández, no tiene que ver con el mérito, sino con las falsas bondades de la meritocracia.