El sinceramiento que exigen los tiempos porvenir para terminar con los desencuentros entre los argentinos, sin prescindir de las diferencias que son propias de una democracia plural e inclusiva, impone combatir decididamente las construcciones políticas fundadas en la mentira y la utilización de metodologías que configuran un claro menoscabo de las instituciones republicanas.
La mentira como política
Si algo hacía falta para verificar, y ratificar, la hipocresía como caracterización central del accionar político de Cambiemos, la pluma de Marcos Peña nos ha brindado una clara confirmación.
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Los “8 Puntos” que han editado como una suerte de “manifiesto épico” del gobierno de Macri, no resiste análisis serio alguno ni justifica detenerse demasiado en sus enunciados. Hasta para el más desprevenido que ha vivido en Argentina en estos últimos años, poco le constará comprobar que nada de lo allí relatado se ajusta a la verdad.
La descripción de ese país de fantasía, una suerte de “Macrilandia”, no encuentra correlato con la realidad actual ni con la “heredada” en 2015. Ninguno dato cierto proveen sobre endeudamiento, déficit fiscal, reservas del BCRA, inserción de la Argentina en el mundo, inflación, comercio exterior, energía y tarifas, desocupación o creación de empleo. Menos cierto aún, es la supuesta “plataforma” para el despegue de la Economía que se atribuyen haber construido.
Bastaría con referir que, entre 2015 y 2019, la deuda pública se duplicó, sin que significara inversión alguna sino una fuga de capitales un tercio superior al “generoso” empréstito contraído con el FMI; que también en similar proporción aumentó el desempleo; que mayor fue el incremento del riesgo país que casi se quintuplicó, dejándonos fuera de todo acceso al crédito internacional; la inflación acumulada supera el 280%; que la tasa de interés bancaria se triplicó, tornando ilusoria toda inversión productiva y virtualmente imposible el sostenimiento de la actividad empresaria, con una recesión que acompañó el cierre de casi 20.000 empresas; que de la meta de “pobreza cero”, se pasó a la generación de más de dos millones y medio de nuevos pobres.
“Sabemos que todavía falta mucho, pero este es el camino correcto para tener un país mejor, generando confianza y trabajando a la par del mundo”. Una afirmación que sin pudor se expresa en ese “manifiesto”, denotando un grado de cinismo sin límites a la luz de los enormes padecimientos que sufre la población y de la profunda crisis que ha generado este Gobierno.
Calidad institucional
Unos días antes, en el Centro Cultural Néstor Kirchner, el Presidente había dicho cosas como estas:
- “Pusimos en marcha un Estado que tenía sus estructuras oxidadas, llenas de trabas y corruptelas. Esto fue un antes y un después. Todas estas cosas forman parte de este gigantesco rompecabezas que es esta Argentina que se comienza a mover”
- “Nos vamos con la conciencia tranquila y con las manos limpias, porque gobernamos con honestidad (…) cambiamos la cultura política (… y) no atropellamos a nadie cuando estuvimos en el poder”.
Por lo visto, mal puede colmarse nuestra capacidad de asombro, porque ya en retirada no dejan de menospreciar la inteligencia del ciudadano común e insisten en sostener su discurso político en la mentira, al punto de pretender convertir una rotunda derrota electoral en una suerte de “empate triunfal”.
Aunque de tanta o mayor gravedad es que, el daño ocasionado a las instituciones y diversas instancias estatales -en buena medida encubierto por los medios de comunicación hegemónicos-, pretendan soslayarlo y erigir nuevamente como bandera la exigencia de una conducta republicana que no han practicado nunca.
El diálogo constructivo con la oposición difícil será encontrarlo en el recorrido evidenciado en el ámbito del Congreso, no solamente por los reiterados –y muchas veces fallidos- intentos de eludir la vía legislativa apelando a Decretos de Necesidad y Urgencia, sin cumplir con los requisitos constitucionales que habilitan los DNU; sino, por la falta de toda consulta o discusión previa sobre medidas de gran impacto económico y social.
Tampoco el Gobierno se ha mostrado proclive a atender las diversas demandas populares, a las que ha respondido con las fuerzas de seguridad que, deliberadamente descontroladas y premiadas por los abusos cometidos, han protagonizado acciones represivas de una magnitud inusitada.
El acallamiento de voces disidentes ha sido constante, como se advierte con periodistas, dirigentes políticos o sindicales, valiéndose de jueces y fiscales siempre dispuestos a congraciarse con el Gobierno y a la espera de premios que, efectivamente, han recibido por su genuflexión y flagrante violación de la ley.
La austeridad en la Administración Pública
Fieles a las reglas neoliberales que persiguen consolidar un Estado inoperante, que sintetizaba la última dictadura en la frase “achicar el Estado es agrandar la Nación”, los cambiemistas alardean de haber alcanzado ese objetivo y cumplido la meta fiscal de déficit cero.
Otra de sus mentiras insostenibles, porque se bien consiguieron neutralizar todo obrar estatal útil y necesario, desmontando organismos indispensables en las áreas de salud, educación, trabajo, industria, comercio interior y exterior, sobredimensionaron como nunca antes la estructura jerárquica burocrática de la Administración Pública Nacional.
La aducida austeridad, consistió en despedir trabajadores a la par que se expandía irracionalmente la cantidad de cargos jerárquicos. Apenas iniciado el primer –y es de esperar último- período de Gobierno de Macri, los Ministerios pasaron de 18 a 23, las Secretaría de 69 a 85, las Subsecretarías de 165 a 204, las Direcciones Nacionales de 290 a 398 y las Direcciones Generales de 127 a 144 (como surge de un Informe reciente del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento – CIPEEC).
Esos cambios orgánicos fueron acompañados de un incremento fenomenal de las retribuciones de quienes ocuparon tales cargos, pero más revelador del sentido de esas “austeras” decisiones es que los nuevos funcionarios, mayoritariamente, provenían de empresas multinacionales –interesadas en colonizar el Estado-, en donde hasta su incorporación se desempeñaban como Ceos, directores o gerentes y que exhibían un alto nivel de conflicto de intereses conforme los puestos y áreas a los que estuvieron destinados (como revelan investigaciones del Observatorio de Elites Argentinas CITRA-UMET).
Un caso emblemático: la Justicia
La mendacidad que distingue el proceder del Presidente y sus acólitos, que hasta el 2015 como oposición reclamaban por la independencia de la Justicia, declamada garantía y primordial valor republicano, una vez en el Gobierno la llevaron a su más baja calidad institucional y la convirtieron en un instrumento de sojuzgamiento sin precedentes desde la recuperación de la Democracia en 1983.
Un signo paradigmático de esa rastrera función es la existencia de varias decenas de presos políticos; la utilización de la prisión preventiva –efectiva o amenazante- como método de extorsión para la obtención de falsos testigos “protegidos”, arrepentidos o denunciadores guionados; la criminalización de la protesta social y sindical; o la sistematización de operaciones de los servicios de inteligencia en connivencia con integrantes del Ministerio Público Fiscal en su rol de pieza clave de prisiones –y presiones- sin pruebas de delitos y sin condena.
Si bien en el país fueron pioneros para el desarrollo de un servicio de justicia depreciado –y despreciable-, la Argentina no es la única que ha llevado a la práctica las enseñanzas y adoctrinamiento impartido a los magistrados latinoamericanos por el Departamento de Justicia de EEUU, sucedáneo de la Escuela de las Américas que entre los años 1960 y 1980 instruían a los integrantes de la FFAA de la Región en estrategias desestabilizantes y métodos de tortura que caracterizaban a los golpes de Estado.
Similares se exhiben los casos de Paraguay, Honduras, Perú, Ecuador, Bolivia y Brasil. Los medios de comunicación munidos de información “privilegiada”, aunque plagada de datos falsos o deliberadamente distorsionados, son la punta de lanza para instalar denuncias que, a su vez, convierten en condenas mediáticas calando hondo en el imaginario social y allanando el terreno de los operadores judiciales, que rápidamente las convierten en procesos sin respeto alguno por elementales reglas legales y constitucionales.
Mucho por hacer
Entre los desafíos que tiene por delante el Gobierno que asume en diciembre, ocupa un lugar relevante recuperar el sentido de un servicio de justicia acorde con un Estado Democrático de Derecho.
Restaurar las desvencijadas estructuras del Poder Judicial, consolidar las garantías del debido proceso legal, asegurar la autonomía de los magistrados como, asimismo, controlar que su desempeño se ajuste a la delicada misión que le compete.
Que, como parte de los Órganos básicos del Estado el Judicial sea también un Poder político, no debe confundirse con su específico cometido ni con las funciones que le son inherentes y que en modo alguno son de esa naturaleza.
La politización de la Justicia que tiene por contracara la judicialización de la Política, ha producido un enorme daño a la Democracia y efectos absolutamente distorsivos de sus instituciones.
No debemos seguir admitiendo que, por las razones que fueran –y menos aún, por ambiciones reñidas con sus atribuciones o por su reclutamiento mercenario-, sean jueces y fiscales los que determinen cuestiones por definición no justiciables. En tanto dentro del Estado, son de exclusivo resorte de los Poderes Ejecutivo y Legislativo las tareas y decisiones políticas, por su condición de representantes de la voluntad popular y por expreso mandato de la Constitución Nacional.
El caso de Lula da Silva es elocuente en ese sentido, el mismo Tribunal Superior de Justicia que en 2016 le había negado la libertad, ahora en una votación que resultó 6 a 5 resolvió justamente lo contrario; fijando la doctrina de que, mientras no esté agotado el proceso judicial y firme la condena, debe primar la presunción de inocencia y no corresponde que esté en prisión.
O sea, en definitiva, una sola persona –un voto de diferencia- ha determinado su suerte que, sin prescindir de la importancia que supone para Lula como ser humano privado de su libertad durante 580 días, importa la de decenas de millones de brasileños que fueron privados, también por la decisión –en realidad la sola voluntad política- de otro magistrado (Sergio Moro), de ejercer sus derechos electorales y consagrarlo –como todo hacía presumir- en Presidente de Brasil en los últimos comicios.
No repetir esas tendencias signadas por intereses contrarios a los de la Nación y del Pueblo; impedir que la Justicia, cuyo origen y conformación no está sujeto a las reglas de la representación democrática, determine los cursos de la Política; y terminar, de una buena vez, con la intromisión del Poder Judicial en el libre desenvolvimiento de las organizaciones de la sociedad civil es, quizás, el principal punto de partida para un nuevo ciclo de una institucionalidad necesaria para alcanzar una Patria Justa, Libre y Soberana.