La solidaridad en una crisis y después

12 de abril, 2020 | 00.05

¿Qué tan solidarios somos? La preocupación por los vínculos comenzó a hacerse fuerte desde la modernidad muy particularmente con la industrialización y la emergencia de la cuestión social: la pobreza, el hacinamiento urbano, el desempleo masivo, las condiciones de trabajo. Un mundo en que ya la familia no podía garantizar por sí sola condiciones de vida razonables para todos sus miembros. Por eso la pregunta fue generando mayor preocupación a medida que avanzaba el siglo XIX y llega hasta nuestros días; porque la solidaridad necesaria para resolver las graves consecuencias de la cuestión social, no puede depender de la buena voluntad individual, de la posibilidad de ayudas dentro de la familia; la solidaridad requiere políticas e instituciones capases de encarar problemas de carácter estructural y no solo acciones aisladas.  

Por supuesto, la pregunta emerge con mayor fuerza ante situaciones críticas y sin duda nos encontramos en una de ellas, cuyas dimensiones la ubica en una de las más relevantes de los últimos tiempos y sin dudas a nivel global. Todos los días surgen análisis sobre cómo quedará el mundo luego de la pandemia que se llevará este proceso y que realidades nuevas podrán surgir y sin embargo la cuestión urgente es cómo y cuales herramientas podemos generar en el presente, en particular porque observamos como necesarios ciertos recursos con los que como sociedad no contamos. El camino para construir mecanismos institucionales de solidaridad fue muy largo: como decía la crisis social emergió en la segunda mitad del siglo XIX pero fue recién luego de la II Guerra Mundial que se consolidó un consenso respecto a que el Estado debía garantizar niveles de vida digno para sus habitantes y que el mercado aceptara regulaciones que limitaran su voracidad. Esas políticas se extendieron hasta mediados de la década del 70; en nuestro país comenzando por la última dictadura militar, y procesos semejantes en otros países, se fueron desarmando las estructuras políticas y económicas que garantizaban esa protección social mediante sistemas que institucionalizaban la solidaridad; porque sistemas de protección no son fruto de un impulso individual, sino de un acuerdo político global. Y cada vez que el neoliberalismo pisó la Casa Rosada se ocupó de desarmar esas herramientas que garantizaban derechos, y los desarmaron criticando el “enrome” gasto fiscal en nombre de la competencia y la sobrevivencia de los mejores. 

Ahora, de cara a una crisis sanitaria, se hace evidente que esa acción solidaria institucional es imprescindible, en muchas dimensiones: atender todo lo sanitario, evitar los efectos negativos sobre el sistema productivo y el empleo, controlar precios y despidos. Se puede percibir allí la falta de algunas herramientas que en otra época el Estado supo tener, y que se buscan reconstruir en plena emergencia y también en un contexto económico global, aun antes de la pandemia, no favorable. Porque un principio moderno de solidaridad busca intervenir en la distribución del ingreso; pero desde hace 40 años vivimos una realidad adversa: este se ha concentrado a nivel mundial, mientras se produjo la destrucción de instituciones de solidaridad económica y social. Que ambos proceso hayan sucedido al mismo tiempo no parece ser una casualidad. Desde luego esta cuestión no invalida las actitudes personales de solidaridad ni les resta importancia; solo las coloca en la escala necesaria para comprender su impacto para enfrentar crisis sociales; y si también valorar la colaboración de toda la ciudadanía que acepta las dificultades de la restricción a movilizarse porque comprende su necesidad; eso también es solidaridad y virtud cívica.  Pero por tora parte ha vuelto, otra vez, la demanda en pos de que “los políticos” den el ejemplo, hagan un esfuerzo, etc., y bajen sus ingresos, argumentando que sería un “buen gesto”. Pero no necesitamos gestos sino respiradores e infraestructura hospitalaria. En las enunciaciones a favor de las reducciones de sueldo abunda más un énfasis en castigar que una demanda de solidaridad. ¿Qué virtud tiene reducirles el sueldo a los funcionarios públicos en un momento crucial? Todo el esfuerzo de ellos debe estar en desarrollar las políticas necesarias para que el COVID-19 cause el menor daño posible ¿Qué ganaría la sociedad con esas reducciones salariales? Estar a la altura de las circunstancias es la exigencia que debemos reclamarles a nuestros representantes; si fracasan, su destino será mucho más crítico que una baja de salario. Curiosamente, en particular nuestros neoliberales de manual que repiten una y otra vez las mismas recetas que provocaron varios desastres, no están muy de acuerdo con que se discuta algún tipo de redefinición impositiva de cara a esta situación. En la semana nos hemos enterado que existen en el exterior 950 cuentas cuyos titulares son argentinos y que reúnen unos U$S2.600 millones ¿Es viable la economía de un país con ese nivel de fuga? Desde luego el argumento será que la Argentina no brinda las condiciones para que esos ahorros retornen. Spoiler: eso nunca sucederá porque jamás serán suficientes las condiciones para esos “ahorristas”. Todo ese trabajo argentino o esa deuda tomada por el Estado bajo el gobierno de Mauricio Macri, que se encuentra depositada en cuevas fiscales le ponen un cepo al crecimiento, al desarrollo y a las posibilidades de una sociedad más justa. Lograr que ese capital tribute impuesto no sería un mero gesto sino la posibilidad de reconstruir esas herramientas de solidaridad social que hemos perdido. Si algo nos enseña este presente es la importancia de un Estado que pueda coordinar y conducir a la sociedad y la importancia de contar con instituciones que ayuden en esa tarea. Ojalá la pandemia deje enseñanzas expresadas en nuevas prácticas e instituciones para repensar la solidaridad no solo como una emergencia. 

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Sergio De Piero

Politólogo y docente universitario UBA, UNAJ, UNLP.