En los tiempos gloriosos de la globalización capitalista, allá por 1990, el estudioso internacional estadounidense Joseph Nye introdujo el concepto de “soft power”, el poder suave. El poder de la cultura, la razón, el “modo de vida americano” colocado por encima del mero “hard power”, el de la fuerza, el de las armas, como orientación de la política mundial del imperio. El concepto y su autor tuvieron mucho éxito en los medios académicos, a pesar de que la idea tiene unos cinco siglos de existencia, desde que Maquiavelo publicara “El príncipe”. El poder del consenso por sobre el poder de la coerción: tiempos auspiciosos para el imperio aquellos en que Nye revivía a Maquiavelo y a Gramsci: el mundo socialista implosionaba y Estados Unidos emergía como superpotencia global excluyente.
¿Qué tiene que ver todo esto con la coyuntura política argentina? Pues bien, la cuestión se ha colocado en el centro de la situación política local: el crimen estatal cometido por Estados Unidos con el asesinato del líder político-militar iraní Quasem Soleimani se cruza con la situación política local. El diario La Nación, en su edición del viernes último, nos hace saber, a través de su secretaria de redacción Inés Capdevila, que el crimen importa en la cuestión de la negociación de la deuda argentina con el FMI. La periodista hace una crítica referencia a la negativa de la ministra Federic a considerar a Hezbollah como un enemigo terrorista del país, lo que constituye un desafío a la lectura imperial del mundo. Y toda la argumentación se orienta a demostrar que el gobierno de Alberto Fernández tiene que considerar las consecuencias que tendría una negativa al alineamiento con Washington en la materia (y por qué no en cualquiera de las otras materias) para el futuro de su gestión presidencial.
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La nota de Capdevila es muy significativa. Es el alerta por un viraje brusco desde la primacía del poder blando, que nunca excluyó totalmente el ejercicio del recurso imperial a las armas, cada vez que la persuasión no alcanzaba sus objetivos (el pueblo de Irak, entre otros, lo supo descarnadamente) hasta el predominio de la violencia y de su amenaza por parte de la diplomacia yanqui. Nuestro país estableció con el menemismo la doctrina del “realismo periférico” (conviene someterse a la estrategia internacional de Estados Unidos y sacar de esa sumisión la mayor ventaja posible porque así lo determina nuestro destino cultural “occidental”). Después de la desastrosa experiencia del gobierno de Macri que fue desde la promesa de la fácil solución de los problemas económicos argentinos hasta la ominosa entrega de las llaves del estado nacional al FMI, la cándida imagen de nuestro “regreso al mundo” ya no tiene ningún anclaje racional. Tiene que recurrir al miedo: la dependencia del Fondo es dura, pero peor sería caernos del mundo, es decir discutir con la perspectiva global del imperio, tal el criterio que el diario de Mitre nos aconseja.
La Nación exagera, de eso no cabe duda. Pero no se trata de una exageración inocente. Es completamente funcional a los intereses geopolíticos estadounidenses y encaja de modo perfecto con los del poder real en nuestro país. De lo que se trata es de convocar a la “realpolitik” en nuestro auxilio para enfrentar una situación de crisis nacional, a la que consideran amenazante para sus intereses. Hay que considerar que el poder económico local viene de una catastrófica experiencia: viene de los precipitados festejos por el entierro del populismo peronista y de la debacle de la aventura neoliberal, gestada en apenas cuatro años. Todo parece orientar a la derecha argentina al endurecimiento y a la provocación.
Para el gobierno argentino parece llegado el momento de acentuar el trabajo sobre nuestro “poder blando” soberano. No hay forma de afrontar la cuestión en los términos de la amenaza y la extorsión. El poder suave de la política popular está en la esperanza y en la capacidad de realización de las modestas promesas que han sido planteadas. En lugar de salir corriendo a prestar solidaridad a las aventuras imperiales de Trump hay que sostener nuestro plan de emergencia, defender los intereses más elementales de millones de argentinos y argentinas excluidos del pan, de la tierra y del techo. ¿Y cómo hacerlo en el mundo de la provocación sistemática, económica y política del imperio? Simplemente sosteniendo el principio de la soberanía política y el derecho a establecer relaciones libres y de mutua conveniencia con todos los países del mundo (incluido, claro, Estados Unidos).
A favor de esta lectura operan los catastróficos resultados de haber adoptado en los últimos cuatro años la tesis de que el progreso nacional viene de la mano de una “apertura al mundo”, que terminó siendo la declaración del país como zona liberada para los grandes negocios de los grupos financieros globales. Lo que hoy aprendemos los argentinos es que el mundo es más complejo y diverso que la caricatura que las grandes cadenas mediáticas globales nos proponen. Sabemos también de la mentira que entraña la interpretación del mundo según la cual las amenazas para la seguridad nacional vienen de pueblos y países que defienden su paz y su soberanía contra los ataques imperiales.
Los argentinos supimos, mucho antes de que Netflix viniera a contárnoslo, qué es lo que ocurrió con la muerte de Nisman. Supimos de la existencia de un operativo desestabilizador montado por los servicios de inteligencia internos y sus managers internacionales, estadounidenses e israelíes, que utilizó al fiscal y después lo abandonó. Antes que Netflix, nos lo explicaron Kollman y Duggan, entre muchos otros. Hubo muchas jugadas desestabilizadoras durante el gobierno de Cristina Kirchner, pero el “operativo Nisman” apuntaba en una dirección inequívoca: la de castigar duramente el intento del país de desmarcarse claramente de conflictos geopolíticos que son ajenos a nuestros intereses, pero centrales para Estados Unidos. De ese modo se entendió la decisión argentina –adoptada, como corresponde, por el Congreso- de intentar una colaboración con el estado iraní para avanzar en la estancada investigación del bárbaro atentado contra la sede de la AMIA.
El país no necesita participar de ninguna coalición para la guerra, su lugar está en la reconstrucción de la integración regional y en el establecimiento de relaciones libres y de mutuo beneficio con cualquier país que así lo acepte. Vivimos un mundo más plural y diverso que el que nos intentan mostrar a diario los flujos de la comunicación dominante. Y el modo de moverse en esa pluralidad es el de la sistemática defensa de nuestros intereses nacionales. El operativo de canje que impulsa la diplomacia de Estados Unidos entre la postura internacional argentina y la negociación de la deuda externa debe ser rechazado, tal como claramente lo dejó expresado el presidente.