Además de hacernos olvidar cómo era desayunar en un café, caminar por una plaza o abrazar a un amigo, la pandemia nos está haciendo recordar algunas otras cosas. Por ejemplo, nos ofrece las contorsiones diarias de nuestros economistas serios y analistas políticos, quienes consideran que los subsidios a la clase media transformaban a sus beneficiarios en infradotados que preferían abrir la ventana en lugar de apagar la calefacción -como sostenía el hoy olvidado ex ministro Rogelio Frigerio-, o que los planes sociales transforman a quien los recibe en esclavo del gobernante de turno. Es decir, que los recursos públicos tienen un efecto perverso cuando son invertidos en las mayorías; pero que inyectados en lo alto de la pirámide social, ese efecto es, por el contrario, beneficioso no sólo para esa ínfima porción de la población que los recibe sino para todos. No es que esas ideas terraplanistas no fueran apoyadas antes de la pandemia, sólo que ahora esa operación ocurre a cielo abierto.
Vemos también contorsiones apasionadas en lo referido a la negociación de la deuda encarada por el ministro Martín Guzmán, quien, al parecer, no estaría a la altura del puesto que ocupa. Es cierto que Nico Dujovne, panelista de Carlos Pagni, o el Toto Caputo, que jugaba en la Champions League de las finanzas globales, como solía calificarlo el hoy también olvidado ex Jefe de Gabinete Marcos Peña, dejaron la vara muy alta. Es improbable que Guzmán logre endeudarnos a la altura de sus predecesores.
Con el ímpetu del Nado Sincronizado Independiente (NSI), un sistema que permite que muchas personas diferentes lleguen a la misma conclusión, nuestros economistas serios y analistas ídem consideran que la propuesta de canje es mezquina y nos alertan sobre la lluvia de fuego que caería sobre el país en el caso de entrar en el default. Default en el que, en rigor de verdad, estamos desde el día en que Mauricio Macri tuvo que recurrir a nuestro prestamista de última instancia, el FMI, ya que el país no tenía más acceso al crédito internacional voluntario.
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Así, a la vez que operan para reducir sueldos y cargas sociales, y para que la Argentina honre su deuda con los bonistas, nuestros falsos liberales exigen que el Estado además se haga cargo de los pasivos de las grandes empresas. Ya no hablan de meritocracia ni de “destrucción creativa”. Tampoco piden que las empresas gocen con la incertidumbre, como el también olvidado ex ministro de Educación Esteban Bullrich lo recomendaba. Al contrario, el rol del Estado debe ser el de proveer certezas al sector privado en un mundo que ya no tiene ninguna. Vaya paradoja libertaria.
Pero no fue el único asombro que nos deparó esta semana la pandemia. Luego de hacer una presentación ante la Corte Suprema, sobre la validez de eventuales sesiones remotas del Senado, y quejarse por la falta de respuesta, Graciana Peñafort, directora de Asuntos Jurídicos en el Senado, padeció un nuevo Nado Sincronizado Independiente (NSI). Esta vez de nuestros periodistas serios y juristas ídem, quienes la trataron de violenta, intolerante e incluso de kirchnerista. Por supuesto, sin esa consulta, cualquier ley votada en una sesión remota- en particular si se trata del impuesto a las grandes fortunas- caerá ante el amparo de cualquier juez del fuero de Clarín.
Aunque debemos reconocer que, en el fondo, estas almas de cristal indignadas tienen razón: consultar a la Corte es de una violencia inaudita.
Ni Atila se atrevió a tanto.