Las palabras “libertad”, “anarquía”, “pueblo” y otras brotadas en las tradiciones populares modernas viven un proceso curioso: lejos de su público histórico (los trabajadores organizados, los territorios de las grandes urbes) han regresado de la mano de las industrias proveedoras de identidades populares. Pero es un regreso que ha terminado por “adecentar” los términos. Las mismas palabras hablan de otras cosas. Ahora los “libertarios” son la ultraderecha. Son, en muchos casos, indiferentes a la historia más brutal de la persecución y el dominio violento de los cuerpos. Y en otros, reivindican de modo entusiasta a aquellas atrocidades.
Las actuales autoridades políticas no se han limitado a proponer -y eventualmente aplicar- “nuevas ideas” dirigidas a desnaturalizar la cuestión dentro de la tradición democrático-popular argentina, sino que cuestionan todos los presupuestos básicos en los que se ha apoyado la política desde la caída de la última dictadura. El negacionismo es una de las líneas demarcatorias características del régimen político actual. Y está claro que en esta cuestión se resume todo. Hay una cuerda que está permanentemente tensa, al acecho, es la de la simplificación más extrema: la “patria” y la “antipatria”. Esos dos términos han sido meneados muy intensamente en los años posteriores a la derrota de la dictadura, pero de una manera tal que la división prescindía de la actitud concreta frente al terrorismo de estado
Desde esta época -la de la dictadura, las resistencias, la caída y el “pacto constitucional” -nunca firmado, pero plenamente vigente desde 1983-
hemos pasado a los tiempos de la “insatisfacción democrática” que estalló en 2001 y dio lugar, de formas inesperadas y aleatorias, a la experiencia nacional -popular que sigue disputando la hegemonía política en el país. Parece ser que esa inconformidad democrática es la materia decisiva de la lucha política nacional. “Hay que salir de donde estamos” parece una coincidencia viva y ampliamente mayoritaria entre nosotros. La discusión necesaria es cómo llegamos hasta aquí. Y cómo salimos.
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Llegamos con un proceso de acumulación política popular sostenida en amplios sectores populares y con un protagonismo principal de la juventud. Llegamos a través de una disputa -desigual hasta el punto que a veces parece ilusoria. Llegamos recuperando la memoria popular y el lugar central del peronismo en su interior. Llegamos sobre la base de fuertes liderazgos que se pusieron al frente de situaciones de la más alta tensión. Y el punto en el que hoy nos encontramos parece ser el del retroceso y la derrota. Sin embargo, la fuerza popular conserva energía en la calle, en la protesta, en la militancia. La conserva también en las fuerzas parlamentarias propias que siguen dando una lucha difícil y esencial contra la ofensiva antiestatal y antipopular que el mileísmo puso en marcha.
Desde esta perspectiva hay que pensar la experiencia de institucionalización del Partido Justicialista. Hay que hacerlo con el esfuerzo de pensar en un proceso histórico que, como tal, atraviesa contradicciones y oscuridades. No debería caber duda de que la cuestión de la “normalización” del partido justicialista es una cuestión central de esta etapa política. Porque esta normalización se convierte en un requisito estratégico en la Argentina de hoy. En primer lugar, porque las fuerzas partidarias fundamentales en la Argentina de hoy son el peronismo y las fuerzas políticas y sociales que de un modo u otro sostienen al proyecto en curso. Los dos bloques son heterogéneos y hasta internamente contradictorios. No puede negarse la existencia de fuerzas que están en un proceso de realineamiento parlamentario y político: pero las definiciones son inseparables de un rumbo, de un sentido de país.
En este tipo de situaciones, críticas, decisivas para el futuro es donde el partido político es indispensable. Porque la unidad en el proyecto y la eficacia en el modo de llevarlo a cabo son las claves, desde un punto de vista de poder. Cada situación política es una cadena de posibilidades y de restricciones. No pueden considerarse en abstracto, sino en función del objetivo general.
Desgraciadamente, la realidad de este “renacimiento” del PJ está envuelta en querellas que no dejan de reproducirse y procuran, como todo lo que existe, hacerse valer. Este es el tipo de situaciones en las que la clave está en la conducción. En su responsabilidad política, en su entrega incondicional a las necesidades populares y nacionales. Y nada de esto puede considerarse al margen del operativo político- judicial contra Cristina Kirchner. Muy poco “averiguó” la justicia sobre el intento de su asesinato. Y todo lo que trascendió tiene el amargo sabor de la operación de ocultamiento y de silencio. Es un caso en el que la oscuridad y la falta de voluntad de su pleno esclarecimiento jugarían claramente en la dirección de un giro antidemocrático y autoritario. Mientras tanto se acelera y profundiza la persecución penal contra Cristina, lo que en situaciones como ésta no puede pensarse sino como la confluencia para la creación de un clima persecutorio y antidemocrático.
Vivimos la confluencia de una gravísima situación social con enormes tensiones de régimen político provocados por un manifiesto debilitamiento del estado de derecho. En una situación de parecida peligrosidad -la que vivimos a fines del año 2001- la inteligencia de los liderazgos y la madurez del movimiento popular pudo llevar al país al puerto de la acción socialmente reparadora y solidaria. Y pudo iniciar una marcha que hoy sigue vigente aún en medio de la crisis y sus dolores, con el rumbo de la democracia y la justicia social.