La violencia en Colombia es un uróboro que no termina de engullir su cola cuando una nueva generación se ve enjaulada entre sus costillas. El discurso ha cambiado poco o nada. Los enemigos son fantasmas viejos y avinagrados que vagaron por el mundo hasta encontrarse en las alocuciones cacofónicas del partido de gobierno. El terror del socialismo, los comunistas, los vándalos, los drogadictos, los ateos, los “indios”, la izquierda, los rojos, los guerrilleros, los gays, las lesbianas, las trans, los artistas, todo lo que huela diferente a la cultura endogámica y narco paramilitar que todavía gobierna, les produce pánico.
El 2 de mayo la historia se repitió en la vía Cali-Palmira. Nicolás Guerrero, un artista de 21 años, fue asesinado mientras protestaba pacíficamente. El guión es el de siempre: un joven, una manifestación, la irrupción de la Policía, una bala y una nueva ausencia. La diferencia es que esta vez el momento en el que agentes de la Policía abren fuego contra civiles desarmados quedó registrado en una transmisión en vivo presenciada por más de cuarenta mil personas.
La escena en la que un grupo de personas carga un cuerpo del que gotea sangre todavía tibia es bien conocida para el pueblo colombiano. Entre el estallido de aturdidoras se escuchan voces pidiendo ayuda. Gritos, cacerolas, disparos y ambulancias se han convertido en paisaje sonoro nacional, las arengas son un latido sincopado en medio de los disparos de siempre. Los jóvenes, que agonizan, son recostados sobre el platón de una camioneta, en una ambulancia o en una moto.
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Desde el 28 de abril las redes sociales se han inundado de grabaciones como esta, al igual que de imágenes como la de un helicóptero sobrevolando Buga, en Valle del Cauca, mientras se escuchan disparos; decenas de videos en los que policías y miembros del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) golpean a civiles; tanquetas disparando y helicópteros aterrizando en colegios en Bogotá; el instante en el que le disparan ocho veces a Lucas Villa en el viaducto en Pereira; Cristian Barrios convulsionando en Barranquilla mientras el ESMAD ataca con chorros de agua a quienes intentan auxiliarlo; el grupo de policías al que intentaron quemar dentro de un Comando de Atención Inmediata (CAI); o de las decenas de protestas pacíficas e intervenciones artísticas en todo el país.
La ONG Temblores, a través de su plataforma GRITA, ha reportado 43 asesinatos (ocho más en verificación), 2287 casos de violencia, 18 casos de violencia sexual, 33 víctimas de agresión en los ojos, 1139 detenciones arbitrarias, 472 intervenciones violentas y 146 disparos de arma de fuego, todo por parte de la fuerza pública. En total se registran 51 asesinatos durante las manifestaciones. La Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas (UBPD) recopiló una estadística de 379 desaparecidos durante el Paro Nacional que rápidamente ascendió a 980 según Human Rights International.
El recuerdo de los 6402 falsos positivos, civiles presentados por las fuerzas militares como bajas en combate entre 2002 y 2008 durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, cobra fuerza a medida que las manifestaciones avanzan e historias como la registrada en Virginia, Risaralda aparecen. El caso, que fue difundido por Noticias Uno, cuestiona cómo un joven que fue detenido por la Policía durante las manifestaciones del 28 de abril, apareció muerto a 336,1 kilómetros de su hogar en Sabanalarga, Antioquia.
Otras seis organizaciones de derechos humanos denunciaron que, en Popayán, una joven menor de edad se suicidó luego de denunciar públicamente que fue víctima de violencia sexual al interior de una Unidad de Reacción Inmediata (URI). Mientras, el brigadier general Ricardo Alarcón calificó la noticia de “falsa, vil y ruin”. Sin embargo, en redes sociales se viralizó el video en el que cuatro agentes del ESMAD la sostienen cada uno de una extremidad, junto con otro video en el que otra joven de diecisiete años narra como un agente de policía le dijo que “la quería lamer, violar y que le quería bajar los pantalones”.
En medio del aparente interés del gobierno de Iván Duque de conversar con los manifestantes (a pesar de que no se ha avanzado en dichos diálogos), el consejero mayor del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), Ermes Pete Vivas, expresó que el presidente “tiene que reunirse con las personas que le han puesto el pecho a la protesta y quienes de verdad sienten la necesidad de dialogar sin intermediarios políticos”. Sin embargo, la burocracia se planta como en cualquier otro ámbito nacional. Los diálogos son escuetos y la situación en las calles se tensa cada vez más.
Vale la pena recordar que, en medio de las manifestaciones, el ministro de Deporte Ernesto Lucena confirmó que Colombia será sede de la Copa América 2021. La decisión ha sido fuertemente criticada dado el panorama socioeconómico que enfrenta el país. Además, el fútbol ha perdido fuerza como cortina de humo en Colombia. Sobre todo después de que la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC) sancionara a 17 personas naturales, a Ticketshop, Ticket Ya y a la Federación Colombiana de Fútbol (FCF), por $18.352 millones de pesos al comprobarse que, durante la eliminatoria del Mundial de Rusia 2018, personas como Ramón de Jesús Jesurún Franco, Presidente de la FCF (sancionado con $304′617.885 y quien todavía conserva su cargo), organizaran un cartel de la boletería revendiendo las entradas a más del 350 por ciento de su valor normal.
Las voces oficiales atizan el fuego. El ex presidente Andrés Pastrana declara abiertamente a medios internacionales que todo es culpa de Nicolás Maduro como parte de un plan para desestabilizar a la región. La respuesta del gobierno parece ser retar a los manifestantes a ver quién aguanta más en un vaivén ineficaz e infantil mientras niegan públicamente el descontento de la ciudadanía.
Hay contradicciones en los discursos y una evidente desconexión con los gobiernos locales. El gobernador del Cauca, Elías Larrahondo Carabalí, se pronunció en contra de las declaraciones del ministro de Defensa, Diego Molano, en donde afirmó haber identificado a los responsables del “vandalismo” en Popayán y entrega nombres de reconocidos líderes sociales de la región. Declaración alarmante en un país en el que, desde el 1 de diciembre de 2016, han asesinado a 904 líderes sociales (1176 según Instituto de estudios para el desarrollo y la paz, Indepaz) y a 276 excombatientes de las FARC, según el informe de la Unidad de Investigación y Acusación (UIA) de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
Mientras los aliados del gobierno repiten que todo es culpa de alguien más, pero nunca de ellos, las cifras crecen. Policías infiltran las marchas. Vehículos que aparecen registrados en la institución son grabados mientras civiles armados descienden de ellos y abren fuego contra los manifestantes. En Cali atentan contra puntos médicos desde camionetas particulares. Hay enfrentamientos en Medellín, Bogotá sigue protestando, Cali no ha dejado de manifestarse. Desde las calles de Buenaventura piden auxilio, al igual que en Yumbo, Pereira homenajea a sus muertos, Bucaramanga y Popayán marchan en medio del fuego y Colombia tiene mártires nuevos cada día, casi siempre de menos de treinta años.
Pero estas imágenes no son nuevas, la violencia policial se volvió en la respuesta preferida del gobierno ante el descontento social. Mientras el ex presidente y ex senador Álvaro Uribe Vélez tuitea “Apoyemos el derecho de soldados y policías de utilizar sus armas para defender su integridad y para defender a las personas y bienes de la acción criminal del terrorismo vandálico”, hay quienes obedecen y abren fuego contra civiles que se defienden con mochilas y tablas, enfrentando carne contra pólvora. Escenas que recuerdan lo sucedido durante el 9S de 2020 en Bogotá y Soacha, cuando la Policía abrió fuego indiscriminadamente contra manifestantes y asesinó a 13 personas, o a la Operación Orión.
Todo esto sucede mientras, como lo demostró el Covid Performance Index de The Lowy Institute, el país es el tercero en cuanto a peor manejo de la pandemia, sólo por detrás de México y Brasil. El panorama se puede resumir en los 3.161.126 casos de Covid que registra el Ministerio de Salud a la fecha, los 106.631 casos activos y las 82.743 muertes que aumentan diariamente en un país de cincuenta millones de habitantes.
Pese al miedo que despierta un sistema de salud al borde del colapso, los colombianos salieron a las calles a manifestar su inconformidad por la reforma tributaria presentada por el ministro de Hacienda Alberto Carrasquilla y, luego de que el proyecto fuera retirado y el ministro renunciara a su cargo, continuaron la manifestación en contra del gobierno de Iván Duque; contra la reforma a la salud (que recientemente se hundió en el Congreso) o el hecho de que la pobreza en el país, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane), llegó a 42.5 por ciento (más de 21 millones de personas). Tan sólo en el 2020 la cifra de personas pobres aumentó 3,6 millones y la de pobreza extrema 2,78 millones. Todo en un país en el que se necesitan 11 generaciones para salir de la pobreza según el informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).
Con, aproximadamente, quince mil casos nuevos de covid-19, sumados al promedio de 500 muertes diarias, el pueblo colombiano le teme más al Estado que al virus y lo demuestra en las protestas sostenidas durante tres semanas en todo el país. Mientras, Uribe Vélez invita a “Resistir Revolución Molecular Disipada”, teoría acuñada por Alexis López Tapia, ideólogo de varias iniciativas neonazi en Chile que, entre tantas cosas, afirma que Pinochet fue un demócrata.
La incertidumbre crece y se habla de un Estado de sitio, conmoción interior y más asesinatos. Hace no mucho, como lo confirmó el Observatorio de Internet NetBlocks, el servicio de Internet en Cali fue interrumpido desde aproximadamente las 4:30 p.m. del 4 de mayo, hasta la mañana del miércoles 5 de mayo de 2021. En el entremedio: miedo, terror y un pueblo incomunicado masacrado por el Estado.
Además, los “ciudadanos de bien” vestidos de camisa blanca y sombrero disparando a la minga indígena con ametralladoras y revólveres recuerdan la insoportable herencia del paramilitarismo en el país. Civiles gritándole a la minga que se vaya de su territorio, una doctora escribiendo en un grupo de WhatsApp sobre pagar a las autodefensas para que “acaben literalmente con 1000 indios, así poquitos nada más para que entiendan (SIC)”. Una imagen lamentable y un fiel reflejo del peso que arrastra Colombia desde que el narco paramilitarismo se instaló en la médula de la sociedad.
Los grandes medios se repiten hasta el hartazgo. Desde sus grandes murallas de cristal y hormigón lanzan acusaciones pueriles, hablan de vandalismo, quizás el término más repetido durante todo el Paro Nacional. Pero, como lo escribió Juan Cárdenas en su texto de opinión para la revista El Estornudo, Nombres que matan: “no veo «vándalos» por ninguna parte. A lo sumo veo gente desesperada, gente hambrienta, veo muchachos que, sin ninguna otra oportunidad, se unieron a un combo de ladrones y ahora pescan en el río revuelto de las protestas y la permisividad de las fuerzas estatales, veo personas a las que se les ha negado cualquier otra forma de vida desde su infancia, sin acceso a los derechos más elementales en uno de los países más desiguales del planeta, sistemáticamente excluidos de cualquier beneficio estatal, acostumbrados a vivir al margen de eso que nosotros, desde el bando correcto de la mercancía, llamamos un estado social de derecho. Y sobre todo, veo policías infiltrados vestidos de civil, montones y montones de agentes de seguridad poniéndose el disfraz de manifestante con intenciones «vandálicas» como lo atestiguan los cientos de videos que circulan por las redes”.
Colombia continúa en manifestaciones y lo más difícil de hablar sobre muertos y desaparecidos es que toca actualizar la cifra cada hora. Podrán cubrir murales y gritar el leitmotiv que los acompaña desde hace años: “plomo es lo que hay y bala lo que viene”, pero el Paro Nacional no parece tener un final cercano.
Indígenas, jóvenes, adultos, periodistas, fotógrafos, colectivos feministas, artistas urbanos y colombianos dentro y fuera del país todavía resisten.
Nos están matando.
*El autor es periodista colombiano y reside en Bogotá. Publicó artículos en SoHo, Don Juan, El Malpensante, El Espectador, El Tiempo y Vice, entre otros.