El proceso de licuación de los haberes jubilatorios, junto a una economía con alto nivel de informalidad, busca reflotar un sueño del presidente Javier Milei: la instauración del régimen de capitalización privado. Un fracaso que significó ese esquema en la Argentina, donde fue un buen negocio para los bancos y un mal negocio para los adultos mayores. La excusa oficial para insistir con la experiencia es que estuvo mal implementado y, otra vez, ponen como ejemplo el sistema privado que implementó Chile, el mismo que en su momento fue elogiado por el presidente estadounidense George W. Bush. Sin embargo, el modelo de Administradoras de Fondos de Pensión (AFP) que se presentaba -y presenta- como la respuesta a los problemas de pensiones bajas no solucionó ningún problema y amplió la desigualdad social.
El esquema promovía que cada trabajador ahorre de manera obligatoria el 10 por ciento de sus ingresos que iban a parar a una cuenta individual gestionada por las administradoras, instituciones bancarias que invertían ese dinero en una serie de instrumentos financieros y cobraban una comisión por el servicio. Pero lo resultados no colmaban las expectativas y varios países que habían implementado el sistema dieron marcha atrás. En la Argentina permaneció hasta 2008, cuando el gobierno de Cristina Fernández en Argentina nacionalizó los fondos privados de pensiones, un sistema mixto, donde la crema del negocio se la quedaban los bancos pero las jubilaciones las pagaba en su mayoría el Estado. Además, generaba inequidades, dado que los de mayores ingresos estaban en condiciones de hacer aportes de capital.
Los gobiernos de Michelle Bachelet y Sebastián Piñera impulsaron cambios para mejorar las pensiones, pero no colmaron las expectativas. Hasta que en 2016 se registraron enormes protestas nacionales, que bajo el lema "No+AFP" exigían el fin del sistema privado de pensiones. La población exigía a gritos cambios y movilizaciones.
El sistema chileno se rige desde 1980 por un sistema de capitalización individual obligatoria, según el cual todos los trabajadores deben depositar cada mes un porcentaje de su sueldo o ingreso en una cuenta personal de una AFP. Esos recursos tienen como objetivo financiar la pensión futura que recibirá la persona en la etapa de retiro. En cuanto a los trabajadores por cuenta ajena, el ahorro previsional se realiza mediante la cotización o depósito en una cuenta de AFP, gestión que realiza el empleador.
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A diferencia de cómo lo implementó el entonces ministro de Economía argentino Domingo Cavallo, en Chile no era optativo el sistema. Por el contrario, eran obligatorias, en una cuantía de un 10 por ciento sobre el sueldo bruto imponible a cargo del trabajador, más un porcentaje correspondiente a la comisión de la AFP. Se añadía también un porcentaje adicional de cotización para acceder al Seguro de Invalidez y Sobrevivencia (SIS), de 1,53 por ciento del sueldo, que es de cargo al empleador, para trabajadores dependientes. Al momento de su retiro, podía elegirse entre distintos tipos de fondos con rentabilidad variable.
Mitos y realidades
El sistema prometía una garantía mínima más 4 por ciento al año, en una cuenta individual Inembargable. Sin embargo, esa rentabilidad nunca fue garantizada. El argumento utilizado en dicha afirmación lo que hace es confundir el sistema de AFP con la existencia del llamado bono de reconocimiento. “El bono de reconocimiento fue creado como instrumento que permite reconocer los aportes efectuados por el trabajador en el antiguo sistema previsional, cuando ese trabajador se cambió desde el sistema de reparto al sistema de AFP. El bono de reconocimiento es el que entrega una rentabilidad de IPC + 4%, y se deposita en las cuentas de capitalización individual del trabajador sólo cuando éste se pensiona”, explica la Superintendencia de Pensiones de Chile.
Otra promesa que tentó a los eventuales aportantes fue que en 30 años la jubilación estimada sería el doble de la renta base. Esta afirmación también fue falsa. “El sistema de capitalización individual obligatoria en una AFP fue creado como un régimen de contribuciones definidas, es decir, se sabe exactamente cuánto se aporta (el 10 por ciento del sueldo bruto) y de beneficios variables, lo que quiere decir que la pensión dependerá de la contribución individual y de las rentabilidades obtenidas por los fondos de pensiones en el tiempo. Por esta razón, no es posible proyectar que las rentas de una persona al momento de pensionarse puedan duplicarse, aun cuando haya cotizado durante toda su vida laboral activa”, señala el crítico informe del ente regulador chileno.
Un punto clave, que también impacto en las inversiones argentinas, era la promesa de que sin importar cuánto ganara o perdiera una AFIP en bolsa, los controladores respondían por las pérdidas. En la Argentina, también fue falso, ya que lo primero que hacían ante malas inversiones –recordemos que con la plata de los jubilados se adquirieron acciones de empresas argentinas a precios de ‘ganga’—era recortar los bonos extras que se entregaban por plus de ganancia. En Chile, también fue el afiliado quien asume el riesgo de pérdida, cuando los fondos de pensiones obtienen retornos negativos por los instrumentos en que están invertidos.
Tanto en Argentina (hasta 2008) como en Chile, la posibilidad de que en ciertos períodos de tiempo los fondos de pensiones obtengan rentabilidades negativas o pérdidas ha estado presente desde la creación del sistema. Nunca se ha garantizado que no existirán rentabilidades negativas o que se compensará al existir estas.
Made in Argentina
En la Argentina, además, si bien en esta etapa se produjo una transformación progresiva del sistema previsional, la lógica en la asignación de derechos permaneció atada a los acuerdos que cada sector particular conseguía en su negociación con el Estado y los sectores patronales, desvirtuando el carácter solidario del esquema jubilatorio. Las diversas cajas existentes se unificaron en sólo tres correspondientes a trabajadores autónomos, del Estado y de la industria, controladas por el Estado.
Las condiciones de acceso, los niveles de beneficio y los mecanismos de financiamiento dejaron de depender de cada sector ocupacional y fueron estandarizados para la mayor parte de los grupos ocupacionales; a la vez que se uniformaron los aportes y contribuciones, que quedaron fijados en un 5 por ciento a cargo del empleado y en un 15 por ciento a cargo del empleador.
En segundo lugar, se elevó la edad de acceso a los beneficios, en el caso de los trabajadores en relación de dependencia, pasó a ser entre 55 y 60 años y, en los autónomos, entre 62 y 65 años. A su vez, se incrementó la cantidad de años contributivos como requisito de acceso a la jubilación: el mínimo de años de aportes se estableció en diez años hasta alcanzar un máximo de treinta años.
En tercer lugar, la reforma implicó que la distribución el ingreso entre la población pasiva estuviera vinculada directamente con la distribución existente en la vida activa, lo que sostuvo las desigualdades entre los estratos ocupacionales más privilegiados y aquellos con ingresos medios o bajos. "Si bien se mantuvo la lógica de reparto, la reforma de 1968 implicó un profundo cambio en el patrón distributivo del sistema previsional vigente durante el peronismo, beneficiando a los sectores de más altos ingresos e impactando de forma regresiva sobre los sectores populares", explica el informe de la Asociación Argentina de Políticas Sociales.
La fragilidad financiera del sistema jubilatorio fue una característica distintiva y se profundizó tanto por la significativa expansión de la informalidad laboral y la evasión fiscal como, aunque en menor medida, por el envejecimiento poblacional producto del aumento de la esperanza de vida y por el descenso de la natalidad.