La reciente entrevista que el presidente Alberto Fernández brindó al diario británico Financial Times, tuvo una especial repercusión en el país por su exposición de un hecho que resultaba evidente, pero nunca había sido planteado. "Francamente, no creo en los planes económicos. Creo en los objetivos que podemos establecer para que la economía pueda trabajar para alcanzarlos" fueron sus palabras, que rápidamente salieron a cruzar intelectuales orgánicos y ex funcionarios de la derecha económica, aún cuando la evidencia exhibe la dificultad, en el contexto actual, de establecer un programa de ruta en economías nacionales altamente interdependientes y bajo factores imposibles de predecir.
Y es que si los gobiernos de Perón se caracterizaron por establecer dos planes quinquenales y un plan trienal, dos de los cuales no llegaron a su fin, en la actual economía globalizada, con cadenas de valor dirigidas por multinacionales que desbordan las regulaciones nacionales, junto a un “anarco capitalismo financiero”, según la definición de la vicepresidenta Cristina Kirchner, la idea de sostener una hoja de ruta de mediano y largo plazo puede responder a un ejercicio teórico de simulación antes que de aplicación práctica, por la excesiva dependencia de las economías nacionales a las decisiones corporativas ancladas en otros países. Pero no solo el contexto global dificulta la idea de este tipo de planes, sino que también resulta evidente que, para desarrollar un programa económico dentro del capitalismo, es fundamental contar con la alianza del sector del capital, algo de lo que se carece en la Argentina, en la medida que cualquier intervención del Estado en el plano económico fue históricamente rechazada por los más podrosos grupos empresariales locales. Y es que la habitual postura del gran empresariado local, proclive a combatir cualquier planificación que no signifique la mera defensa de su rentabilidad inmediata, y a veces futura, se puede ver muy nítidamente en los comunicados que las grandes cámaras patronales, como UIA, SRA, Cámara Argentina de Comercio, y Bolsa de Comercio, emitieron bajo el paraguas de ACIEL (Acción Coordinadora de Instituciones Empresarias Libres) entidad creada en 1958 para solicitar la continuidad en la proscripción del peronismo, en APEGE (Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias), para colaborar en la instalación del gobierno de facto de 1976, en el Foro de Convergencia, para cuestionar al gobierno de Cristina Kirchner y luego respaldar al de Mauricio Macri, o recientemente en el G-6, desde donde, en medio de la pandemia, sus más importantes integrantes solicitaron mayor liberalización del mercado cambiario, flexibilización laboral, y aceptar las demandas de los acreedores externos. De hecho, la acción desestabilizadora de estas cámaras fueron claves para la interrupción de los planes económicos de los primeros peronismos.
Pero no se trata solo de la refractaria actitud por parte del sector del capital concentrado, ni del tipo de producción y finanzas que se desarrolla en el globalizado mundo actual, en un pico de inestabilidad debido a la pandemia. Y es que a estos elementos se le puede sumar el análisis empírico del fuerte contraste, durante las últimas décadas, entre los resultados del desarrollo de planes económicos y de lo que el presidente sentenció como objetivos económicos. Mientras que los primeros, impulsados con un sesgo dogmático y neoliberal por los gobiernos del menemismo y la primera y segunda Alianza, terminaron en estrepitosos fracasos, la política de alcanzar objetivos económicos, fundamentalmente aumentar el nivel de ocupación y salario real de los trabajadores que impulsó el kirchnerismo, exhibió importantes resultados. De hecho, el nombre teórico que se le asignó al período económico llevado adelante entre 2003 y 2015, “posconvertibilidad”, fue simplemente en oposición a un plan, pero poco dice del modelo que permitió al país lograr tasas de crecimiento como nunca antes en su historia, junto a una contundente disminución de del desempleo y de la pobreza.
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Por cierto, este período adoleció de otros objetivos que muchos analistas consideran claves para el agotamiento del modelo. Y es que desde ámbitos heterodoxos, fue muy fuerte la crítica hacia el hecho de que la concentración y extranjerización de la economía no haya detenido su avance, como que tampoco se haya modificado el perfil industrial legado por la dictadura militar y el menemismo, esto es una producción altamente dependiente de insumos y bienes de capital extranjeros, cuyo crecimiento demanda mayores divisas para importaciones, lo que deriva en la famosa “restricción externa”, es decir en las dificultades del país para obtener las divisas necesarias para esos niveles de importación. Sin embargo, resulta claro que la apuesta a la Ciencia y la Tecnología, clave para superar este último escollo, o el disciplinamiento del capital, para evitar la fuga de divisas y apostar a una reinversión virtuosa, excede a lo que se comúnmente se denomina como “plan económico”, pues resulta más un proyecto político de país.
Así, en un contexto marcado por una globalización anárquica, la ausencia del sector del capital para trabajar en conjunto con el Estado, y los fracasos de los planes económicos perpetrados por la derecha, no resulta menor el cumplimiento de ciertos objetivos, que en el actual gobierno inicialmente estuvieron orientados a restituir los derechos que los sectores populares vieron perder durante el macrismo. De la capacidad y decisión política que tenga en estos tiempos y el futuro, dependerá que los mismos se afiancen y formen además parte de un proyecto de país. Resta observar.