Hace poco más de un mes, el oceanógrafo Alberto Piola, investigador del Conicet, profesor emérito de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA e investigador del Instituto Franco-Argentino sobre Estudios de Clima y sus Impactos, recibió una llamada inesperada pidiéndole que se sumara a un zoom. “Cuando me conecté vi caras conocidas y pensé que era algo urgente, que querrían pedirme algún tipo de evaluación o asesoramiento –recuerda–. Pero fue para anunciarme que había ganado el premio. Estoy sorprendido y emocionado. Cuando uno ve quienes lo ganaron [en anteriores ediciones], piensa que ojalá lo merezca, porque son todos muy prestigiosos. Más allá de lo que me toca en lo personal, es fantástico porque ayuda a visibilizar una disciplina muy postergada en el país. Y la Argentina necesita desesperadamente desarrollar las ciencias del mar. Incluso para este gobierno, que tiene esta agenda tan extraña, supuestamente preocupado por la economía, estos estudios incluyen un importante factor económico, que es la pesca. Ése es el inmediato, pero está el de mediano plazo, que es la minería oceánica, la extracción de hidrocarburos, y una cantidad de recursos que uno no puede encarar de forma sustentable ni administrar en forma racional si no conoce suficientemente el mar. Nuestro conocimiento es muy fragmentado, pese a que tiene un enorme impacto”.
Entre los anteriores galardonados con el Premio Bunge y Born, que se otorga desde 1964, se encuentran Luis Federico Leloir, Carlos Bollini, Ranwel Caputto, Roberto Salvarezza, Gabriel Rabinovich, María Beatriz Aguirre-Urreta, Carlos Balseiro, Víctor Yohai, Sandra Díaz y Galo Soler Illia, entre otros. Este año también se entrega una distinción estímulo a Juan Rivera, también investigador del Conicet, un referente en el estudio de la variabilidad y cambio climático y sus impactos regionales, en particular en la región de los Andes centrales.
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Piola se sintió atraído por el mar desde chico. Estudió en el Liceo Naval, donde pudo atisbarlo, participó en decenas de campañas, pasó casi dos años en total embarcado y todavía se siente fascinado por sus misterios.
“Todas las campañas son apasionantes, porque uno pone un instrumento en un lugar y siempre aparecen cosas nuevas –cuenta–. Para la ciencia, las observaciones son una fuente de inspiración que no tiene límites. Siempre que hacemos una encontramos datos desconocidos, que nos permiten corregir nuestros modelos y motivan nuevos desarrollos”.
Recuerda que se inclinó por la oceanografía cuando llegó a sus manos un folleto del Instituto Tecnológico de Buenos Aires (ITBA), que en ese momento era el único lugar en el que se dictaba la carrera. “Me gustaba la física, el hecho de poder sintetizar en unas pocas ecuaciones, a veces simples, a veces de una complejidad que asusta, procesos naturales –explica–. Poder conectarla con el mar fue lo que creo que me atrajo. A lo largo de todas estas décadas, tuve momentos de infinita frustración, pero el balance es súper positivo. Trabajé siempre en algo que me entretiene, me divierte. Para mí fue un placer trabajar, así que probablemente me pasé del otro lado, todo el fin de semana sentado en la computadora mientras la familia esperaba. Por eso, cuando me preguntan cómo se me ocurrió estudiar oceanografía, siempre pienso que tendría que ser al revés: ¿cómo puede ser que no haya más gente interesada?”
–Usted lamenta que haya tan poca gente que se dedica a la oceanografía. ¿Vivimos de espaldas al mar?
–En muchos sentidos, sí. Pensemos que hace unos diez años se promulgó la ley por la cual se creaba la iniciativa Pampa Azul, que fue votada en forma unánime por el Congreso, por personas de distintas pertenencias partidarias, y sin embargo, ese presupuesto, que representa muy poco, porque no se aprobaron cláusulas de ajuste ni ninguna medida que dé estabilidad frente a la inflación, no está siendo ejecutado. Es lamentable. Eso hablando de los aspectos económicos, pero además están los servicios ecosistémicos, climáticos. Producto de que es biológicamente tan rico, el Mar Argentino es una esponja para absorber dióxido de carbono atmosférico, tiene un rol importante en la moderación del clima continental. Los cambios en el mar van a afectar todos estos aspectos, las pesquerías, la distribución de especies, la manera en que se organizan las corrientes y, como consecuencia, el ecosistema en general. Y estos cambios están ocurriendo a tasas jamás vistas. Cuando uno ve los veranos europeos, con temperaturas exorbitantes que nunca habían sido observadas y cada vez más recurrentes...Se baten récord tras récord. Eso quiere decir que la pendiente de estas curvas está cambiando. Están acelerándose los cambios y eso tiene, por supuesto, implicancia directa sobre nosotros. Es muy probable que los patrones climáticos continentales cambien y haya impactos desconocidos hasta ahora. Y si creemos que podremos confiar en las proyecciones globales, que no están sustentadas con información adquirida localmente, vamos a terminar en la banquina, porque los modelos climáticos de gran escala tienen déficits en escala regional y es muy importante que se hagan todas las adaptaciones necesarias para que funcionen mejor en cada lugar. Los países desarrollados se van a preocupar por sus problemas, no por los nuestros. Y lo más importante es que la Argentina tiene una calidad científica que tiene que aprovechar para desarrollar la ciencia que necesitamos.
–Los continentes están separados, pero el mar es uno solo. ¿Cómo nos afectan fenómenos que se registran en otras partes del planeta?
–Así es, el grado de conectividad es total. Solamente hay que esperar el tiempo suficiente para que los mensajes que vienen de otras regiones nos alcancen y viceversa, que nuestros problemas locales se manifiesten en lugares remotos. Pero ya hay evidencias muy claras de esa influencia. La más obvia (y la tenemos muy bien documentada porque afortunadamente hay datos muy robustos sobre eso) es la temperatura de la superficie del mar, que se monitorea desde satélites desde hace más de 40 años. Cuando uno ve el mapa de cómo está cambiando en las últimas cuatro décadas es muy heterogéneo. Hay lugares donde el calentamiento es casi imperceptible, otros donde inclusive hay leves enfriamientos, aunque el promedio sea muy positivo. Y hay otros donde el calentamiento es mucho más acelerado que el promedio. El Atlántico sudoeste es uno de esos “puntos calientes”. La corriente de Brasil, que se extiende no solamente en el litoral de ese país, sino que viene abrazando la plataforma continental, tiene un calentamiento que es unas tres o cuatro veces más rápido que el del océano mundial. Lo mismo ocurre con el Río de la Plata. Es una región donde hay un calentamiento notablemente más intenso que en los alrededores. Y por el contrario, en la plataforma patagónica austral hay un leve enfriamiento. Es súper interesante. No lo entendemos en detalle, pero estamos avanzando bastante.
–¿Qué consecuencias están teniendo esos cambios?
–Justamente, en estos momentos estoy colaborando con un grupo de expertos en pesquerías, de Uruguay y de Brasil, y lo que estamos viendo es de qué manera este calentamiento tiene impacto sobre la distribución de especies. Porque este “punto crítico” de cambio climático, también lo es desde el punto de vista de las especies, porque hay una transición muy fuerte entre las aguas (y el clima en general) subtropicales y subpolares. Eso se ve como un cambio de temperatura marcado. En el mar, es extremo: hay una región, que es la confluencia Brasil-Malvinas, donde se encuentran dos corrientes que llegan desde direcciones opuestas, y ahí tenés una transición de diez grados en diez kilómetros. Es un frente oceánico de muy alta intensidad. Lo que estamos viendo es que, producto del cambio climático, ese frente se está desplazando hacia el Sur y eso impacta sobre las especies. Y además, afecta las fronteras geopolíticas. Porque las flotas brasileñas no pescan en aguas extranjeras y viceversa, las flotas argentinas no pescan en aguas brasileñas sin acuerdos y permisos. Los recursos pesqueros están siendo afectados por el cambio del clima y se van a mover en función de esas modificaciones. Al haber un calentamiento, se mueven hacia el sur. Y las especies más explotadas en esta parte del mundo son las de agua fría: la merluza, el calamar, tienen afinidad por aguas más frías. Entonces, los recursos se van a alejar de algunos Estados y se van a concentrar en otros.
–Otro de los problemas que causa enorme inquietud en estos momentos es el de la contaminación por plásticos. Incluso se habla de una “isla de plástico” en el Pacífico. ¿Cómo está nuestro mar?
–No es mi disciplina, porque trabajo más lejos de la costa. Aclarado esto, nos encontramos con extremos. Uno es el Río de la Plata, con ciudades como Buenos Aires, Montevideo, Mar del Plata, que indudablemente impactan sobre el río y el mar. Eso es localmente, pero también desde el punto de vista remoto, porque los ríos son integradores de lo que ocurre en una gran porción del continente. La cuenca del Río de la Plata tiene selvas a miles de kilómetros de la desembocadura, pero también una intensísima actividad agrícola en la llanura pampeana. Todo eso tiene derivados que terminan en el río, que luego da al mar. O sea que ahí hay un potencial problema de contaminación, sobre todo por fertilizantes. Tenemos ejemplos muy notables de lo que pueden ocasionar. El Mississipi no es muy diferente del Río de la Plata, y allí ya hay en la boca lo que se denomina “zonas muertas”. Inyecta nutrientes al mar favorables para el desarrollo de las plantas, igual que en el continente. Por lo mismo que crece la soja, crece el fitoplancton marino. ¿Y qué pasa con esta súper producción de fitoplancton? Se descompone, porque no hay suficientes especies que puedan consumirlo. Entonces se muere, se hunde, eventualmente llega al fondo y cuando empieza a descomponerse en el fondo, lo que hace es absorber oxígeno del agua. Libera todos los productos químicos asociados con la descomposición y liquidan el oxígeno disuelto en el agua. El agua sin oxígeno, por supuesto, no es apta para la vida, porque los peces respiran el oxígeno que está disuelto. Si no hay, los que pueden huyen del lugar. Los que son bentónicos [asociados con el fondo acuático], no tienen futuro, porque no pueden desplazarse.
–¿Se conoce lo suficiente o el océano todavía es un misterio?
–Nos falta mucho por investigar. En los últimos tres o cuatro años, hubo campañas oceanográficas en las que se descubrieron, por ejemplo, corales de agua fría, de los cuales había información muy pobre. Ahora ya no solo empiezan a haber muestras, sino también videos, donde se puede observar cómo están distribuidos. Comenzamos a entender qué rol cumplen, porque crean ecosistemas, otros organismos que aprovechan los arrecifes de coral para su ciclo de vida. Estos son bastante distintos de los tropicales, tan famosos, que están padeciendo el cambio climático. ¿Cómo pueden llegar a evolucionar en función del cambio climático [estos corales fríos]? No sabemos, apenas acabamos de descubrirlos.
–¿En el país se estudia suficientemente el mar?
–Una de las cosas que falta son estaciones de monitoreo. Aunque aprendimos mucho de la temperatura en la superficie, el conocimiento subsuperficial es mucho más complejo y costoso, porque exige poner instrumentos en el agua. Desde un satélite, no podemos medir las temperaturas por debajo y no sabemos hasta qué punto los cambios están correlacionados con lo que se observa en la superficie, porque tenemos muy pocas observaciones profundas. Con [el programa] Pampa Azul se empezó a montar una red de observaciones costeras y eso está parcialmente en marcha. El plan era poner apenas tres estaciones de monitoreo. ¡En todo el litoral argentino! Pero era una manera de empezar a recolectar estos datos para tener información, y también para poder aprovechar más los satélites, porque (ésta es una hipótesis mía), muchas de las variaciones [en la profundidad] probablemente están correlacionadas con lo que ocurre en la superficie, y los satélites tal vez podrían darnos información indirecta de lo que ocurre por debajo. Lamentablemente, esto no pasa de ser un sueño, no hay evidencia todavía de lo que está pasando, ni de hasta qué punto podemos aprovechar lo que observamos en la superficie para tratar de determinar lo que ocurre en el fondo. Todo eso ahora está congelado.
–¿Tenemos suficientes recursos humanos y embarcaciones?
–En oceanografía física, que es mi disciplina, somos muy poquitos. Acá en Buenos Aires, hay algunos, en la UBA y en el Servicio de Hidrografía Naval, en el Instituto Antártico hay un par, en Mar del Plata, dos o tres más, en Puerto Madryn, en Tierra del Fuego… Somos apenas un puñado y la diversidad de problemas es gigantesca. La Argentina tiene barcos oceanográficos. Uno de ellos es el viejo “Sonne”, de Alemania, que cuando construyó el nuevo le vendió el anterior a la Argentina. Ahora se llama “Austral”, está en Mar del Plata y es del Conicet. En este momento, su uso está totalmente limitado, está navegando casi por una casualidad, porque tiene un convenio con Y-TEC, que está financiando una campaña que debe estar por terminar en los próximos días. Es un barco muy lindo, muy antiguo, pero que en las décadas que estuvo al servicio de la investigación en Alemania fue muy bien mantenido. Ahora, por supuesto, está sufriendo el rigor de estar trabajando en un país como el nuestro. Este mantenimiento es muy inferior al que recibía antes y su grado de deterioro va acelerándose rápidamente, pero igual sigue siendo una plataforma fantástica. Con buenas comodidades para la tripulación e investigadores, y muy buenos laboratorios.
–Pasó casi 300 días embarcado. ¿No sufre de náuseas?
–Por suerte, no. Desde el punto de vista psicológico es tremendo, porque uno está embarcado por muchos días y no tiene salida. Y además, cuando alguien se baja por sentirse mal es un vacío que hay que llenar, porque cada persona tiene una tarea importante. Trabajamos las 24 horas, en equipos que se van reemplazando. Mientras uno come o duerme, el otro sigue, y cuando falta uno es un problema porque hay que reemplazarlo.
–¿En tantos años, le tocó estar en una circunstancia difícil, riesgosa?
–Sí, por supuesto. Alguna vez en el pasaje Drake y en otra oportunidad, no muy lejos de las costas de Uruguay, no hace tanto. En una campaña con el buque “Puerto Deseado”, nos agarró un ciclón extratropical. Una tormenta que afectó las costas de Uruguay y ocasionó daños enormes en los balnearios. Duró unas 14 horas y llegó a tener vientos de 125 kilómetros por hora. Ahí ya no se trata de un malestar, sino más bien de experimentar la sensación de que somos muy chiquitos y podemos hacer muy poco frente a ese tipo de adversidad. Si hubiera sido un barco más chico, hubiera sido realmente muy peligroso.