Tomás Simes nació en el mismo lugar en el que murió su padre: la Librería Simes. Si bien el negocio es, más que nada, una librería, también tiene artículos de juguetería y, en sus comienzos, supo vender “de todo”. Fue fundado en 1939 por el padre y la madre de Tomás, Tufic Simes, y Victoria Nahra, ambos libaneses, de un pueblo llamado Duma.
Actualmente al negocio lo manejan Tomás y Pablo, uno de sus hijos. Además de los típicos útiles escolares y materiales para oficinas, en los mostradores hay muñecas de la década del ‘70, autitos, juguetes de madera, trompos, rompecabezas, ediciones antiguas de algunos cuentos clásicos para chicos y los famosos “cuadernos de fiado”.
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Hace pocos días, el escritor argentino Martín Kohan le dedicó una de sus columnas semanales a esta librería y resaltó la particular relación que entabla con el pasado, de una manera amorosa y que nos pone en contacto con otro modo de la existencia. Simes no quiere ser un museo, pero Tomás y Pablo, saben que allí venden reliquias y las cuidan como un tesoro.
El local ocupa una de las esquinas de Jufré y Scalabrini Ortiz, en el barrio porteño de Villa Crespo, y tiene la vivienda atrás, como aún es habitual en muchos locales familiares.
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La Librería Simes huele a papel y a madera. Toda la herrería del negocio data desde hace un siglo y algunas de las estanterías de madera originales se mantienen intactas. Uno de los mostradores que aún se utilizan, fue hecho por Tufic, con sus propias manos, con ayuda de un vecino carpintero.
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Una historia familiar
Tufic Simes llegó a Argentina en 1922. Victoria, la mujer que después se convirtió en su esposa, había llegado unos años antes. Ambos habían nacido y crecido en Duma, pero se conocieron en 1929 en la ciudad de Córdoba. “Mi abuelo lo mandó para allá porque le dijo que tenía que casarse y en Córdoba había una colectividad libanesa importante, todos oriundos del pueblo de Duma”, cuenta Tomás en diálogo con El Destape.
Tufic era periodista, había vivido un tiempo en Francia y escribía para el diario sirio libanés. Firmaba sus artículos con el seudónimo “El Rebelde” y escribió un libro llamado “En busca del ofir”, que quiere decir “riqueza”. “El título remitía a la búsqueda del bienestar”, relata Tomás. “Él decía que este era un país hermoso, entre otras cosas, porque en pleno invierno no nevaba”, agrega entre risas.
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En 1934 Tufic y Victoria se casaron y se fueron a vivir a un departamento ubicado en Reconquista y 3 Sargentos, cerca del puerto. Tufic, que había vivido un tiempo en Francia, comenzó a trabajar en el Banco Francés y eso le permitió acceder más fácilmente a una de las propiedades que el banco regenteaba. “Líbano había sido un protectorado francés después de que se retiraran los Otomanos, entonces les daban prioridad”, explica Tomás, de 75 años.
Los dos primeros hijos de Tufic y Victoria nacieron en aquella vivienda, pero un tiempo después la familia se mudó a la propiedad de Jufré y Scalabrini Ortiz donde empezó a funcionar el negocio en la parte delantera. Al tiempo nació Jorge y en enero de 1949 Tomás. “Yo nací acá, en la segunda habitación. Llamaron a la partera y nací a las 2 de la mañana, así que mi mamá siempre me decía: ¡jodiste desde que naciste!”.
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En sus comienzos, el negocio se llamó “Casa Tufic Simes”. Comenzó siendo un negocio de ramos generales y era famoso en el barrio porque vendían “de todo”: corpiños, medias de seda, medias para chicos, lápices, peines, peinetas, boinas, jabón, jabonetas, detergente, pintura para cuero y perfumes nacionales, como Brisa del Mar y Claro de Luna.
“Mis viejos compraban grandes cantidades para buscar mejor precio. Entonces compraban el jabón en cajas, sin envolver ni nada. Mi mamá nos hacía envolver, a mis hermanos y a mí, el jabón blanco en el patio de la casa. Ellos tenían sangre comerciante así que sabían cómo se hacían las cosas”, describe.
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En aquella época, Villa Crespo era una zona de casas bajas. Tomás recuerda una infancia en la que se jugaba a la pelota y las escondidas en las calles. Por la avenida Scalabrini Ortiz pasaba el tranvía, uno iba hasta Palermo y otro a Flores. “Los sábados a la noche daban cine acá a mitad de cuadra durante el verano”, recuerda.
Con el tiempo el negocio se fue acomodando y Tufic empezó a incorporar artículos de juguetería, y después de librería. “Fue progresando. Cuando una persona abre un negocio es para sobrevivir y progresar y siempre busca la veta”, resalta Tomás.
Tufic era de la generación “compre nacional” y compraba en cantidad cuando las fábricas argentinas cerraban. El negocio aún tiene reglas y escuadras de madera de la década del ’40 en las que se puede leer con claridad “Industria nacional”.
Tufic falleció en 1969 en esa misma casa. Cerró el negocio, se bañó y, muy acorde a las costumbres de esa época, se sentó a esperar que su mujer le trajera la comida. Terminó de comer e hizo lo que hacía siempre: puso una silla para apoyar las piernas y prendió la televisión. Siempre se lo escuchaba reírse y al tiempo se producía un silencio que se interrumpía con los gritos de Victoria que lo retaba por quedarse dormido ahí y no en la cama. “Esa noche, mi madre empezó a gritar: ‘¡Tufic, te dije mil veces que no quiero que duermas acá, anda a dormir a la cama!’, pero él nunca se despertó”.
La librería de Villa Crespo
El negocio primero se llamó “Casa Tufic Simes”, después fue “Casa Simes e hijos” y más tarde, como el local lo empezó a administrar Tomás, pasó a ser “T. Simes” pero ahora por la “T” de Tomás.
Durante la década del 70 el local se afianzó como librería escolar y de oficina y llegaron a tener 14 empleados. Los cuatro hermanos, Jorge, Antonio, Juan y Tomás, fueron ocupando distintos roles dentro del negocio. En 1974 Tomás “no quiso saber más nada” con eso de trabajar y vivir en el mismo lugar y se mudó a un departamento en el barrio de Colegiales. Unos años después, se construyó una casa en el barrio de Villa Crespo para estar más cerca del negocio.
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Mientras tanto, Tomás conoció a su mujer Susana, y su familia se fue ampliando con la llegada de sus tres hijos: Marcela, Emiliano y Pablo, que también se criaron dentro del negocio entre reglas, escuadras y hojalillos.
“Cuando éramos chicos envolvíamos jabones con nuestra abuela y siempre le pedíamos un juguete a cambio. Más tarde hacíamos las cotizaciones grandes de escolares. Por ejemplo, te llamaba Abrasivos Argentinos y te pedía 250 bolsas de escolar y con mi hermana armábamos todo acá en el patio y lo poníamos en cajas”, describe Pablo.
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Durante la década del ’90, cuando se encontraba terminando la escuela primaria, Pablo comenzó a trabajar en el negocio de manera oficial. A la mañana iba al local y a la tarde, al colegio. “Yo siempre fui del mostrador”, afirma.
Padre e hijo saben que su negocio no es una librería más y están orgullosos de tener artículos que no se consiguen en ningún otro lado: tienen reglas de China de la época de Mao. “Las vendemos como una antigüedad. Hay de hasta 50 centímetros”. También hay reglas de Baquelita y de las plegables que en la década del ´50 “se fabricaban a granel”. Además, ofrecen las antiguas libretas que para Tomás “eran los celulares de antes”, porque guardaban teléfonos y direcciones de los registros civiles, policlínicos, los principales hoteles, estaciones de radiofonía y televisión, compañías navieras, cuerpos diplomáticos, salas de espectáculos, cines, teatros, iglesias, un lugar para escribir fechas íntimas y hasta un pequeño mapa que explica cómo cambian los nombres de las calles al cruzar Avenida Rivadavia. Todos los números telefónicos comienzan con características de dos dígitos.
“Nosotros conocemos a los clientes de toda la vida, para el barrio yo siempre fui ‘Tomasito’. Acá al lado hay un centro de jubilados y cuando las señoras pasan me saludan y me preguntan si me acuerdo de cuando venían a comprar útiles para sus hijos, que ahora tienen mi edad aproximadamente. ¡Cómo no me voy a acordar!”, afirma Tomás.