El 4 de marzo de 1918, Albert Gitchell, cocinero del campamento militar Funston, de Fort Riley, Kansas, se despertó con fiebre, dolor de cabeza y de garganta. Horas más tarde, un centenar de sus compañeros exhibían los mismos síntomas. Al mes, el hospital de la zona necesitó un hangar para atender a los enfermos que seguían multiplicándose.
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Según los registros históricos, fue con Gitchell, hace exactamente 104 años, que se iniciaba la pandemia más mortífera de la historia, la gripe de 1918: causó entre 50 y 100 millones de muertos (pero en una población mundial de 2000 mil millones de personas), lo que equivaldría a 200 millones de fallecimientos en la actualidad. Una de cada tres personas se infectó, fue la ola de muertes más grande desde la peste negra y murieron, al menos, el doble de personas (y en más territorios) que en toda la Primera Guerra Mundial.
Lo cuenta Juan Manuel Carballeda en su apasionante y encantador (a pesar del tema) Fiebre. Breve colección de epidemias (El Gato y la Caja, 2021), en el que revisa seis de las que antecedieron a la actual. Vista a la distancia, y a pesar de las diferencias que impone la enorme brecha tecnológica y de conocimiento que media entre aquella y ésta, llaman la atención las múltiples coincidencias que exhiben.
Una es que ambas se propagaron como la pólvora por un factor clave: la gran movilidad de las personas. La de 1918 la llevaron a Europa los soldados que partían a pelear en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial; la de 2020 se dio en un mundo interconectado en el que se vendían mil millones de pasajes aéreos anuales, y ya era rutina abordar el avión en un continente y despertarse en otro a la mañana siguiente.
“El 4 de marzo empezaron los primeros casos allá, en Kansas, Estados Unidos, justo en medio de una guerra, algo que fue fundamental para la dispersión del virus –cuenta el autor, que además es virólogo e investigador del Conicet en la Universidad Nacional de Quilmes–. Siempre pienso que el transporte masivo es uno de los grandes cambios que le hicimos a nuestro ambiente. Cuando nos desplazábamos despacio y en grupos pequeños, la expresión de las enfermedades era mucho más lenta. Un barco de Europa a América tardaba varias semanas en hacer el trayecto y, si alguien se enfermaba, o se curaba o se moría en el barco. Hoy uno puede incubar la enfermedad en un lugar y transmitirla en otro. A principios del Siglo XX, una guerra era una de las pocas situaciones en las cuales los seres humanos nos movíamos masivamente”.
Antiguos compañeros
Aunque fue la primera epidemia posterior a que Pasteur demostrara que las patologías no se producían por “miasmas”, espíritus o caprichos divinos, sino que involucraban la acción de patógenos o microorganismos, todavía nadie había visto un virus. “De ellos, se sabía que podían infectar, que eran mucho más chicos que las bacterias (unas 100 veces), pero todavía no había microscopios electrónicos –cuenta Carballeda–, que se inventaron 15 años después. Se pensaba que la gripe era producida por una bacteria, el bacilo de Pfeiffer, lo cual era tremendo, porque el diagnóstico se hacía buscando algo que no causaba esa enfermedad. En cambio, nosotros pocos días después de que se detectara el SARS-COV-2 teníamos caracterizado el patógeno y secuenciado su genoma. En dos años ya tenemos cientos de miles de secuencias publicadas y eso nos permite entender en tiempo real cómo va evolucionando”.
A partir de análisis genéticos, geolocalización de los primeros casos y actividad en las redes sociales, la semana última se dieron a conocer dos extensos estudios (todavía sin publicar en revistas con referato) que indican que el nuevo coronavirus habría saltado a las personas, en dos ocasiones, desde animales silvestres que se comercializaba en un mercado de Wuhan, China.
En contraste, el de la influenza es un virus que acompaña a la humanidad desde hace siglos. Para hacerse una idea de la estrecha relación entre este microbio y nosotros, antes de la pandemia de 1918 hay otras diez registradas. La primera data del 1500. Pero sus características intrínsecas hacen difícil dilucidar su evolución.
“El virus de la influenza tiene un genoma segmentado, que puede reacomodarse y mezclarse –destaca Humberto Debat, virólogo del INTA e integrante del grupo PAIS de monitoreo genómico–. Dos de esos segmentos son muy importantes para lo que tiene que ver con la unión a receptores y la replicación, que son los famosos H (de ‘hemaglutinina’) y N (de ‘neuroaminidasa’). Existen por lo menos dieciocho versiones descriptas del primero y unas 11 del segundo. Eso hace que se puedan generar unas 198 combinaciones diferentes. Se llaman ‘subtipos’ y están adaptados en especial a ciertos huéspedes, como aves, cerdos, perros, etcétera”.
Dado que en esa época tampoco existía la secuenciación, es muy difícil saber cómo era el virus que circulaba antes de la pandemia. La de 1918 la causó el subtipo H1N1, similar al que generó la de 2009. “Entre las características que tuvo esa epidemia figura que la primera ola no fue tan letal (tuvo tres muy marcadas y una cuarta un poco más localizada, hasta que se dio por terminada o por lo menos el virus siguió circulando, pero en formas más leves, que no generaron focos de mortalidad importante) –subraya Debat–. La segunda se cuenta entre las de mayor mortalidad registrada por un virus. Prácticamente todas las muertes estaban asociadas con infección bacteriana oportunista del tracto respiratorio superior que bajaba al inferior por el daño en bronquiolos. Este H1N1 suele generar lo que se le llama ‘tormenta de citoquinas’, un fenómeno del que escuchamos mucho en estos dos años porque también lo hace el SARS-CoV-2. Es una hiperinducción del sistema inmune innato que a su vez promueve un proceso inflamatorio importante que puede desencadenar cuadros severos”.
Días de guerra
Se discute sobre las reales razones del enorme saldo de muertos que dejó esa pandemia. Muchos lo atribuyen más que al virus, al contexto global de pobreza y penurias causadas por la guerra: el sistema sanitario global colapsado, problemas de higiene, de nutrición, poblaciones diezmadas... Todos ingredientes de un caldo de cultivo propicio para que una enfermedad respiratoria hiciera estragos.
En su libro, Carballeda precisa que en 2005, a partir de los pulmones de una persona que había muerto en Alaska en 1918 y había permanecido congelada en permafrost, y de muestras preservadas en formalina, se pudo obtener la secuencia completa del genoma de la gripe llamada española. “A partir de esa secuencia y en un trabajo que trajo mucha controversia, se pudo generar artificialmente, en el laboratorio, el mismo virus exacto de esta historia –escribe–. En contraste con las cepas que circulaban en 2005, el de 1918 causó muertes en ratones y en huevos de gallinas embrionados, y mostró una capacidad muy aumentada de replicación en células humanas. Dicho de otro modo, el de la pandemia de 1918 demostró ser mucho más agresivo. Afortunadamente, dejó de circular en 1920. Nadie sabe bien por qué”.
También entonces se discutió sobre cómo manejar la pandemia en las grandes ciudades. Enseguida se advirtió que la medida más efectiva para prevenir la enfermedad era el aislamiento y muchas ciudades declararon la cuarentena obligatoria. Pero otras se rehusaron. Entre ellas, Nueva York, la más cosmopolita de la época y el puerto del que partían las tropas hacia Europa. “Allí, Sara Josephine Baker, jefa de Higiene Infantil del Departamento de Salud de Nueva York, recomienda no suspender las clases –cuenta Carballeda–. Y es curioso porqué toma esa decisión: porque los chicos entendían inglés y el idioma nativo de sus padres; entonces, eran fundamentales para transmitir conocimiento. Si pensamos en la pandemia actual y en los medios de comunicación que tenemos, es interesante analizar cómo se comunicaba en ese momento y cómo lo hacemos ahora, con esta masividad de herramientas que también nos traen problemas”.
En esos días, la prensa hegemónica ocultaba lo que estaba pasando. Por orden del entonces presidente Woodrow Wilson había que abstenerse de dar malas noticias para mantener alta la moral de la población. Pero el diario de Gunisson, un pueblito de Virginia de 1300 habitantes, decidió no hacer caso y contar la verdad. Publicaba titulares como “La gripe nos persigue” y otros por el estilo. Además, en el pueblo se declaró una cuarentena total, clausuraron todos los espacios cerrados y prohibieron las reuniones en la calle por cuatro meses. Y funcionó: no tuvieron ni un caso registrado.
“Hubo una guerra de noticias falsas –destaca Debat–. Incluso el nombre de ‘gripe española’ es incorrecto desde el punto de vista histórico, porque los primeros casos reportados fueron de los Estados Unidos, y poco tiempo después, en abril, de Francia. Pero, por supuesto, en el contexto del enfrentamiento bélico uno no podía andar diciendo que en su país se estaba muriendo la gente por gripe. Y entonces España, que era neutral, fue la que informó la realidad de lo que estaba sucediendo”.
Desembarco en la Argentina
A la Argentina, la gripe de 1918 llegó el 17 de septiembre de ese año a bordo del vapor francés Ligier, que arribó al Dique 4 de Dársena Norte con 171 pasajeros, cuenta Carballeda. Había zarpado de Burdeos, Francia, y en su camino había hecho escalas en Dakar, Salvador de Bahía, Rio de Janeiro, Santos y Montevideo. Según el Departamento Nacional de Higiene, causó 15.000 muertes, sin contar gran parte del territorio que no tenía registros epidemiológicos. “Se cerraron los teatros y se suspendió el fútbol hasta principios de 1919”, recuerda.
Para Pilar Fernández, investigadora argentina que trabaja en el Instituto de Salud Global Paul G. Allen, de la Universidad del Estado de Washington, en los Estados Unidos, algo singular es que la trayectoria de la pandemia de Covid fue similar a la de la gripe española, a pesar de los avances que podrían haber controlado la transmisión mucho antes. “Fue muy importante el rol del comportamiento humano y la comunicación, ahora y en 1918 –subraya–. La gran ventaja que tuvimos nosotros fue disponer de vacunas”.
“La de 1918 terminó en un equilibrio endémico; la mayoría de los virus actuales de la gripe estacional están relacionados con aquel H1N1 –dice Fernández–. Esto significa que la pandemia nunca terminó. Parece que con Covid estamos yendo hacia un escenario bastante similar. Hay que observar qué ocurre en los próximos años, pero es muy posible que también persista de manera estacional”.
Otra de las similitudes entre la gripe “española” y el Covid es que H1N1 era originalmente un tipo de influenza aviar (en 2009 la conocimos como “gripe porcina”). “No sabemos cuál fue la dirección del ‘derrame’, si de humanos a animales, o de animales a humanos, pero tiene que ver con la cercanía de estas dos especies y los modos de producción de alimentos –agrega–. En Covid, estamos viendo que hay diferentes hospedadores infectados naturalmente. Sabemos que en ciervos hay circulación y que hubo un primer caso de transmisión de ciervos a humano, con lo que existe el potencial de nuevas variantes y una nueva pandemia. Es muy posible que empecemos a ver más de estos eventos de ‘derrame’ de patógenos compartidos. Estamos en la era de las pandemias. Lamentablemente, dudo que habrá que esperar muchos años para ver otra”.
Hoy, la Organización Mundial de la Salud recomienda no adjudicarle a un patógeno el nombre de un lugar para evitar la estigmatización, pero la gripe española tuvo muchas denominaciones. En Senegal se la llamo “brasilera”, en Brasil, “alemana”, en otros lugares, “francesa” o “americana”. Por eso, la desaprobación que generaban los dichos de algún mandatario que se referían al SARS-CoV-2 como “el virus chino”. En las crónicas de estos días, a la pandemia que estamos viviendo se la conocerá como la de Covid-19.