"La expectativa de que la solución al cambio climático vendrá de la mano de la tecnología es una ilusión"

Sergio Federovisky, viceministro de Ambiente, considera que hay que cambiar el rumbo para mitigar los efectos que ya está teniendo el calentamiento

27 de marzo, 2022 | 02.01

Biólogo, periodista, profesor universitario, Sergio Federovisky, viceministro de Ambiente y Desarrollo Sostenible de la Nación, hace más de tres décadas que se enroló en la preservación del planeta. Lo hizo como investigador de la UBA, reportero y editor de medios gráficos, conductor de programas de radio y televisión, miembro del consejo directivo de Acumar y docente en la Universidad Di Tella. Participó en la "Cumbre de la Tierra" de Rio de Janeiro, y en el encuentro en el que se firmó el Protocolo de Kyoto. A lo largo de todo este tiempo, escribió una decena de libros y ocupó un puesto en primera línea en los esfuerzos para detener la crisis ambiental. Pero hoy, aunque su compromiso es inalterable, su visión sobre la dirección de los acuerdos globales es escéptica y llama a la controversia. "Hay un discurso poco realista. Y que le exige a países como la Argentina lo que no le exige a China, a Estados Unidos, a la Unión Europea", afirma, a pocos días de la publicación de un nuevo informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático.

–¿Qué expectativas le despierta el nuevo informe sobre mitigación del IPCC que se conocerá en pocos días?

Intuyo que los esfuerzos que se están poniendo en los procesos de descarbonización es muy posible que lleven al mismo resultado al que arribaron en los últimos 30 años los intentos de recortes en las emisiones de gases de efecto invernadero; no van a dar cuenta de una reducción significativa. Porque la economía va en una dirección distinta de la que está planteando el IPCC y de la que presuntamente deberíamos tomar en materia de transición energética. Así, los esfuerzos son localizados, casi en escala piloto, no nos mueven el amperímetro. Los compromisos están virtualmente condenados a no cumplirse, justamente por la necesidad de desarrollo de los países de renta intermedia (como se les denomina ahora), como la Argentina, cuya exigencia es crecer económicamente.

–¿Esto significa que hay dos canales paralelos: por un lado el de las intenciones, el del discurso, en el que todos parecen coincidir, y por el otro, el de la práctica?

–En el caso particular de la Argentina es muy ostensible, porque aún con el planteo ético que supone la necesidad de pasar a las energías renovables, tiene una cantidad enorme de obstáculos objetivos para hacer esa transición. Como muchos países similares, tiene que crecer como un imperativo para poder resolver la pobreza interna y cumplir con el mandato de reducción de emisiones, pero ésta no es determinante en escala global, porque lo que puede reducir la Argentina al mundo le hace cosquillas.

–Sin embargo, per cápita, nuestras emisiones no son tan desdeñables…

Sin dudas, desde ese punto de vista, estamos entre los que tienen una cantidad de emisiones importante. Pero eso es estadística pura. Si uno mira en escala global, que la Argentina cumpla con su perfil de carbono cero para 2050 tiene una incidencia casi nula. Es importante, porque hace que el país esté integrado dentro de la ética de la época y de los compromisos internacionales, pero el mundo no va a cambiar porque cumplamos con esos compromisos. Y eso subyace la discusión, porque muchos se plantean que hay que avanzar en ese rumbo, pero ¿a costa de qué y con qué beneficio?

–¿Piensa que el país pone en riesgo su crecimiento económico para cumplir con una baja de emisiones que no aporta mucho al control del calentamiento?

Para decirlo crudamente, hay una especie de injusticia global que es la siguiente: supongamos que la Argentina disminuye fuertemente su exploración y explotación de yacimientos de hidrocarburos y hace una transición energética potente, ¿y el resto de los países? Estaríamos bancando la contaminación y la emisión de gases de efecto invernadero de países que están económicamente muy lejos de nosotros. Pero hay otra cosa que me preocupa más. Yo no digo que haya que abandonar la batalla por la disminución de las emisiones, pero creo que seguir poniendo el foco, después de 30 años de fracasos sucesivos, en algo que, en el caso de cumplirse, va a tener efectos muy a largo plazo, es poco inteligente. Supongamos que mañana el mundo reduce las emisiones, las lleva a cero. Los efectos positivos se van a ver quizás dentro de 50 u 80 o 100 años. Por lo tanto, estamos persiguiendo algo que es correcto desde el punto de vista ético, es correcto desde el punto de vista de la apuesta que tenemos que hacer a futuro, pero cuyos efectos van a ser beneficiosos de acá a tres generaciones. La pregunta que me hago es ¿qué está haciendo el mundo? ¿Y qué está haciendo el IPCC? ¿Qué están haciendo las Naciones Unidas y qué están haciendo los Estados para combatir los efectos que ya está provocando el cambio climático? Y ahí es donde tenemos un problema. Porque países que no son muy contaminantes, como la Argentina, entre otros, están entre los que resultan más afectados por los efectos del cambio climático. ¿Qué le estamos ofreciendo a la sociedad para enfrentarlo? ¿La varita mágica de que tenemos que reducir las emisiones? Eso no va a reducir las sequías, las inundaciones, los incendios forestales, los tornados, los ciclones que están ocurriendo hoy. Estamos en un momento en el que debemos aceptar que el cambio climático es algo que está operando y que las políticas de adaptación reales, no discursivas, tienen que ser un imperativo, porque de lo contrario estamos perjudicando o no estamos haciendo lo necesario para ayudar a la población a superar esas situaciones.

–¿Cuáles a su juicio, deberían ser las áreas prioritarias de intervención?  

–El gran problema es que todavía seguimos creyendo que la solución es de orden individual y no colectivo. Depende de la responsabilidad de cada uno. Yo lo hago, vos lo hacés, el otro no lo hace y seguimos así. El punto es que la ciencia, para poder trabajar sobre la adaptación, tiene que reconocer su incapacidad para intervenir en la complejidad social. Porque eso implica discutir modelos de producción agropecuaria, dónde están asentadas las poblaciones de riesgo, criterios de adaptación determinantes a la hora de reducir el impacto de los efectos del cambio climático. Y allí no se está trabajando. Ya tenemos escenarios sobre los cuales podemos trabajar sabiendo que son distintos de lo que eran hace 30 o 40 años atrás. Los procesos de sequía en Argentina son diferentes y más agudos que hace cuatro décadas. Los regímenes de lluvia, también. ¿Qué estamos haciendo como Estado y que están haciendo los estados en otros países para tener políticas de adaptación a esa nueva realidad? Si cambió el clima, quiere decir que cambió nuestra situación respecto de los recursos naturales, del asentamiento de las poblaciones. Evidentemente, no tomamos nota de eso. Se discute muy poco en los foros internacionales, casi nada. El riesgo es que los cambios de adaptación a un nuevo escenario climático termine haciéndolos el mercado que siempre los hace perjudicando a los más vulnerables.

–Así como la tecnología nos metió en esto, muchos esperan que nos ofrezca el camino de salida. ¿Hay intervenciones promisorias a la vista?

–Soy naturalmente reticente a creer que las soluciones que modifiquen la realidad  vayan a provenir de la tecnología. Por supuesto, la tecnología es útil, pero radicar nuestras expectativas solo en eso creo que es una ilusión. La tecnología nunca está divorciada de quien la ejerce, de quien la incorpora en el mercado. Y esto no es una posición ideológica, es una descripción de lo que pasó en el siglo XX. Pensemos en el ejemplo del agujero de ozono. Fue quizás el antecesor del cambio climático como problema ambiental global y de alguna manera está en vías de solución, justamente porque el mercado encontró un sustituto válido para sus intereses de los gases clorofluorocarbonados (CFCs, cuyo empleo en aerosoles, pinturas, refrigeración fue prohibido). No veo ningún sucedáneo posible en materia de cambio climático para la energía fósil. Que tenga la escala, penetración económica, posibilidades de replicación que permitan resolver ese dilema. Puede ocurrir, pero no lo veo.

–¿Entonces, cuál sería la alternativa?

–¿Y si no hay solución? ¿Tiene que haberla necesariamente? Porque si no hay solución, significa que el mundo va a seguir más o menos como hasta ahora, pero no va a desaparecer. Y aquí es donde hay un pronóstico del que en general nadie quiere hablar: lo que sobrevendrá no es el Apocalipsis, no es la desaparición de la humanidad en su conjunto. Es una enorme sobreadaptación a condiciones adversas. Los que tengan la capacidad  económica, política, institucional para hacerlo lo van a lograr. Y quienes no quedarán en el camino, como fue siempre. La catástrofe climática no va a provocar la extinción de la humanidad. Por lo menos, no creo que esté previsto eso para los próximos 200 años. Por lo tanto, lo que vamos a ver es una letanía en la que muchos irán quedando en el camino y donde cada vez más los conflictos van a estar asociados con estas cuestiones.

–Sin embargo, si sigue aumentando la temperatura, la realimentación de los mismos mecanismos que están provocando el ascenso la van a llevar a un nivel en el que la adaptación va a ser casi imposible.

–Si eso ocurre, que es plausible que pueda suceder en algún momento, lo que vamos a ver son soluciones tecnológicas para quienes puedan comprarlas. Percibo más interés en resolver esos  desafíos que el gran problema de la crisis climática. Puedo equivocarme, pero me parece que por muchísimo tiempo tendremos una economía tan dependiente y con una lógica adaptada a producir energía a partir de los hidrocarburos, que me cuesta muchísimo imaginar un mundo que se independice de ellos.

–¿Y los autos eléctricos, las celdas solares, los molinos eólicos…?

En los últimos años, se incrementó como nunca la cantidad de parques eólicos, se multiplicaron los parques solares, se incorporó la electromovilidad.... Y sin embargo, no solamente no cambió la matriz energética, sino que, por el contrario, tenemos más emisiones que antes.

–¿Vamos, entonces, hacia un futuro distópico del cual por ahora parece imposible escapar?

–A ver, pongámonos al revés. Si nos hubieran preguntado a comienzos de la década del 80, si 40 años más tarde tendríamos un empeoramiento tan colosal en materia climática, ¿qué hubiéramos dicho? Seguramente hubiéramos anticipado que el mundo no iba a permitir eso. Y acá estamos. ¿Si fuese tan sencillo como reemplazar tecnologías, por qué no se hace? No hay países que hoy tengan menos emisiones que hace 30 años. En ese lapso, China multiplicó por cinco las suyas. No hay en la estadística países que la hayan reducido. Siempre recuerdo que el protocolo de Kyoto, firmado en 1997, planteaba volver en 2000 a las emisiones de los años 90. Y ahora, más de dos décadas después, la discusión es cómo hacemos para estabilizarlas, ya no se habla de volver para atrás. Todo el mundo considera que es inviable. Me parece que hay algo en lo métodológico, en lo conceptual, que está fallando. Hay un discurso poco realista. Y que le exige a países como la Argentina lo que no le exige a China, a Estados Unidos, a la Unión Europea.