26 de octubre, 2022
Paco Urondo revisitado
Distanciados en 1964 durante la edición del último número de la revista Zona de la poesía americana, el poeta y el dibujante vuelven a encontrarse en una entrevista para el semanario JUAN (ver). Esta es la historia de los encuentros y desencuentros de «dos modelos antagónicos del intelectual en Argentina» .
Por Osvaldo Aguirre
Las trayectorias de Francisco Urondo y de Miguel Brascó ejemplifican a primera vista dos modelos antagónicos del intelectual en Argentina: el que se compromete con los problemas de su época e interviene de manera activa en la política y el que se desentiende de la crítica social y prefiere limitarse a los asuntos del arte. Sin embargo, los dos compartieron una parte fundamental de sus historias y sostuvieron una afinidad profunda más allá de sus elecciones de vida y de escritura.
Según testimonios de época, Urondo y Brascó se distanciaron en 1964 a raíz de la publicación de unos poemas del escritor y combatiente peruano Javier Heraud, en el último número de la revista Zona de la poesía americana. No se pusieron de acuerdo en el valor que tenían los textos, al margen de las circunstancias de la muerte del autor, asesinado por el ejército de su país el 15 de mayo de 1963.
La entrevista que Urondo le hace a Brascó para la revista JUAN y que recuperó FIERRO para la serie de reportajes de Paco Urondo Revistado permite relativizar las consecuencias de aquella discusión. No solo porque la nota aparece en una sección que se llama «La hermosa gente» -que desde el título implica una celebración y una muestra de aprecio- sino porque en su transcurso retoma una amistad que tiene entonces más de veinte años y atraviesa experiencias en común en el arte, la literatura y el periodismo.
Se conocieron hacia 1945 en Santa Fe, cuando Urondo cursaba la escuela secundaria en el Colegio Nacional Simón de Iriondo y Brascó trabajaba como celador. «Era un poco mayor que yo y su cultura tenía bases más sólidas», recordó Urondo en «Miguel», un perfil que publicó la revista Poesía Buenos Aires. Entre la ironía y el reconocimiento, le atribuyó entonces las recomendaciones con que empezó a escribir: «me enseñaba que la palabra azul no había que usarla (porque) ya lo había hecho (Rubén) Darío».
Brascó recordó a su vez esa etapa en la presentación del libro Nombres, que Urondo publicó en 1963. «A los quince años Urondo era un dandy, un adolescente insufrible dispuesto a cualquier mataperrada -dijo, en el mismo tono de broma-. Atravesó el bachillerato en medio de una nube de amonestaciones tan interesado en la poesía y otras preciosidades de las ciencias llamadas del espíritu como yo lo estoy actualmente por las técnicas de fabricación de transistores».
Hasta que se graduó en Derecho y emprendió un viaje de varios años por Bolivia, España y Holanda, Brascó fue un incansable gestor de iniciativas en la cultura santafesina. Con Fernando Birri fundó el «Retablillo de Maese Pedro», un teatro de títeres que daba funciones al aire libre, en escuelas, vecinales y barrios, y con José María Paolantonio el «Teatro de Arte», un experimento de vanguardia en la Universidad Nacional del Litoral. Ya tenía libros publicados, entre ellos una desmesurada Antología universal de la poesía (1953).
En la introducción de la entrevista para JUAN, Urondo se refiere a esa época, cuando Brascó sacudía la modorra de «la ciudad adormecida» y alteraba a los espíritus bien pensantes. Es una historia que conoce de primera mano, porque también integró el «Retablillo de Maese Pedro» -allí conoció a Graciela Murúa, con quien se casó en enero de 1952 y tuvo a sus dos primeros hijos, Claudia y Javier- y participó en puestas del «Teatro de Arte». Brascó fue su primer lector: un día, en el entreacto de una representación en el Teatro Municipal de Santa Fe, le muestra «unos poemas malísimos». Y también su primer editor, como secretario de Trimestral, publicación universitaria donde Urondo publicó «A propósito de Mendoza», una nota sobre su viaje a esa provincia en 1952.
La política está todavía lejos pero los dos apoyan la candidatura presidencial de Arturo Frondizi, como la mayoría de los intelectuales. Entre junio de 1958 y junio de 1959 Urondo se desempeña como director provincial de cultura en Santa Fe, durante el gobierno de Carlos Sylvestre Begnis. A fines de 1959, cuando decide radicarse definitivamente en Buenos Aires, Brascó lo hospeda en su casa del barrio de Colegiales y como necesita trabajo lo vincula con la revista Leoplán, donde él publica ilustraciones y edita más tarde un suplemento de humor, Gregorio, que cuenta con colaboradores de lujo: César Fernández Moreno -socio de Brascó en el estudio jurídico-, Carlos del Peral, Copi, Alberto Vanasco, Carlos Marcucci, Rodolfo Walsh y las traducciones que él mismo hace de Ezra Pound.
En la misma casa de Colegiales vivía otro santafesino notable, Ariel Ramírez, quien por entonces componía la «Misa criolla», e iban y venían artistas, periodistas y escritores. Urondo se mudó después a un departamento en el edificio de El Hogar Obrero (Avenida Rivadavia y José María Moreno) que le había prestado el escultor Jorge Souza, compañero de causa en la revista Poesía Buenos Aires. En el mismo edificio vivían Susana «Pirí» Lugones y Carlos del Peral, quienes lo introdujeron en las redacciones que frecuentaban: el semanario Che, que dirigía Pablo Giussani, la corresponsalía de la agencia Prensa Latina y la revista Damas y Damitas, donde Urondo desarrolló una notable sección de crítica teatral.
No solo compartieron casas, redacciones y amistades, sino una misma actitud irreverente ante la cultura basada en la poesía, el humor y los principios vitalistas que Urondo enumeró en uno de sus poemas más conocidos: «el puro alcohol, el libro bien escrito, la carne perfecta». Y tuvieron un perfil parecido, lejos de la especialización, sujeto al deseo y a la curiosidad más allá de las disciplinas: Brascó como poeta, dibujante, narrador y humorista; Urondo como escritor, periodista, dramaturgo, guionista de cine y televisión.
En 1963, cuando Brascó presenta el libro Nombres se define como «el amigo más viejo de Urondo» y recuerda la «sociedad secreta» que formaban en el Litoral con otros poetas y actores, «una masonería más celosa que la Hermandad de la Costa, más agresiva que la Patria Nostra». Si había sido el mentor inicial en la lectura y en la poesía, la relación parece invertirse en la calle: «Urondo me enseñó a tomar ginebra, observándome con tolerancia no exenta de conmiseración cuando yo me ponía azul después de un trago seco. Yo bebía con él -detrás de él, mejor dicho- mientras escuchábamos a Honegger que era para nosotros, entonces, el súper sumun de la vanguardia. Entre disco y disco leíamos poemas y yo procuraba convencerlo de la necesidad de escribir conforme a las reglas de la buena ortografía, aunque más no fuese».
Brascó es quizá el crítico más calificado para analizar entonces su poesía y sin duda el que mejor conoce la evolución de su escritura: «(Urondo) dejó de preocuparse por la realidad de la poesía y empezó a preocuparse por la realidad de la existencia -dice en la presentación del libro-. Sus poemas cobraron, desde entonces, una fuerza comunicativa distinta. Empieza a usar su lenguaje para referir los acontecimientos comunes, empezamos a entenderlo mejor, a considerarlo uno de los nuestros, otro de los biógrafos de la especie». La poesía como comunicación -en el sentido de referir a una experiencia y de trascender el círculo restringido de los entendidos- es un valor que comparten.
Por entonces (1963-1964) ambos integran el consejo de redacción de Zona de la poesía americana, junto con Edgar Bayley, Ramiro de Casasbellas, César Fernández Moreno, Noé Jitrik, Julio Lareu (dirigente del Movimiento de Liberación Nacional, el Malena, con el que está vinculado Urondo), Jorge Souza y Alberto Vanasco. La revista tiene dirección en Venezuela 825 (la casa de Urondo y la actriz Zulema Katz) y publica cuatro números, tras lo cual sus integrantes se dispersan con distintos rumbos: la enseñanza universitaria, la militancia, el periodismo, la publicidad.
Brascó trabaja como creativo publicitario para la fábrica textil Ducilo, donde llega a través del español Carlos Duelo Cavero, ejecutivo en la empresa y a la vez director de Leoplán. Urondo también tiene una etapa como redactor publicitario (en la agencia de Julio Llinás), aunque su perspectiva sobre ese oficio se vuelve negativa a la luz de su reflexión política, como puede verse en la obra de teatro «Veraneando» (escrita entre 1966 y 1967) donde la publicidad es señalada como una forma de la ideología dominante. El tema está presente en esta entrevista que recuperó FIERRO; en ese punto se abre una distancia entre Brascó y Urondo, pero no un enfrentamiento, como puede verse en el diálogo que sostienen, sino una especie de lance amable, una nueva oportunidad para el intercambio de ironías.
En 1967, cuando vuelven a encontrarse para la entrevista, Urondo publica un libro de cuentos, Al tacto, y otro de poemas, Del otro lado (en Editorial Biblioteca, de Rosario, donde Brascó publica al mismo tiempo un libro de relatos, De criaturas triviales y antiguas guerras); presencia el estreno de Noche terrible, película de Rodolfo Kuhn sobre el cuento de Roberto Arlt, para la que escribió el guion; colabora en el mensuario Adán (Brascó es asesor de la dirección) y en el efímero semanario La Hipotenusa. Y en los primeros días del año viaja por primera vez a Cuba, invitado a participar en un encuentro que celebra el nacimiento de Rubén Darío. Justamente aquel escritor al que, según le enseñaba su amigo de juventud, no debía seguir.
Osvaldo Aguirre
Periodista y escritor.
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