26 de octubre, 2022
Análisis de una publicación
En esta nueva entrega, el investigador Carlos Altgelt comenta el impacto que suscitó entre los lectores la aparición de «Los defensores», uno de los primeros relatos traducidos al español de Philip K. Dick y que, claro, publicó la revista Más Allá. No dejes de leer las anteriores notas: Introducción, El día de los Trífidos, Basureros del Espacio, y Filmando el pasado.
Por Carlos Altgelt
«El hombre no sabe lo que hace. Tan feroces
serán las guerras del porvenir, que los hombres
no podrán siquiera combatirlas. Pero entre los
horrores del mundo calcinado canta un gallo
al alba, y surge la esperanza de un mundo mejor».
Más Allá No 1, junio 1953.
Este fue uno de los primeros relatos de Philip K. Dick y el primero en ser traducido a la lengua castellana. Oriundo de Chicago, escribió, además de sus 44 novelas, 121 cuentos cortos, de los cuales la mitad fueron publicados en los tres primeros años de su larga carrera que abarcó cuatro décadas. Una ilustración de «Los defensores» por el ya mencionado artista Emsh («Basureros del espacio»), adornó la tapa del número de enero de 1953 de la revista Galaxy.
El mismo fue republicado de inmediato en Más Allá cinco meses después. Siendo este apenas su sexto cuento, es notable el furor generado en el público lector. Para aquellos que lo descubrimos en las páginas de este primer número de Más Allá, causó un impacto indeleble equivalente al ocasionado por «El día de los trífidos». Y, como de costumbre, Dick usará este relato como base para una novela, en este caso La penúltima verdad (1964).
La historia comienza plácidamente con un hombre, Ron Taylor, recostado en un sillón leyendo el diario en la tranquilidad de su hogar. Su esposa Mary le pregunta qué hay de nuevo y, con su espuesta, descubrimos que esta no es una época normal.
«Ningún arma ha sido lo suficientemente aterradora como para poner fin a la
guerra, tal vez porque nunca antes tuvimos ninguna que pensara por sí misma».
«Han reanudado los bombardeos en gran escala», le contesta preparándose para tomar el desayuno. «Y se afirma que los nuevos submarinos son casi perfectos. Pronto entrarán en acción. ¡Menuda sorpresa se llevarán los soviéticos cuando comience el cañoneo submarino!». Su esposa asintió sin parecer muy convencida. Su marido estaba orgulloso de su papel, no de técnico, sino desarrollando la estrategia de la guerra y ella tenía terror de que algún día no muy lejano, fuese enviado a la superficie.
Pronto nos enteramos de que la acción se desarrolla en un futuro post apocalíptico, uno de los temas favoritos del autor a los que retornaría en obras como ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Blade Runner en el cine) y Dr. Bloodmoney, o cómo nos llevamos después de la bomba.
La Guerra Fría entre la Unión Soviética y los Estados Unidos acabó mal. Una guerra nuclear está devastando el planeta. Antes de comenzar esta etapa final, los humanos se han visto obligados a la clandestinidad. Muy a regañadientes, enclaustrados entre grises paredes metálicas, se han acostumbrado a vivir sin sol, sin aire fresco, sin naturaleza. Desde hace ocho años ambas facciones viven en búnkers subterráneos a profundidades de varios kilómetros. Ninguno de ellos dándose por vencido, construyeron túneles para enviar armamento a la superficie para poder continuar el conflicto desde allí.
Los dos bandos, empecinados en aniquilar al contrincante, continúan la despiadada contienda remotamente por intermedio de autómatas llamados plúmbicos, sofisticados robots diseñados con trajes de plomo para sobrevivir la radiación atómica.
Los plúmbicos enviaban diariamente noticias de la conflagración a través de gigantescas pantallas donde se mostraban los últimos resultados. Este espectáculo es algo que Mary Taylor se niega a ver: la destrucción masiva, edificios demolidos, nubes de polvo radioactivo oscureciendo el cielo, ningún signo de vida humana, animal o vegetal. La destrucción total de San Francisco fue la gota que colmó el vaso: Mary no soportaba seguir asistiendo a testimonios tan horribles.
Raramente un plúmbico visitaba las cavernas subterráneas. En una de esas ocasiones, Taylor y sus colegas notan algo extraño. Luego de inmovilizar a uno de esos robots que se negaba a que se acercaran a él, tocan su traje de plomo. Está frío cuando debiera estar caliente. Después de todo, se supone que la superficie de la Tierra es un infierno. Tampoco ostenta radiación nuclear.
El grupo toma entonces una decisión tan drástica como peligrosa: ir a investigar por cuenta propia qué es lo que está realmente aconteciendo en la superficie terrestre.
Luego de una serie de preparativos, Taylor y dos de sus colegas, apoyados por un pequeño batallón de soldados, todos protegidos con trajes forrados de plomo, están listos para la riesgosa expedición. Al fin y al cabo, sería la primera vez en casi una década que un grupo de humanos pisarán suelo al aire libre.
En un ascenso piso por piso hacia la superficie que nos recuerda al de THX1138 años después, el grupo se ve interpelado con la intención de detener el intento, empezando con el agente de seguridad del primer piso. En una de esas confrontaciones, esta vez con plúmbicos que intentan detenerlos, se ven obligados a destruirlos con disparos de atomizadores (dibujo para Más Allá de João Mottini, arriba).
Nerviosos por lo que están por lograr, el grupo sube por uno de los tubos destinados a llevar armamento a la superficie. Una vez allí, los sorprende el cacareo de un gallo. Al verlos llegar, los plúmbicos no parecen muy contentos, interceptan al grupo rogándoles encarecidamente que retornen ya que, a pesar de sus trajes protectores, no sobrevivirían más de una hora en la superficie.
Al ver que, lejos de un paisaje desolado por un holocausto nuclear, los humanos se encuentran con un valle cubierto de árboles, animales y hasta una granja, exigen que los plúmbicos les digan la verdad de lo que estaba aconteciendo.
Acorralados ante la evidencia, los plúmbicos revelan que la guerra había terminado apenas la humanidad decidió evacuar la superficie. Embebidos de un espíritu altruista, decidieron acabar esa guerra insensata y se confabularon para enviar videos falsos de un conflicto global. El engaño ha sido perpetrado en todas partes para proteger a la humanidad de sí misma y de tal forma evitar que los humanos salgan a la superficie prematuramente, antes de que hayan aprendido la lección. Habrá que esperar hasta que, cansados de tanta masacre, recapacitaran y abandonasen para siempre las guerras. Mientras los propios robots reconstruirían las ciudades devastadas, preparándolas para el momento en que los humanos regresasen a sus casas.
Al oír esto, uno de los colegas de Taylor se entusiasma y decide sacar provecho de la situación. Si los soviéticos aún no han descubierto el engaño, los Estados Unidos podrían ganar la guerra rápidamente.
Pero hay un problema. Mientras los plúmbicos explicaban la situación, habían sellado todos los tubos para impedir el regreso del grupo y revelar la verdad. Para solventar la evidente desazón y sorpresa de los estadounidenses, los robots los invitan a reunirse con un equipo similar de soviéticos que acababa de llegar y se encuentra con el mismo problema. Juntos, según los plúmbicos, aprenderían a resolver en armonía los avatares diarios de la existencia y lograr, de una vez por todas, una paz duradera. No sería fácil. Tampoco sabían cuándo alcanzarían esa meta, pero ya habían comenzado.
Si bien «Los defensores» es una abierta arenga sobre la irracionalidad de las guerras y, en forma más sutil, de los peligros de la excesiva automatización y del patriotismo desmedido, este final feliz al mejor estilo de las películas de Hollywood del siglo pasado, resultó ser algo muy poco usual en el canon de su autor. Porque Philip K. Dick no tardó mucho en convertirse en uno de los líderes de la ciencia ficción moderna donde las espacionaves, extraterrestres y viajes en el tiempo han dado lugar a la paranoia, la psicosis, la esquizofrenia y los recuerdos implantados. Cuestionaba el dominio de la tecnología sobre nuestra vida diaria. Desconfiado, pesimista, era un visionario que miraba hacia el futuro y no le gustaba lo que veía.
A Dick le preocupaba la distopía de una nación regida rigurosamente por un Estado que garantizara la felicidad de sus ciudadanos a costa de un régimen totalitario que reprima al individuo y limite su libertad con la excusa de un bienestar colectivo.
En la introducción a la compilación de 15 de sus cuentos titulada The Golden Man (1980), el propio Dick se describía a sí mismo como «un bicho raro». Allí también confesaba que su colega Robert Heinlein —«un hombre de buen aspecto, de porte militar incluyendo en el corte de pelo»— le había ayudado monetariamente cuando andaba corto de dinero para pagar impuestos atrasados al Fisco. Tan agradecido quedó con este gesto de uno de los pocos verdaderos caballeros que quedan en este mundo que no sólo le pagó la deuda sino que también le dedicó a Heinlein y su esposa Ginny la novela Podemos fabricarte.
En 1970, otro colega, la escritora Ursula K. Le Guin, lo consideró como «nuestro Borges de cosecha propia» y agregó: «El hecho de que Dick sea entretenido se basa en que sus relatos mezclan la realidad y la locura, el tiempo y la muerte, el pecado y la salvación - y todo esto escapa a la mayoría de los críticos».
Consciente del problema para crear personajes inolvidables en ciencia-ficción, Dick comentó en su momento: «La gente cree que el autor quiere ser inmortal, ser recordado por su obra. No. Yo quiero que el señor Tagomi, de El hombre en el castillo, sea recordado para siempre». (Citado por Elvio E. Gandolfo en «Polvo de estrellas», El Péndulo No 4, Buenos Aires, octubre 1981).
Más Allá publicó otros cuatro cuentos cortos de Dick, comenzando con el terrorífico «Colonizadores» en el número 6, otro relato que perdura en la memoria de los masalleros.
CONTINUARÁ
Carlos Altgelt
Escritor, coleccionista y especialista en historietas
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