26 de octubre, 2022
Segunda parte del perfil de uno de los imprescindibles del humorismo y la ilustración nacional. Aquí se relatan las búsquedas, experimentaciones y formas nuevas que siempre intentó el inquieto y talentoso Kalondi. De fondo, el país de la muerte, la amargura y el exilio. No dejes de leer la primera parte de esta nota acá, y no dejes de visitar «Kalondi, Cronista de sombras», una series de dibujos creados para el diario El Cronista durante los años 90s.
Por Osvaldo Aguirre
De la arquitectura al humor gráfico, del diseño a la ilustración, Kalondi construyó un camino propio entre fines de los años 50s, cuando comenzó a publicar dibujos y tiras, hasta mediados de los 90s. Su obra aparece ahora como una de las experiencias más originales de su época y también de las más solitarias: trabajó para publicaciones de difusión masiva en Argentina, España y Uruguay, pero al mismo tiempo se mantuvo aparte de movimientos y grupos y sostuvo un punto de vista corrosivo ante los lugares comunes y las actitudes bien pensantes sobre la política y la cultura.
«Conocí a Kalondi, Héctor Compaired, a través de Jaime Poniachik en 1973 -cuenta Marcial Souto, escritor, traductor especializado en ciencia ficción y recordado director de la revista El Péndulo-. Los dos eran amigos y colaboraban en Satiricón. Kalondi estaba muy orgulloso del modelo del Magiclick, gran éxito comercial en aquellos años, que acababa de crear para la empresa Aurora; trabajaba muy rápido, era muy inteligente y creativo y poseía un sentido del humor sumamente cáustico».
En el primer número de Satiricón, se presentó con una foto junto a su hijo Juan Pablo y una semblanza autobiográfica en la que recordó el origen del seudónimo y reflexionó con gravedad: «Mi vida no es como la de todos. Porque mi vida está llena de respeto. Respeto a mi padre y a mi madre y a mi hijo. A las nociones de Bondad, Belleza y Verdad. A mi prójimo, salvo cuando me abolla el Renault 12. Respeté a Dios, cuando fue su momento, y aún ahora conservo un saludable respeto por ese «algo» que hace que la Naturaleza no nos parezca tan natural» (ver parte 1 de esta nota).
Juan Pablo Compaired aclara que la mención al Renault 12 no es retórica: «Mi viejo era un tipo muy petiso y de esos petisos calentones. Podía agarrarse a trompadas con cualquiera, por ejemplo en la calle, si alguien lo encerraba con el auto. Era un antihéroe».
Sostiene Marcial Souto: «A principios de los años 70s habían empezado a circular en Buenos Aires los libros de Idries Shah, estudioso y divulgador del sufismo que mediante ingeniosas historias protagonizadas por un mulá (maestro) llamado Nasrudín ilustraba enseñanzas sufíes: Las hazañas del incomparable mulá Nasrudín, Las ocurrencias del increíble mulá Nasrudín, Cuentos derviches, etcétera. Jaime Poniachik, que en esa época hacía una sección de acertijos para Satiricón, descubrió los libros de Shah y se puso a formular problemas de ingenio con la estructura de los cuentos sufíes de Shah, utilizando incluso el mismo personaje. El resultado fue Acertijos derviches, que su amigo Kalondi empezó a ilustrar inmediatamente».
Juan Pablo Compaired recuerda el proceso de edición de Acertijos derviches: «Las ilustraciones fueron hechas cuando mi viejo experimentaba con la fotocopiadora. Hacía copias en negativo y en espejo. La fotocopiadora fue después una fuente de sus males», dice. Acertijos derviches se publicó en 1974. «Jaime y yo habíamos creado una editorial invisible, Equipo Editor, para publicar Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo de nuestro amigo uruguayo Jorge Varlotta / Mario Levrero -dice Marcial Souto-, y cuando tuvimos el libro maquetado, fui unas semanas a Montevideo para acordar con él algunos detalles de la edición, porque a veces Jorge tendía a complicar un poco las cosas, y para pedir a otro amigo las ilustraciones. Cuando volví, Jaime y Kalondi ya habían terminado el libro, que salió un mes antes que Nick Carter».
En 1975 publicó su primer libro, Aún no he muerto, en De la Flor, y al año siguiente dirigió el cortometraje de animación El día del caramelo, con guion de Lilian Goligorsky, dibujos de Alberto Repianski, Carlos Giordano, Horacio Calcagno, Elvira Compaired, Juan Pablo Compaired y Pablo Trench, música Francisco Kröpfl y locución Marcos Mundstock. La película anticipó de manera notable la preocupación actual por cuestiones de medio ambiente y hasta cuestiones todavía no suficientemente problematizadas, como el trabajo alienado; el título alude a la falta de controles sobre las consecuencias del desarrollo industrial.
Si bien parodia la ilusión del progreso, la película cierra con una exhortación a los espectadores para tomar conciencia del problema sobre el trasfondo de imágenes ruinosas de un desarmadero: «Hablando, callando, haciendo o dejando de hacer, pensando o teniendo miedo de pensar. Ustedes todavía están eligiendo. Quizás valga la pena hacerse preguntas acerca del futuro, ocuparse tercamente de él. Quizás hay un buen futuro para elegir entre todos los posibles. Quizás ustedes estén todavía a tiempo».
En 1979 se fue a España junto con Lilian Goligorsky «porque durante el Mundial de Fútbol empecé a sentir olor a muerte», según contó en la entrevista con Laura Linares. «Vivía a media cuadra de la cancha de River -cuenta Juan Pablo Compaired-. Cuando estaban haciendo las obras para el mundial un colimba probaba todos los días el sonido con la marchita del Mundial. Mi viejo se hartó, fue al estadio y no sé cómo llegó a la cabina de control. “Paren inmediatamente con las pruebas, esto no se soporta más”, les dijo. Cayó un coronel y se lo llevaron de los pelos; fue su minuto de intervención justiciera».
El «olor a muerte» de la época lo alcanzó de cerca. «Aparentemente lo que disparó el viaje a España fue que unos vecinos lo denunciaron por tener una imprenta clandestina en la casa y la policía lo llevó preso -relata el hijo de Kalondi-. Para mí fue totalmente sorpresivo, de un día para el otro, de pronto él me llama y me dice que se había ido a España por trabajo».
El trasfondo de la historia circuló en la familia. «Mi abuelo logró localizarlo antes de que lo llevaran a un centro clandestino. Intervino una persona que estaba en la SIDE y le pusieron como condición que se fuera del país. Mi abuelo lo fue a buscar a la comisaría con el pasaje de avión. Eran cosas de las que mi papá no quería hablar, incluso porque recibió amenazas estando en España», dice Juan Pablo Compaired.
Se radicó en Castelldefels, pueblo costero situado unos veinte kilómetros al suroeste de Barcelona. «Abajo, entre la playa y el pie de la montaña, había una parada de tren y siempre bajaba Kalondi o Lilian Goligorsky a rescatar a los amigos en un autito adecuado para llegar a su casa por aquellos senderos empinados y sinuosos. La casa, aferrada a la ladera, tenía tres niveles: el del medio era una pileta», recuerda Marcial Souto.
Pudo retomar su trabajo como arquitecto y humorista gráfico -utilizó un nuevo seudónimo, Savonarola, como el predicador que denunció la corrupción de los poderosos en la Edad Media-, y también tuvo una etapa como pintor. El destape fue una coyuntura favorable: colaboró en las revistas Jueves y el Papus y en las ediciones españolas de en Playboy y Penthouse; y también en las revistas que publicaba Ediciones de la Urraca en Buenos Aires hasta que una pelea con Andrés Cascioli a partir del reclamo por la devolución de unos originales hizo que no solo dejara de colaborar sino que su nombre fuera borrado de las reseñas históricas de la revista Humor.
«Sin internet, sin teléfono, nos escribíamos mucho en esa época -cuenta el hijo-. Teníamos un código para decirnos cosas que no nos queríamos decir de frente y era decirlo con viñetas. Por ejemplo, si me iba mal en el colegio, él dibujaba a un señor gordo pateándole el culo a un nene y ponía “mejores notas la próxima vez”. Siempre fuimos muy gráficos en la familia».
Viajaba de vez en cuando a Buenos Aires y visitaba a pocos amigos, entre ellos a Jaime Poniachik. Su estilo como arquitecto y como humorista tropezaba con cierta incomprensión local en España; «hay un nacionalismo creciente que cierra la aceptación del público hacia temas universales», dijo en 1988, un año antes de mudarse junto con su pareja a Uruguay.
En Montevideo hizo la tira Tá bó, para el semanario Brecha, que retrataba al uruguayo típico con el mate y el termo, e ilustraciones para el diario El Cronista Comercial y la revista Idea, de Buenos Aires. Como desenlace de un período depresivo originado en problemas de salud se suicidó en 1998, y resulta inevitable observar las constantes alusiones a la muerte en las entrevistas que le hicieron y en sus trabajos. «Mi vida es como la de todos, ya que tengo el convencimiento de que voy a morirme. Es decir, que si me pasa lo mismo que a Einstein o a Alejandro Magno, que también se murieron, en lo esencial mi vida es como la de ellos», anotó en la semblanza del primer número de Satiricón; «La muerte es un tabú que hay que exorcizar. Lo más doloroso es el miedo que se le tiene; si éste se domina vivimos mucho mejor», le dijo a Laura Linares.
«Kalondi era un hombre un poco irascible, siempre a la defensiva, pero también divertido, interesante y especial, y cuando se sintonizaba con él podía ser entrañable», afirma Souto; «pertenecía a esa categoría de personas que cultivan el bajo perfil y no se preocupan por publicitar sus méritos, aunque éstos sean muchos: arquitecto, diseñador de éxitos notables, artista precoz, pocas veces era posible arrancarle alguna frase -siempre lacónica- acerca de sus logros», escribió el periodista Gerardo López Alonso en un texto de despedida.
La imagen más representativa de Kalondi puede ser la que conserva Juan Pablo Compaired: «vivía atrás del escritorio o sentado frente en el tablero; dibujaba todo el día, todos los días, aunque no publicara».
Agradecimientos: Juan Pablo Compaired, Lorenzo Amengual, Laszlo Erdelyi, Marcial Souto.
Osvaldo Aguirre
Periodista y escritor.
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