26 de octubre, 2022
Vaqueros criollos
El clásico del oeste, con dibujos de Arturo del Castillo y guión de Héctor G. Oesterheld, constituye un hito de la historieta mundial, por su profundidad argumental y el eximio arte, en toda su gloria, del dibujante chileno.
Por Juan Sasturain
En estos meses se van a cumplir 25 años (*) de la primera y única vez que lo vi al dibujante Arturo del Castillo, y que charlé con él, ya veterano para mí, aunque no había cumplido los sesenta. Vivía lejos –al menos nos parecía– en el Gran Buenos Aires (¿por Moreno?) y lo que me impresionó, mientras le hacíamos las fotos, la entrevista, fue que en esa casa suburbana en la que trabajaba uno de los artistas más exquisitos de la historieta universal (me hago cargo) había por ahí más hijos y huellas de hijos que páginas y dibujos originales. Después de más de treinta años de laburo profesional, el prolífico Arturo (en esos términos) no tenía nada.
Ubiquémonos: era en 1984, estábamos armando los primeros números de la Fierro original y publicábamos un póster –una página de un autor clásico de historieta argentina– con cada entrega: Pratt, Breccia, Roume y –no podía faltar– Arturo del Castillo. Fue el póster del número tres: y con una página de Randall, claro. Increíble belleza y polenta la del dibujante, la del personaje. Creo que Arturo –que hizo mucho y bueno– nunca hizo algo mejor.
Pero la historia del vínculo con Arturo (Pérez) del Castillo (Concepción, Chile 1925-Buenos Aires 1992) no empieza en ese momento sino cuando jóvenes lectores –yo tenía doce años, iba a quinto grado– en septiembre de 1957 compramos el primer número de la revista Hora Cero Semanal –apenas 16 páginas apaisadas, tapa a dos colores para hacerle la competencia a Misterix– y nos encontramos con una serie de historietas de “continuará”; todas con guión de Oesterheld, claro: entre otras, Ernie Pike, el corresponsal de guerra que conocíamos del mensuario Hora Cero, dibujado por Hugo Pratt; la increíble novedad de El Eternauta, con los dibujos de Solano López y, en las últimas páginas, como para completar el espectro de las aventuras de género, una serie nueva y extraordinaria, una de cowboys con nombre extrañísimo –para nosotros, se entiende–: Randall, the killer. Así, en inglés. Los chicos no sabíamos qué quería decir «the killer» (pronunciábamos analfabéticamente «tequíyer»), y la mayoría tampoco conocíamos al maravilloso dibujante que –a diferencia de Pratt o de Solano– no usaba pincel sino que hacía mil rayitas modelando las caras y detallando la ropa: era Arturo del Castillo, un monstruo de la pluma, un ídolo imposible de copiar.
La originalidad de Randall «el matador» –nos tradujeron– desbordaba por todas partes. A la destreza minuciosa de Arturo –hecho en el oficio de la ilustración clásica de textos y novelas «de época» y debutante en el género del Oeste– se sumó un cuidado especial de Oesterheld en el relato. Así, el primer episodio, que giraba alrededor de un pistolero, «El Trébol» –porque te metía tres balas en el pecho–, habrá durado cuatro semanas pero demoró la aparición del héroe, con suspenso calculado, por lo menos dos o tres entregas. Y cuando finalmente apareció, como debía, infundiendo esperanzas, temor y respeto, al fondo de la calle principal del habitual pueblo de cagones, su imagen en nada se parecía a la de los sonrientes cowboys que solían poblar las triviales revistas mexicanas: Tex Ritter, Roy Rogers, Gene Autry e incluso El Llanero Solitario. Nada de camisas bordadas, sombrero blanco, indio amigo o caballo de circo, Randall, un hombre serio, impone una pilcha, un estilo para entonces nuevo, que recién se convertiría en lugar común con los muchachos de La pandilla salvaje de Peckinpah y sus secuelas, diez años después: el duro desprolijo, la chaqueta larga, el sombrero aludo, el aire sombrío.
Pero no es sólo un look, claro. Como el Sargento Kirk, el matador es un hombre conflictuado, con su costado taciturno y acaso un secreto, que maneja, trafica la muerte e impone la justicia con cierto aire de desolada resignación. Llega, mata y se va. Es el mito del cowboy solitario con una vuelta de tuerca oscura –el cazador de recompensas con el recurrente duelo final como leitmotiv– más la carga de la ética humanista muy de Oesterheld. En alguna medida, en lo formal de su estructura episódica, Randall le debe más al cine y a la incipiente tevé (incluso el nombre) que a la historieta del género. Es interesante, además, ver en qué medida acompaña la aparición del western psicológico de fines de los cincuenta, el de Arthur Penn y The lefth handed gun con el primer Paul Newman, sin ir más lejos.
Randall permaneció largos meses en Hora Cero Semanal –hubo un memorable, interminable episodio con un rezagado grupo de soldados del ejército sureño– hasta que casi se muere (y así lo creímos) después de enterrar con sus propias manos a la bella Martine, de la que se había enamorado tanto como nos hubiera gustado a nosotros, los pibes que éramos, y nos gusta a los hombres que somos. Pero Randall no murió y al final, después de una pausa, volvió. Ya no en el semanal «de continuará» sino en el Hora Cero Extra, mensual, una revista que tenía el clásico formato vertical, con episodios completos, más breves.
Los primeros episodios conservaron la estructura tradicional de la historieta, en secuencias de cuadritos. Luego, acaso más por necesidades de producción (Arturo, el detallista, no llegaba a tiempo con las entregas) que por elección estética, el relato derivó hacia el texto ilustrado, se acercó más al concepto que rige, por ejemplo, un clásico como El Príncipe Valiente, del maestro Al Foster. Y nada se perdió. Al contrario. Ahí es cuando Arturo del Castillo dibuja “menos” pero el dibujo (extraordinario), más grande y pormenorizado, se nota más.
Randall, a espaldas de su autor, tuvo un destino impensado de anomia, fama equívoca y pirateo. Mientras en la decadencia de Hora Cero vivía una segunda época olvidable, ya sin Del Castillo en la pluma, apenas mal seguido por un empeñoso imitador, desde principios de los sesenta las aventuras originales se publicaron largamente en Inglaterra pero con el nombre cambiado: ahora era Ringo. He visto esas maravillas: en tamaño sábana, sin mención de los autores y retocados los dibujos. Este Ringo fue muy famoso allá. Dicen que el apodo de un joven baterista de Liverpool (un pibe de nuestra edad al que le gustaban los comics) le viene de ahí. He visto también, en revistas argentinas y extranjeras, episodios de un tal Don Rover que apresuradas enciclopedias suelen mencionar como obra original: era el mismo Randall, al que le cambiaban apenas el nombre.
Me acuerdo hoy, después de un cuarto de siglo, de la poderosa cara de Arturo. Hace poco me encontré con dos de sus hijos mayores –gente grande– y rastreé esos rasgos en ellos. Ahí estaban. Eso sí: nunca he visto un original de Randall, the killer. Lo que daría.
(*) Este artículo se publicó originalmente en la contratapa del diario Página 12, el 26 de enero de 2009.
Juan Sasturain
Escritor, periodista, guionista y crítico de historietas, fue director de la revista Fierro. Dirige actualmente la Biblioteca Nacional.
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