26 de octubre, 2022
Rescates
Relato publicado originalmente en la revista Twist y gritos n° 14 del 7 de noviembre de 1984. No dejes de leer el primer cuento del Conde Lai, titulado: Rockeros y otros escandalosos y la investigación «¡A bailar rock con el Conde Lai!» de Matías Raia. Ilustró Sergio Langer.
Por Alberto Laiseca
El rock a los caretas se les sale. No pudieron domarlo jamás y hace treinta años que lo intentan. Tiene fuego porque hay combustible y viene de la nuca. En el pálido mundo de las artes de hoy (literatura, pintura, y hasta la propia música, donde casi nada que se hace es auténtico y siempre responde a otros fines, distintos de los anunciados), el rock apunta como la única forma estética que no miente. Es decir: el rock está lleno de mentirosos, pero tiene de bueno que cada uno, lo sepa o no, lo quiera o no, se coloca en el lugar que le corresponde. Claro que hay rockeros caretones, pero ya están vistos y oídos y no engañan más a nadie. Aparte del rock, de todo lo que se hace, yo rescataría al cine: estoy pensando, particularmente, en las películas del italiano Fellini; pero éste es otro asunto que, más que una nota, llevaría un libro. De lo que sí quiero hablar en el articulo es de la violencia (en los recitales y fuera de ellos).
Los psicólogos se vienen ocupando hace mil del por qué de la violencia: demasiada cáscara para lo que puede hacerse súper corto: hay dos razones y no más: Primero que nada, los jóvenes están hartos de que los quieran encajar tanto principio antinatural y, ante todo, en lo referente al tema del sexo; los represores no se conforman con haber dejado que su fruta se pudriera en vano: quieren también averiar la de los que vienen. Aparte están las contradicciones, propias de los que no tienen principios: decir «A» en el día de hoy a las diez y media de la mañana, digamos, y afirmar «B» a las cuatro y cuarto de la tarde. Basta: se pudrió. Los viejitos verdes de la filosofía represora de la viviente, encuentran inmoralidad hasta en el placer más sencillo: quieren, por un lado, espiar por la cerradura esas cosas tan interesantes, y por otra parte aplastar toda alegría porque cuando fue su tiempo vital no tuvieron el coraje cerebral y testicular de vivirlas.
Todo acto de entrega, por parte de un joven, es como un cachetazo en la máscara del enano. El joven reprocha tanto como una conciencia, y así lo sienten los "morales-moralistas" anti-rock. Y se llenan de furia. Pero está bien: les llegó el turno de joderse. De mi archivo de rockerías (abarca desde sus comienzos y lo saqué de distintos diarios), tengo un recorte que debe ser algo así como el comienzo. Es de 1958. Era en el Palacio de los Deportes, en Berlín Oeste, e iba a tocar Bill L. Haley, en aquel entonces Rey del Rock and Roll. Un piano hundido a patadas y cadenazos, sillas reventadas, carteles transformados en papel picado y focos perforados a tiros con pistolas de aire comprimido fue el saldo. Ya desde temprano se empezaron a concentrar los que no pagaron entrada. Miles y miles. Traían, entre muchas otras cosas, unas especies de chorizos de tela, llenos de arena; excelentes cachiporras, lo juro por la Stratocaster. Los norteamericanos (Haley y sus Cometas) tardaban en llegar, y los alemanes se iban poniendo nerviosos. Entonces una orquesta germana, de por ahí nomás, quiso cumplir con la sacrosanta ley de la banda relleno. Los rellenaron a peñascazos, o a piedrazos, como gusten. No eran una apisonadora contundente, y los espectadores se encargaron de demostrárselos. Pero no enseguida. Les dieron una cierta soga, a fin de poder gozarlos más. El público, pesadísimo, se reía entre dientes y con sadismo: les dejó hacer su cosa para luego poder exterminarlos mejor y con más ganas. Luego de uno o dos temas los expulsaron con cierta violencia: a fierrazos. Entonces llegó el Gran Bill y sus Cometas. A la gente, primero y por empezar, no le gustó las pilchas: serias, como de gente responsable, con moñitos finos. No había onda. Como si te estafaran desde abajo. Y ahí nomás se armó AQUELLA OTRA. Los rockeros pedían más y más y ¡el prudente Maestro Bill L. Haley no daba! Los Cometas, en vez de hacer como Pappo, que se integra, hicieron lo peor que podían haber hecho: viendo que la violencia se salía de control intentaron retroceder con cautela, muy discretos. Más les hubiera validó cortarse. A ésta los alemanes no se la perdonaron: ¡el general huía en medio del combate! Horror de horrores. A partir de aquí Haley perdió para siempre, por lo menos en Alemania. Detalle significativo: había muchas camperas de cuero negro, entre los jóvenes disconformes, pero un buen porcentaje usaba camisas a cuadros; estos últimos eran seguidores de un pibe nuevo (nuevo en ese momento, claro): Elvis Presley.
Presley, antes de tocar, manejaba camiones, y los camioneros de EE.UU., en aquel entonces, se ponían camisas por el estilo, las que ahora llamamos escocesas. Elvis, con toda espontaneidad, la llevó al rock. Al principio, por lo menos, aunque luego usara otras cosas. Presley tenía más sexo que Haley: por eso quedó. Bill L. Haley hoy día no tendría éxito: todos, de frente, iban a decir: «Es un caretón». Sin embargo, careta y todo, fue la primera fuerza en una época donde no había ninguna. Costó bastante salir de toda esa mierda, no te vayas a creer. Consiguieron para ellos una porción chiquitita de felicidad, y eso fue duro. Si vos ahora estás de la nuca es porque otros te abrieron paso, y no sabés entre qué roña hubo que caminar. Así que ojo con esos tipos y con humillarlos en nuestra memoria.
Alberto Laiseca / Ilustración: Langer.
Alberto Laiseca
Novelista, cuentista, actor.
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