26 de octubre, 2022
Entrevista
Entrevistado en Mar del Sur durante un fin de semana de 2006, Enrique Breccia repasó su vida y su obra en una charla reveladora.
Por Martín Pérez
Me armé un bolso y me subí bien temprano a un micro con destino a Necochea. Recién a mitad de camino me di cuenta del error. “¿Qué hacés en Necochea? Tenías que viajar a Miramar”, se sorprendió Enrique Breccia cuando lo llamé desde la terminal, para avisarle que iba a llegar después del mediodía. Así de concentrado (y de distraído, claro) fue como encaré la entrevista con el autor de muchas de las historietas que había leído durante una larga vida, desde “Alvar Mayor” hasta “Los enigmas del P.A.M.I.”, pasando por un efímero “El peregrino de las estrellas”, mi preferido cuando descubrí la Skorpio aún de adolescente, y abandoné para siempre D’Artagnan y El Tony (aunque durante un tiempo, nobleza obliga, seguí comprando Nippur Magnum). Enrique Breccia siempre fue para mí el heredero de una estirpe que funcionaba como sinónimo de historieta rioplatense, y en el micro fantaseaba con que la nota que me traería de regreso llevaría el título de “El último Breccia”. Pero, apenas regresado de Mar del Sur (distante apenas a unos minutos en remise desde Miramar), ya tenía bien claro que Enrique no se sentía heredero de nada. Ahora que volvió Fierro y Enrique fue el encargado de una de sus tres tapas, recordé aquella nota, nacida de una obsesión personal (como suelen salir las mejores notas) y que terminó publicada en La mano, una revista que nunca tuvo vida online, por lo que este rescate aquí confío en que resultará de interés. Durante aquel fin de semana en que Enrique se prestó al juego de recordar, y vaya si recordó, hablamos una y otra vez de su padre, y todo lo que tenía para decir era bastante polémico para quien no le haya prestado la suficiente atención al tema. “Ser el hijo de Alberto Breccia siempre fue como llevar un yunque atado de las pelotas”, fue uno de los destacados de la nota en la edición final publicada originalmente, y la frase no fue una elección caprichosa, algo que podrán constatar quienes lean la nota, reproducida completa aquí en Fierro. Repasando los apuntes que aún conservo de la charla, sólo puedo agregar que Enrique se preocupó por separar su opinión de su padre el artista de la de su padre como, digamos, simplemente padre. Para él, “Mort Cinder” era la cumbre de lo que se podía hacer dentro del medio. “No se puede hacer más que eso”, aseguraba. Aunque aclaraba: “En blanco y negro: en color es otra cosa”. Descubro en esas notas que en algún momento le pregunto por su toque especial como dibujante de historietas, seguramente retomando algún comentario dicho al pasar. “Lo mejor que hago como dibujante de historietas es que soy un gran contador de historias, y que tengo un dibujo expresivo”, resumía sus virtudes Enrique entonces, cuando todavía vivía con su familia en Mar del Sur, el territorio de sus veranos infantiles, en una casa que aseguraba (casi con deleite) que estaba embrujada.
La siguiente entrevista se realizó en junio del 2006, y fue publicada originalmente en el anuario de la revista «La mano», en diciembre de ese año.
Cagado de frío, con una pluma en una mano y una virgencita en la otra. Así es como recuerda Enrique Breccia que dibujó “El amigo”, una de sus historietas iniciáticas. Seis páginas sobre la revolución mexicana que forman parte de aquellas primeras obras (recopiladas en el volumen Historias cortas) con las que comenzó a hacerse un nombre propio, más allá del apellido. Aquel frío, Enrique precisa que lo sufrió en una pensión en Milán, en medio de un viaje cuasi-iniciático a Europa, dibujando para tratar de conseguir algún mango. El detalle de la virgencita no tiene un tono místico, sino que por la falta de tablero y la consiguiente lámpara, para poder ver algo mientras dibujaba sostenía con su mano libre, lo más cerca posible del papel, un velador con forma de virgen, que tenía la bombilla justo arriba de la cabeza.
El recuerdo tampoco tiene nada de casual. Viene al caso porque Enrique lo evoca sentado frente a uno de los dos tableros que tiene en su cómodo y amplio estudio en su casa en Mar del Sur, ciudad balnearia en la que está instalado de manera definitiva desde hace tiempo. “Este estudio es un paraíso, es lo que siempre soñé”, afirma. Y enfatiza: “Nunca tuve nada ni siquiera parecido”. Y entonces sí, la pensión de Milán, el frío y la virgencita. Ahora, en cambio, hay un enorme hogar a leña siempre encendido en invierno (hasta para hacer asado) y muchos ventanales para ver el terreno que rodea su nuevo hogar, que antes de la remodelación era la casa embrujada del pueblo. Nada más apropiado para el dibujante que acaba de contar en cuadritos una biografía algo libre de un maestro del horror como Lovecraft. “Cuando yo era chico me daba miedo pasar por acá”, confiesa Enrique, que visita Mar del Sur desde su más tierna edad. Se instaló con su mujer primero en una casa en la costa, llamada La Mañosa. “Ahí tenía un entrepiso para dibujar, y se veía para todos lados”, recuerda. “Pero cuando uno dibuja no mira, así que terminaba tapando las ventanas”. Cansado de luchar contra el viento y la naturaleza, decidió mudarse a unas cuadras del mar, a esta plácida casa rodeada por un terreno cercado que ocupa casi toda una manzana, y cuya leyenda aún atemoriza a los habitantes más antiguos del lugar. Como si los personajes de Lovecraft y La Cosa del Pantano que ha estado dibujando para Estados Unidos en los últimos años pudiesen escaparse de sus páginas y perderse entre los médanos de este balneario unos kilómetros al sur de Miramar.
Pero lo que más disfruta dibujando Breccia cuando el trabajo no lo inclina sobre el tablero, son unos cuadros en los que, en realidad, atrapa todo lo que anda dando vueltas por esos médanos. En ellos se juntan toda clase de cosas alrededor de algún personaje principal ubicado a la orilla del mar. Puede ser una figura femenina, puede ser un tiburón. Pero a su alrededor siempre hay de todo. Es un motivo que Enrique asegura que no ha dejado de repetir una y otra vez, con pequeñas variaciones. ¿La biblia y el calefón, como en el tango? ¿La máquina de coser y el paraguas, como los surrealistas? Como siempre cuando se trata de Enrique, todo es mucho más simple. “Son todas cosas que trae el mar, que hace un trabajo de alquimista. Se lleva las cosas y las devuelve cambiadas. Yo pinto todo lo que devuelve. Una y otra vez”.
"Alvar Mayor", "El sueñero"… ¡y los dibujos animados de la publicidad menemista que proclamaba “Vuelve la alegría” Por algunas de estas obras gráficas, o todas ellas, cualquier lector debería saber quién es Enrique Breccia. “Me había olvidado de esos dibujos de la primera campaña de Menem a la presidencia”, se sorprende Enrique cuando se lo recuerdo. Y explica: “Me llamó Caloi, y yo hice mis dibujitos, los tipitos que solían aparecer con el bombo en las páginas de El sueñero”.
“Alvar Mayor” fue la obra mayor que Breccia realizó con Carlos Trillo en la revista Skorpio, hacia la segunda mitad de la década del setenta, que relataba el devenir de un aventurero en la época de la conquista. “Para Carlos era como un western”, recuerda. “El sueñero” tenía guión del propio Enrique, y salió en la Fierro durante los ochenta, y sus aventuras comenzaron siendo genéricas, pero se terminaron haciendo super-recontra-peronistas. “A veces me reía solo cuando estaba dibujándola. ¡Hay capítulos en los que aparecen mis vecinos!”, recuerda. No es fue el único en divertirse: cuenta que el director de cine mexicano Guillermo del Toro (para el que bocetó un proyecto de adaptación cinematográfica de Las montañas de la locura, de Lovecraft) le reveló que John Carpenter sabe español, y que se junta con sus amigos para leer “El sueñero”, y se matan de risa. “No sé lo que puede llegar a entender un norteamericano de semejante saga”, dice, y no puede evitar lanzar una carcajada.
Pero si quien ocasionalmente lea esto no ubica a nuestro entrevistado por sus historietas, habrá que recurrir al apellido… que también está vinculado al género. Autor de “Vito Nervio”, “Sherlock Time” y “Mort Cinder”, entre otros tantos personajes míticos, el uruguayo Alberto Breccia no sólo es el padre de Enrique, sino que a esta altura es sinónimo de historieta tanto en el Río de la Plata como en el resto del mundo. Pero cargar con semejante apellido para Enrique siempre ha sido una tortura. “Siempre fue como llevar un yunque atado a las pelotas”, confiesa sin anestesia. “Llevo cuarenta y cinco años de profesional, así que ya estoy harto de que me presenten como el hijo de Alberto Breccia”.
Nacido en 1945 en Villa Mitre y criado en Ramos Mejía, Enrique asegura que no vio dibujar a su padre hasta que cumplió los quince años. Es más: en su casa no había revistas de historietas. “Mi viejo consideraba que las historietas no eran algo para sus hijos. Era muy estricto, y quería que leyésemos libros”, recuerda, pero aclara que a pesar de tanta disciplina cuando cumplió 4 años ya estaba dibujando. Comenzó a hacerlo para ganarse la vida una década más tarde, cuando su madre se enfermó de los riñones, y como su padre había meses que no llegaba a juntar la plata para cambiar los filtros de la diálisis, el pibe tenía que ayudar. Su primera historieta la hizo, justamente, con su viejo: se trató de “Vida del Che” (sobre la vida del comandante Che Guevara), con guión de Hector Germán Oesterheld. Pero ahí ya no ahorraba: Enrique recuerda que lo que le pagaban por página apenas si le alcanzaba para comprar el papel especial donde dibujó su parte. Porque su viejo y él dibujaron la historia cada uno por su lado, y ni siquiera se veían cuando llegaba el momento de entregar el trabajo. “Tenía una relación muy distante con mi viejo. Siempre decía que era discreto, pero en realidad lo que tenía era una indiferencia machaza. ¡Era tan discreto que no te daba pelota!”
Además de Oesterheld y Trillo, Enrique también trabajó durante los ochenta junto a otro guionista mítico del género local, Robin Wood. Se podría decir que cada uno de ellos encarna tres épocas y maneras distintas de hacer historieta. Con guión de Wood, Enrique dibujó “Ibáñez” para la editorial Columba a comienzos de los ochenta. “Nunca me hubiese imaginado trabajando para ellos, pero me vinieron a buscar porque Wood me eligió especialmente”. Cuando le pido que me cuente cómo fue trabajar con ellos, Breccia precisa que Wood solía ser riguroso y exigente para que, como dibujante, respetase su visión de la historia. “Pero es el eterno dilema entre guionista y dibujante. Cada guionista escribe e imagina como si fuera director de cine, pero después es uno el que tiene que ingeniárselas para meter en un cuadrito todo lo que imaginó”. Por eso Enrique destaca la amplitud y generosidad de Trillo y Oesterheld. Porque ellos no ponían todo lo que imaginaban en la historia, sino que simplemente le pasaban los textos. Entendían, según explica, que se trataba de una historia gráfica. “Hace poco encontré una página del guión original de Oesterheld para la vida del Che. Tenía nada más que los diálogos”.
En el prólogo que escribió para la edición recopilatoria de “El sueñero” de editorial Imaginador, Mariano Buscaglia cuenta que de pequeño a Enrique se lo solía ver con un mortero, machacando plantas. ¿Qué estaba haciendo? Estaba preparando sus pinturas. “También se me daba por la fabricación de armas primitivas”, confiesa, y no puede ocultar la sonrisa orgullosa que le asoma entre los labios. Cuando era niño, en Mar del Sur, recuerda que cazaba pájaros con arco y flecha de fabricación propia. Algunos objetos de la decoración de su estudio evidencian que aquella temprana fascinación por las armas primitivas se ha continuado en el tiempo. Colgados de la pared o apoyados sobre algún mueble se pueden ver un viejo rifle, puntas de flecha y algunos facones, todas reliquias de otros tiempos. Hay también osamentas de vacas y cabras, y hasta un cráneo indudablemente humano. “Son cosas que fuimos desenterrando mientras reconstruíamos esta casa”, explica Enrique. Otros adornos demuestran que, aunque confiese haber olvidado el corto de “Vuelve la alegría”, su realización no fue una casualidad: hay una rara foto de Juan Domingo Perón en Chile, junto a Carlos Gardel y el jockey Irineo Leguisamo; otra de Enrique junto a Herminio Iglesias, una placa del Consejo Justicialista de Mar Chiquita. “Siempre me pareció que la renovación peronista era una gran farsa”, dice Enrique, que trabajó junto a Galimberti en la revista Jotapé, donde publicó un dibujo sobre las Malvinas que le regalaron ambos a Aldo Rico. “Fue la única vez que el tipo debe haber llorado”, recuerda. En la biografía de Galimberti está mencionado el hecho, pero el texto agrega que Rico se emocionó tanto con el cuadro que, impulsivamente, rebuscó entre sus cosas y le regaló a Galimberti dos granadas españolas.
Cuando como periodista me tocó entrevistar a Ricardo Iorio en lo más álgido de su polémica del “si sos judío no me vengas a cantar el himno”, alguno de sus amigos músicos que a pesar de sus arrebatos lo quieren bien, me explicaban su proceder de una manera muy campera: “Le gusta rascarse donde pica”. Cuando se habla de Enrique Breccia, “donde pica” es el tema del peronismo cercano a lo carapintada, pero Enrique hoy en día no parece interesado en rascar ahí. Si uno le pregunta, cuenta. Cuenta, por ejemplo, que militó en Tacuara en su juventud, pero aclara que se fue alejando por el antisemitismo que profesaban. “Me parecía que no tenía nada que ver”. A veces se obsesiona con lo ideológico, es cierto. Aclara una y otra vez que dibujó el Che Guevara “por peronista”. Y dice que querría también dibujar la vida de Cristo y la de Napoleón. “Por Perón todos nos hemos ido haciendo un poco bonapartistas”, agrega. Resulta algo extraño escuchar de la boca del tipo que tan bien dibujó la codicia del conquistador en Alvar Mayor, que “todo ese asunto de la leyenda negra por la conquista, lo del saqueo y el genocidio de pueblos indígenas, creo que es un invento anglosajón para romper nuestros vínculos con España”. Pero, como se dijo antes, Breccia sólo habla de estas cosas si se le pregunta. Si no, habla de su vida, de dibujo y de historieta. Cuenta que desde 1992 se instaló definitivamente con su mujer en Mar del Sur, que terminó de dibujar “Lovecraft” con un parche en un ojo por una operación de retina que debió hacerse en el 2000, y que la historieta nunca va a ser realmente libre ya que está a merced de los vaivenes del mercado. “Es como hacer una silla: alguien finalmente va a tener que sentarse en ella”. Por eso confiesa que siente que la libertad está en la pintura. Esos cuadros que pinta con las cosas que trae el mar son para el suizo de una galería que, una vez por año, viene y se lleva la producción del invierno. “Siempre los vende todos”, cuenta Enrique, que tiene colgados en un lugar preferencial de su estudio unos enormes cuadros de fines de los sesenta y comienzos de los setenta. En uno se ve a un cura cuidando su jardín, debajo del cual hay un esqueleto humano.
Enrique lleva su trabajo a casa. Hay una biblioteca en su taller que, entre una colección completa de unos pequeños libritos editados por el diario La Nación entre 1901 y 1919, contiene copias de casi todas sus obras, ya sea volúmenes completos como revistas que las han ido publicando. Sólo así es posible ponerse al día con sus últimos trabajos, que no fueron publicados por estos lares, un destino que comparte con todos los dibujantes de su generación. Como cuando arrancó dibujando manuales escolares o cuando nació su primer hijo y se puso a dibujar para los ingleses de la Editorial Fleetway, Enrique es un obrero de la historieta y desde hace unos años instaló su trabajo en el mundo de los superhéroes norteamericanos. Lo primero que dibujó fue para la Marvel. “Se les enfermó un dibujante, y me pidieron un capítulo de X-Force”, cuenta. Lo hizo, y les gustó. Después le proponen hacer un Wolverine viejo, en un país nevado. A Breccia le gusta la historia, pero después de doce páginas de prueba el proyecto se cierra.
Cuando viaja a Nueva York a cobrar esos trabajos, cruza de vereda y va a probar suerte a la DC. Ahí descubre a un jefe de arte que es fanático de “Alvar Mayor”. “¡Se acordaba de algunos cuadritos en particular, y me los comentaba!” En la editorial de Batman y Superman hay una editora llamada Karen Berger, que es la responsable de haber llevado adelante el subsello Vertigo, hogar de Sandman y Hellraiser, lo más cercano a la historieta adulta que hay dentro del mercado de los superhéroes. “Estuve cuatro horas con ellos, y me fui de la reunión con el proyecto de “Lovecraft” bajo el brazo, que demoré dos años y medio en terminarlo”. Es un libro de más de cien páginas, un guión cinematográfico de Hans Rodionoff adaptado por Keith Giffen, que se publicó prologado por Carpenter. Cuando terminó, se puso a trabajar en La cosa del pantano, pero parece ser que el ciclo se ha agotado. “Karen me dijo que Neil Gaiman pidió trabajar conmigo”, cuenta. “Pero las cosas funcionan diferente allá. Los comics son una industria, y entonces no ponen a dos figuras fuertes juntas. Te ponen con un editor nuevo, y prueban con un guionista, por ejemplo. Tenés a un tipo que te corrige los cuadritos, que nunca hizo nada parecido antes. Ya ni me gasto en dibujar como yo quiero, porque sé que me van a pedir que lo cambie”, confiesa Enrique, que ya está empezando a trabajar para los franceses y asegura que sigue creyendo en la historieta. “Yo creo que sigue siendo un vehículo formidable, siempre y cuando no descuide su objetivo central, que es entretener, y no nos pongamos solemnes”.
No sólo es posible encontrar las revistas con su obra en los estantes de su estudio, sino que también dan vueltas por ahí los originales. Por eso es que uno puede abrir un cajón y encontrar, como quien no quiere la cosa, alguna obra maestra. Como esa maravilla que es “El reino azul”, con guión de Trillo, un cuentito sobre los caprichos monárquicos y la resistencia en siete pequeñas páginas, dibujadas con ese trazo casi infantil –incluso en la caligrafía de los diálogos, que son en una cuidada cursiva-- que también es marca de fábrica de Enrique. “Es como un nene que cuenta cosas terribles”, me explica. Mientras voy repasando la historia de ese monarca empecinado en pintar su reino de azul pero que no puede lograr que la gente deje de cagar marrón, le pregunto a Enrique si él sabía que estaba dibujando algo importante cuando lo hacía. “Uno siempre sabe”, responde. Sigo pasando las páginas de esa historieta publicada originalmente a fines de los setenta en la revista italiana Linus, y pienso tal vez ahí esté resumido lo mejor de toda la historieta de Enrique. Sobre todo cuando el monarca, después de mentir y torturar en procura de hacer realidad su capricho azulado, negado por la humanidad de sus súbditos, se resigna a cambiar de color y pintar todo su reino de marrón. Y en el último cuadrito se puede ver, en medio de una calle marrón, triunfal, un sorete azul.
Martín Pérez
Es periodista especializado en cultura popular y masiva y fue uno de los fundadores tanto de la revista de cultura rock «La mano» como de la radio comunitaria La Tribu.
Te puede interesar
26 de octubre, 2022
23 de septiembre, 2022
15 de agosto, 2022
04 de julio, 2022