23 de noviembre, 2021

Hallazgo

La revista que no detectó Google

¿Sabías que existió en Córdoba una revista de humor llamada «Sexomente» donde publicaban algunos de los mejores dibujantes argentinos? Esta es la historia de esa publicación que hasta hoy nadie mencionó en notas, ensayos, ni en documentos, y que ni siquiera está en la gran biblioteca de internet a pesar de las firmas que desfilaron por sus páginas: Peiró, Ortiz, Crist, Fontanarrosa, entre muchos otros. Conocé el origen, la vida y la desaparición, de este testimonio de aquellos tiempos (1985) cuando en la Argentina se comenzaba a pensar en libertad (y con humor) sobre el sexo.

 

La revista que no detectó Google

Al parecer, existe una colección completa de la revista «Sexomente» encuadernada en algún rincón de los vastos anales de los archivos gráficos que dejó el recordado dibujante cordobés Carlos Ortiz, fallecido en febrero del año 2000. Ortiz fue uno de los tres fundadores de esa publicación cordobesa. Desde hace unas semanas la familia de Ortiz busca la susodicha colección entre folletos, papeles, biblioratos, hojas, libros, cuadernos, revistas, bocetos, anotaciones y suvenires que integraban todo el archivo del artista, sin que haya aparecido todavía. La razón de esta búsqueda es oportuna: existe el proyecto, de corte memorabílico, de subsanar la ausencia informativa y la nulidad archivística de esta revista, publicando algo así como un «Libro de oro de Sexomente», es decir, todos los números juntos, en un solo volumen, con sus páginas como facsímiles para no discriminar la intrincada, prístina, monacal y creativa labor de diagramación que llevaba a cabo el diseñador e infografista Luis Yong —un talento fallecido en enero del año pasado— quien era además el encargado de reordenar el caos del inmenso material en bruto que llegaba cada mes a la redacción de la revista, ubicada en pleno centro de Córdoba, en la calle Belgrano al 100, entre 27 de abril y Caseros. Yong era «el cuarto Beatle» del trinomio directivo.

Salir (hechos)

«Salimos hechos», dice Peiró, «pero pudimos cerrar el proyecto habiendo pagado puntualmente cada colaboración y no debiendo ni un peso a nadie». La declaración de principios de Peiró obedece, además de a una intención de dejar en claro la honestidad del proyecto en un ambiente particularmente precarizado, como el de los dibujantes de humor, a que «Sexomente», un producto intensamente localista (pero de un localismo federalizado por la participación de Roberto Fontanarrosa y Crist, populares por sus preexistentes trayectorias en medios de Buenos Aires) generado por las mentes y las tintas de Carlos Ortiz —«Cali» para los amigos—, Manuel Peirotti —«Peiró» para los lectores—, y Gerardo Blumenfeld, «Roberto Benceno» para casi todo el mundo, era una iniciativa hecha no por amor al arte sino con amor al arte, o sea, bajo preceptos de seriedad laboral que rubricaban el compromiso férreo que enciende una empresa societaria entre amigos de estas condiciones, lo que hoy llamaríamos PyME. Pero una PyME desprovista de flexibilidad laboral, más bien provista de filamentos de camaradería que pudieran tejer una red de colegas en la misma situación: bordeando los cuarenta años, formando familias, adquiriendo trabajos fijos, pero reservando siempre un espacio para la admiración hacia este tipo de gestas artísticas consagradas a la pasión por la vocación primigenia: dibujar y vivir de ello. Eran todos dibujantes, artistas curtidos en el caballete de madera con salpicaduras de colores y sacapuntas.

De hecho, como rúbrica del empeño personal y la minuciosidad artesanal que cada uno aportaba a esta escaramuza que tenía bastante de esfuerzo cooperativo, en la esquina de Caseros y Belgrano, a media cuadra de lo que fue la redacción de «Sexomente», existe una fonda tradicional de comidas regionales en las que se pueden catar las mejores empanadas campestres y uno de los mejores locros de la ciudad. Se llama La Vieja Esquina, y su mención no responde a un canje publicitario de mi parte. Pero sí a uno que trazaron hábilmente Ortiz y Peiró para solventar sus almuerzos citadinos durante los días —precisamente hábiles— en que eran redactores de la revista. En La Vieja Esquina, que sigue funcionando, aún persisten colgadas en sus paredes —humeantes por ritos gastronómicos— varias obras ad hoc que Peiró y Ortiz canjearon con los dueños en 1985. Son originales que sólo existen en las paredes de ese local desde hace treinta seis años. «Sexomente» se financió sin subsidios ni aportes privados: íntegramente con marcas y sponsors, entre los que se destacaban algunos hoteles alojamientos.

Cuando las persianas de «Sexomente» se bajaron para siempre, la revista directamente se evanesció en el tiempo y huyó de cualquier espectro del mundo físico. Solo es hallable en ejemplares inciertos de algunos coleccionistas no obsesionados con el completismo. Por caso, mi padre no conservó ningún ejemplar, probablemente inducido por el pudor, ya que tenía cinco hijos entre la niñez y juventud y en mi familia nativa la inserción de temas sexuales en las conversaciones se puede cotejar con la promiscuidad del Michael Landon de «Camino al Cielo».

Hoy no hay información de ningún tipo sobre «Sexomente» en internet, lo cual representa casi una anomalía del sistema, una fuga viral de la Matrix. ¿Quién puede huir de Google? «Sexomente» lo hizo. No por heroísmo; por aleatoriedad. Esta ausencia da forma al vacío de un fragmento de la memoria gráfica argentina.

Los sexorígenes/Entrevista a mi padre Peiró:

Dada la inexplicable omisión de la revista en los anales digitales de la web, empecemos desde el inicio. ¿Cuándo, y fundamentalmente cómo surge el proyecto «Sexomente»?

Acabo de encontrar un cuaderno con anotaciones para proyectos de revista. Una era un diario con pinta de diario y noticias verdaderas, pero en broma, como sátira y crónica a la vez. Fecha: 02/08/1981. Creo que, poco después, viene la idea de Sexomente. Al principio éramos Cuel, Ortiz y yo. Luego lo enganchamos a Benceno. Por ahí, por los comienzos de los ochenta.

Si al origen material del surgimiento de esta revista hay que encontrarlo en la necesidad de llevar comida al hogar, ya que todos tenían familia, y dado que provenían de Hortensia, ¿terciaba en alguna medida la necesidad artística de crear algo propio, de concretar un anhelo más personal?

Ambas cosas, especialmente para mí, que aún no estaba en planta permanente de La Voz, y pasaba por una de mis peores crisis económicas.

¿Cuándo surge y cómo se consolida la camaradería con Carlos Ortiz?

En Hortensia, desde los primeros años de los setenta. Coincidíamos en muchas cosas, como códigos de lo que se hace y lo que no se hace, humor, y cosas así. Discrepábamos en otras, como, por ejemplo, fútbol (él futbolero; yo no; él de familia peronista; yo no, y alguna que otra simpatía o antipatía discrepante). Nunca dejamos que se interpusieran entre nosotros o resquebrajaran nuestra amistad. Mérito de ambos; pero más de él que mío.

Conociéndose tanto como amigos, debió ser sencillo el reparto de responsabilidades.

Cada uno tenía, sin haberlo acordado, porque ya nos conocíamos desde hacía rato, sus áreas. Por ejemplo: el fútbol y la política eran territorio de él, obviamente, y yo tenía la de los grotescos más estrambóticos, y los dibujos más elaborados. Él siempre decía que no era un dibujante, que sólo hacía un dibujo para ayudar al texto. Yo, al revés. Benceno, lo escrito puramente.

¿Qué equipo tenían?

Si por equipo debo entender artefactos, casi nada. Dos tableros y los elementos de dibujo. Lo demás era a cargo de «La Docta», que nos imprimía los ejemplares. La misma que lo hacía con Hortensia.

Plantel de luxe

«Sexomente» tuvo un staff de colaboradores que no le iba en saga a «Hortensia». Firmaban obras exclusivas para la revista Crist y Fontanarrosa. ¿Cómo fue la convocatoria?

Los contactamos por teléfono, les explicamos lo que queríamos hacer y casi todos se sumaron con sus trabajos. Lo único que les pedimos era que fueran colaboraciones ad hoc, no rezagos sin publicar. Y cumplieron. Hubo, además de humoristas gráficos, periodistas y escritores, algunos que por primera vez enviaban cosas a una publicación de humor. Quiero además destacar la colaboración de Luis Yong, nuestro diagramador, quien hizo una sobresaliente tarea sin fallarnos nunca e identificándose con el espíritu de Sexomente. Recuerdo cuando tocó a la puerta de la oficinita. Abrí y me encuentro con esta figura de grandote, macizo, oscuro y de ojos achinados. Parecía un «pesado» que mandaba alguna competencia para darnos un escarmiento tipo mafia. Casi, casi me pongo en guardia pugilística ante la aparición, pero su amplia sonrisa y su hablar de adolescente ingenuo me detuvo. «Hola, soy Yong», me dijo; «me habló el Cali para diagramar la revista». Nos hicimos amigos. Un gran profesional y un flor de tipo.

Muy rescatable era también el trabajo prolífico de Aldo Cuel en la revista, un talento que provenía de Hortensia y que luego de la experiencia en «Sexomente» se retiró del humor gráfico para dirigir la revista «Serma», de la Cámara del Calzado. Su contribución es particularmente cuantiosa, incluyendo la viñetita del hombre eternamente perseguido que se continuaba a lo largo del margen superior de las páginas.

Hoy uno de mis grandes amigos: Aldo Cuel, el inventor (o por lo menos el popularizador) de los chistes con el retruécano «No, si uá…». Un talento perdido para el humor, pero ganado para el «house organ» de la Cámara del Calzado. Fue un shock cuando nos comunicó que colaboraría, pero que no integraría la redacción porque tenía otro proyecto. Estaba cansado de galguear, y no lo culpo. Es una profesión azarosa, llena de incertidumbres; son muchos los talentos que se perdieron (por lo menos para el ambiente mío) en el olvido, cansados de renegar con los intervalos de desocupación, las demoras para cobrar, las frustraciones de todo tipo. Como la profesión de actor de cine: un mar de aspirantes, y sólo unas cuantas gotas de exitosos. Cuel era el de los monitos idénticos, sin detalles, globosos de silueta y por eso mismo más cómicos. Componía series monotemáticas tachonadas de localismos a cuál más gracioso, y con Ortiz y Benceno nos pasábamos largos ratos riéndonos de las colaboraciones que nos dejaba.

Obreros del humor

En la historiografía del acervo oral del humor cordobés del siglo veinte se puede constatar el estudio del uso medular de la anécdota como material cómico de base para desplegar el verdadero contenido del humor, que es el que surge en los intersticios de la improvisación, en el relato de los detalles y en la impronta del cuentista. Al respecto, son memorables las historias que existen sobre la dinámica caótica y efervescente de la redacción de la revista Hortensia, encastrada alegremente, por su director, Alberto Cognini, entre los espacios comunes de la casa familiar de los Cognini; historias de bohemia rasante de una era, hoy, casi ancestral, protagonizada por personajes arraigados con orgullo a un folclore local (Cascote, el Gordo Oviedo) que fue arrasado por esa especie de gentrificación del humor regional que hizo la televisión porteña de la segunda mitad de la década de los noventa, con el clímax de este proceso instalado en el desfile de cuentistas que cerraba el programa «Ritmo de la noche», conducido por Marcelo Tinelli.

Respecto a la redacción de «Sexomente», menos caótica que la de Hortensia por ser minúscula, ¿existen historias parecidas? Recuerdo que me contaste una vez que Cuel le gritaba improperios ligeramente inocentes pero ofensivos a la gente que pasaba por debajo de la ventana de la redacción, e inmediatamente se escondía. Ese recurso a la broma repentista medio infantiloide es muy típico del humor cordobés callejero. También la discreción de Benceno tenía algunas historias propias, ya que su personalidad apagada y modesta contrastaba con la estridencia del ambiente humorístico.

Bueno, es inevitable que, si se juntan cuatro personas de las características de los integrantes de esa redacción, pintoresquismos va a haber. Cuel se asomaba a la ventana y, aflautando la voz, le gritaba: “¡pelao!” a un transeúnte de ostentosa alopecia, siendo él ya pelado. Eso da la idea del clima. Por otra parte, apenas dábamos abasto para hacer todo lo necesario para mantener en marcha el proyecto, así que poco era el tiempo dedicado a la chacota. Tanto Ortiz como yo éramos esforzados obreros en lo que respecta a nuestro trabajo, así que muchas horas transcurrían en silencio. Benceno era callado, poco dado a las exteriorizaciones, pero tenía la inteligencia y el sentido del humor perceptivo y satírico del judío inteligente; una verdadera máquina de producir chistes, dichos, crónicas, juegos, crucigramas, acertijos y todo lo que contribuye a llenar espacios con material de calidad. Todo, por supuesto, con un estilo personal y gestual apocado y casi imperceptible. Leerlo era como leer a un hiperquinético como Chaplin o Woody Allen. Pero en persona pasaba desapercibido. Además, poseía un notable talento para las cuentas, los cálculos y los números (no en vano era profe de química y matemáticas, algo que era chino para Ortiz y para mí), lo cual nos sirvió para cerrar la revista, pagando a todo el mundo sin dejar ningún clavo (uno de los códigos que compartíamos con Ortiz).

«Sexomente» tenía contenido textual abundante, con columnas, y hasta ensayos. Más allá de que existe una tradición al respecto, que se remonta a los orígenes gráficos del humor satírico del siglo 19, ¿de dónde provino la decisión editorial de preservar esa mixtura canónica de imagen y palabra?

Posiblemente de nuestro viejo proyecto de un diario cómico. Además, queríamos una revista jugosa, que se pudiera leer un buen rato, y que trascendiera el prototipo de las «figuritas» exclusivamente. Fue, según recuerdo, una decisión unánime, pese a que, en mi caso, necesitaba espacios más o menos grandes para mis ilustraciones; la antítesis de las de Aldo, por ejemplo.

Sexualmente (in)correctos

Está claro que la marea de corrección política contemporánea no permitiría la distribución de una revista como «Sexomente» hoy, al menos en un circuito formal de quioscos. Creo que directamente a nadie se le ocurriría siquiera pensar un proyecto así hoy. Pero el sexo siempre fue un tabú, un tabú inestable y variable, pero ubicuo y atemporal. ¿Tuvieron alguna suerte de advertencia censora de parte de alguna institución?

Que yo recuerde, no. «Sexomente» era, en comparación con «Sexhumor» de Cascioli, por dar un caso, casi infantil en su ingenuidad. Había publicaciones más audaces y explícitas en Buenos Aires, aunque muchas casi clandestinas, podría decirse.

Más allá de que, consustanciada con la apertura democrática, en Argentina se vivía la llamada «era del destape». Una estrategia de comunicación de la época que resultaba bastante hipócrita en cuanto no reflejaba la cerrazón moral de la sociedad argentina de la post dictadura, ¿cómo debatieron con Ortiz los límites que debía autoimponerse un medio de estas características?

Fácil: evitar la chabacanería y lo explícito sin sentido; hacer prevalecer la calidad del humor y del chiste antes que el componente «risqué» al cohete. Creo que lo logramos, aun cuando Sexomente era considerada escandalosa y una degeneración por las almas más conservadoras de Córdoba.

La revista, al cabo, se vendió bien. En ese sentido, tuvieron éxito. ¿Recordás de cuántos números eran las tiradas?

No. Pero sí recuerdo que las primeras tiradas fueron alentadoras, y llegamos al número 11 con fe y esperanza, pero dándonos cuenta, sin que lo expresásemos con toda la letra, que había pasado la era de la revista de papel como la conocimos en nuestros comienzos.

La práctica de la «cancelación», el vocablo del presente, se ha extendido a niveles ridículos. Hoy hablan de cancelar hasta «Seinfeld». Pero el humor es provocación, está en su genética. ¿Cuál podría ser la manera más pertinente de hacer humor en estos tiempos, que algunos denominan neo-victorianos?

Soy un anti-tecnológico, más por tozudez y espíritu contreras que por convicción, pero me doy cuenta que hoy el humor, si así puedo llamar a algunos ejemplos que me llegan a través de los celulares de mi familia, está en las redes sociales, ninguna de las cuales frecuento. Ni siquiera tengo celular. Difícil interesar a la gente en chistes que tienen que pagar para mirar o leer, cuando no despegan la mirada del celu. Para bien o para mal, la pantallita está con nosotros vaya a saber hasta cuándo. Pero yo ya estoy viejo, y puedo darme algunos gustos que mal podía darme a la edad de 33 años: rezongar contra todo lo que me parece absurdo e idiota de los tiempos que corren y en los que estoy inserto. No es que reniegue del progreso; para mí Internet ha cambiado para bien la vida del planeta, aún más, diría, quizás equivocándome —no soy un gurú de nada— que la imprenta. Eso de tener información, entretenimiento, actualización, arte y literatura, cine, televisión, publicidad, comunicación, todo en una entidad es magnífico, pese a los obvios vicios y defectos de los que adolece la red. Nada reemplaza al libro, para mí; hasta el olor del papel es una compañía, la posibilidad de leer a la luz de una vela, cuando falla la electricidad (nada raro en la Argentina), el deleite de entrar en una librería de segunda mano y ver los estantes repletos de vaya a saber qué tesoro oculto; la misma portabilidad del libro versus lo efímera que puede ser la disponibilidad de la literatura informática (¿se dirá así?)que depende de que alguien la anule (¿baje?) de la red; la misma presencia de mis viejos amigos de tapas forradas de tela, cuero, cartulina o lo que sea, las páginas que se amarillan, el manoseo evidente en las de segunda, el olor de los más viejos, a pegamento orgánico, papel y qué sé yo. Hasta la misma indiferencia que evoca en los potenciales ladrones, salvo uno que otro conocido que pide prestado y no devuelve, es una ventaja. Porque, ¿quién no quiere afanarse una computadora? Y ¿quién un libro? El humor no ha muerto; está en el ser humano mientras haya una conciencia del mal, de la estupidez, de la crueldad y la intolerancia, y mientras haya quien quiera, recurriendo al absurdo, señalarlos.

Miguel Peirotti

Miguel Peirotti

Cineasta, periodista y escritor