26 de octubre, 2022
Decir Amengual es como nombrar un pedazo de historia del humor gráfico argentino. Pronunciar el apellido del Lolo es citar a las bienales de arte de Córdoba, hablar de las redacciones de revistas como Confirmado y Mengano, del Instituto Di Tella, del Moderno, de los inicios de Les Luthiers, de las noches junto a las rotativas y las linotipos. Autor de algunos libros fundamentales como Así en la tierra como el cielo; Humorbo: los humores de Amengual o Alejandro Sirio. El ilustrador olvidado, el Lolo repasa su historia en una serie de notas que aquí comienzan. No dejes de leer la tira maldita de Amengual «Los piratas del Orzuelo».
Por Judith Gociol
Lorenzo Jaime Amengual –Lolo– es diseñador gráfico, dibujante e ilustrador y, sobre todo, un humorista espontáneo y natural: no hay casi faceta de su labor, ni de la charla de este gran conversador, en la que no se filtre la picardía, la gracia, el sarcasmo y el humor negro, antes que nada, dirigido hacia sí mismo.
Autodefinido como «un joven artista gráfico de edad avanzada» esa percepción disimula con simpatía, una variada, innovadora y profusa producción apreciada por sus pares pero sin el reconocimiento generalizado del público ni el consagratorio que da el mercado, tal como sostienen Marta Dujovne y Ana Longoni en el prólogo del catálogo a la muestra «Temas Nobles».
Lolo tiene 82 años y se siente en «sala de preembarque» –como dice entre risas– y quizás por eso, pandemia mediante, aprovechó el aislamiento obligatorio para revisar los cientos de trabajos que componen su obra, desparramada en viejas publicaciones o guardada en las pobladas y desordenadas carpetas de su archivo. Entre los trabajos rescatados reapareció una historieta inédita, «Los Piratas del Orzuelo», cuyas tiras Fierro comienza a publicar ahora, acompañadas por unas notas en torno a Amengual y a su obra.
«Soy un chico de la guerra», dice el Lolo porque nació -en Marcos Juárez, provincia de Córdoba- el 30 de agosto de 1939, dos días antes de que Alemania invadiera Polonia y diera comienzo al segundo conflicto bélico mundial de la historia. Ese fue su imaginario primario: los barcos, los submarinos, los tanques y, sobre todo, los aviones, (cuyos motores ayudaba a limpiar en el aeroclub del pueblo) de los que hacía dibujos y maquetas de aeromodelismo.
Tiene la impresión de haber garabateado desde siempre. Integrante de una familia de inmigrantes ítalo-españoles, fue la parte «tana» la que fomentó su inclinación por las bellas artes: «Rafaello di Urbino, penello divino» (Rafael de Urbino, pincel divino, en referencia al pintor renacentista), decía su abuela con cariño, mientras lo miraba enchastrar cuanta superficie lisa encontrara. Tanto fue así que, hace unos meses, su hermano descubrió que los fondos de madera de los ocho cajones de un viejo ropero de la casa paterna, estaban totalmente cubiertos de trazos.
A los ocho o nueve años descubrió la existencia de la Escuela Provincial de Bellas Artes en Villa María, una localidad cordobesa adonde se mudó la familia. Concurrió entusiasmado durante dos años de práctica académica, lápiz y tablero, copiando modelos de yeso junto a un profesor paciente que daba consejos a los cuatro o cinco chicos que asistían, entre los que estaba Jorge Bonino, —luego actor y artista de vanguardia— de quien fue amigo hasta su muerte.
Según recuerda, a los once dibujaba de la mañana a la noche encerrado en un galponcito de chapa que había en el fondo de la casa, mientras su abuela –ya menos entusiasmada– y su madre cuchicheaban preocupadas, en italiano, acerca de alguna posible enfermedad. Las dos mujeres terminaron de volverse locas cuando se enteraron que además de copiar personajes de historietas, el adolescente y dos amigos construían un bote de madera para tratar de navegar los 260 kilómetros que unen Villa María con Rosario por el Rio Tercero. El bote flotó pero la navegación fue abortada.
A partir de la posguerra el cine amplió el mundo de la imagen: películas de guerra y de aventuras, alguna de Chaplin, Luis Sandrini entre los nacionales, y muy de vez en cuando las de Disney. «Era cosa de fines de semana donde había dos funciones a la tarde y a la noche –puntualiza– A los chicos nos apasionaba la matiné, extra de todos los domingos a las 14. Íbamos en grupo y el programa incluía una película, en general de aventuras y un ‘episodio’ que era el capítulo de una serie (El Zorro, El llanero solitario, Flash Gordon) que continuaba durante varias semanas».
La imaginación la despertaba también la radio: el humor, la música, la información, los radioteatros... La tele, en la que Amengual trabajaría después, demoró en llegar al hogar familiar.
Por los 50s, el mundo editorial también había crecido, publicaciones de diferentes géneros circulaban con fluidez «La revista Patoruzito comenzó a llenarme la cabeza de historietas. El paquete con revistas llegaba en ómnibus al pueblo, y yo iba a esperarla a la estación porque el quiosco de allí era el primero en venderla». Publicaciones como Misterix, Hora Cero, El Tony y los cuadernillos del Curso de los Famosos Artistas que la Escuela Panamericana de Arte enviaba por correspondencia completaron su iniciación gráfica.
Las cartillas de esas clases –que prometían que, con solo llenar el cupón de inscripción podía cambiarle al afortunado la vida– contenían dibujos de Alberto Breccia, de Carlos Roume, de Pablo Pereyra, de Hugo Pratt. «Me acuerdo la emoción que sentía cuando, a vuelta de correo, me mandaban los trabajos corregidos firmados por Pratt. Mucho tiempo después me di cuenta de que no era su firma manuscrita sino que estaba pre-impresa, como si fuera un sello».
La revista Mas Allá, los libros de ciencia ficción y las novelas policiales lo acompañaron cuando, a los 13 años, el Lolo dejó Villa María para cursar su secundario en el Liceo Militar en la ciudad de Córdoba. Pronto fue reconocido meritoriamente como «el que dibuja». Para una de las materias, Instrucción militar, reproducía mapas y diagramas. «Con un mapa mal trazado a propósito, le hice perder la batalla de San Lorenzo a un oficial odiado por todos, que debía explicarla. Sobre mi mapa, San Martín y los realistas jamás pudieron enfrentarse –cuenta el ex alumno con un dejo de disfrute–. Fue tan grande el asombro del instructor, que no sospechó de mi picardía, me salvé raspando». En el último año de cursada, en 1956, junto a algunos compañeros hicieron una revista, una reseña del secundario que finalizaba: «solo recuerdo que en ella vi por primera vez un dibujo mío impreso».
La Universidad Nacional de Córdoba fue fundada en 1613, es la más antigua del país y una de las primeras del continente americano; famosa por su emblemática reforma democratizadora impulsada por los estudiantes en 1918, estaba muy convulsionada cuando, en 1958, Amengual se sumó a los claustros de la Facultad de Arquitectura en la capital provincial mientras el gobierno nacional de Frondizi fluctuaba entre las protestas y la represión.
A pocos meses de su ingreso irrumpió la lucha por la enseñanza laica y la libre: el radicalismo y las izquierdas defendían la educación pública y gratuita mientras que católicos y conservadores apoyaban la propuesta presidencial de que las universidades privadas pudieran emitir títulos oficiales. El reformismo vs el integralismo: «En Arquitectura éramos rabiosamente laicos». Pero se impusieron los libres.
«Con un ex compañero del Liceo, que también estudiaba arquitectura formamos un dúo tipo Van Gogh-Gauguin. Con caballete, bastidor y óleo nos internábamos en las barrancas del Barrio Observatorio a pintar paisajes. A los míos los recuerdo horrorosos así que tomé una sana decisión: en vez de cortarme la oreja, abandoné los pinceles pero no la voluntad del trazo». En 1960, consiguió el cargo de asistente en la cátedra de dibujo, su primer trabajo rentado.
El Lolo dibujante y flamante profesor compartía con amigos y amigas visitas a los museos; funciones de orquestas sinfónicas; las sesiones de las noches de viernes en el observatorio astronómico; el cineclub y los primeros contactos con los artistas vanguardistas y, de hecho, fue partícipe de ese clima de experimentación con Popotovna mon amour una suerte de ópera, cuyo título apelaba a una película fetiche del momento, Hiroshima mon amour de Alain Resnais. «El sector femenino, nuestras talentosas compañeras, asombró con sus danzas y cantos complementadas por Jorge Bonino, Carlos Narvaja y el coro propio de la facultad que participó activamente. Fue un delirio dadaísta-surrealista, con danzarines completamente envueltos en papel higiénico como momias y gente con caretas que cruzaba el escenario pedaleando triciclos infantiles. Debe haber sido lamentable, pero mi recuerdo, borroso, lo rescata como un acto inicial. A partir de Popotovna el camino del arte empezó a consolidarse en algunos de nosotros».
En esos 60s, Córdoba bullía cultural y políticamente. Había empezado a cambiar su fisonomía a finales de la década de 1940 y esta tendencia se acentuó con la instalación –en el decenio siguiente- de las automotrices Fiat e Industrias Kaiser Argentina (IKA), en donde Lolo entró a trabajar como free lance para el Departamento de Relaciones Públicas y para la revista Gacetika. Nacida como publicación de difusión interna, se transformó en un canal de divulgación de un modelo de producción industrial que apostaba a la modernización regional, e incluía a las políticas culturales: desde la enseñanza técnica a la concreción de los Salones IKA y las Bienales Americanas de Arte.
Las Bienales fueron tres y se realizaron entre 1962 y 1966. Para las dos últimas, Amengual diagramó folletos y catálogos, trabajos que cimentaron su conocimiento sobre técnicas de impresión y su relación con artistas plásticos, diagramadores, dibujantes y músicos de la vanguardia porteña. Y en la 3ra realizó también un mural, una historieta de ocho cuadros ampliada fotográficamente, que ocupaba dos paredes de seis metros por cinco.
Fueron la antesala de otras emblemáticas bienales cordobesas posteriores; realizadas entre 1972 y 1986 en el Museo Genaro Pérez, se volvieron clave «para fundar un canon y una historización de la historieta y el humor gráfico argentinos, así como los debates y tensiones entre la identidad regional, la nacional y la internacional; el arte, el oficio y el mercado; la gráfica y la iconología popular; o elementos constitutivos de la argentinidad y la necesidad de inscribirse en una genealogía dominada por las potencias del norte», según sostienen los historiadores Amadeo Gandolfo y Pablo Turnes.
A partir de 1962 Amengual comenzó a trabajar en el departamento de Arte de Canal 10, que era parte de los Servicios de Radio y Televisión, de la Universidad Nacional de Córdoba, junto a otros dos dibujantes, Miguel Ángel Cachoito De Lorenzi y Víctor Viano. Desarrollaban la cartelería y la publicidad del canal así como las aperturas y la gráfica que requerían los programas, en un momento en el que la televisión argentina llevaba once años de existencia, le iba ganando espacios al cine y era el principal centro televisivo de América Latina aunque la producción y el equipamiento en la televisión provincial eran muy limitados.
En 1964 el Lolo se recibió de arquitecto. Estaba casado, tenía dos hijos pequeños y acababa de ganar el cargo de profesor adjunto, cuando el general Juan Carlos Onganía dio el Golpe militar que derrocó el presidente Arturo Illia. Fue expulsado de la Facultad por firmar una solicitada contra el gobierno de facto y, a poco nomás, le surgió una propuesta de trabajo inimaginada por él: ser jefe de arte de la revista Confirmado en Buenos Aires.
La arquitectura como profesión y la docencia universitaria quedaron en Córdoba, mientras que en la nueva ciudad fue definitivamente capturado por la gráfica, el dibujo y el lunfardo, un léxico hasta entonces absolutamente desconocido.
En esa transición geográfica, cultural y personal estaba Amengual cuando apareció su primer libro: Así en la tierra como en el cielo, un conjunto de chistes contundentes –en el trazo y en los contenidos– donde el humor negro, el pop, la psicodelia, el arte, el poder, Dios, el diablo y la influencia de Heinz Edelmann metieron la cola.
Los dibujos fueron realizados en su provincia y el título editado por la Universidad de Córdoba, cuando su autor ya estaba en Buenos Aires. Incluso dos de los trabajos, «Adán y Eva» y «Goces» tienen guion del poeta Juan Gelman, que era el encargado de la sección literaria de la revista. «Yo solía pedirle su opinión mostrándole mis bocetos inconclusos, viendo algunos, encontró dos historias que le hicieron gracia. Recuerdo que sonrió y sin hablar agarro un lápiz y les dio coherencia agregándole su texto».
Por entonces el diseño no se estudiaba aún en ninguna facultad ni estaba establecido ni jerarquizado, de modo que los que sabían, lo aprendían mirando revistas y consultando. El faro eran, para el novel jefe de arte, Juan Carlos Distéfano y Rubén Fontana, los diseñadores del Innovador Instituto Di Tella, con quienes se había contactado desde Córdoba por carta.
«El Instituto y su sucursal, el bar Moderno de Maipú al 900, daban cobijo y atraían a una fauna variopinta de pintores, músicos, escritores, gente del teatro, la danza, el psicoanálisis, la semiología y, seguramente, varios espías de Onganía. En este menjunje atractivo la pugna `París o Nueva York´ como capitales del arte, se sentía claramente», describe el humorista.
En ese albergue de vanguardia irrumpió como un «aerolito deslumbrante» su otrora compañero de dibujo y de Popotovna con el espectáculo Bonino aclara ciertas dudas, para el que el Lolo colaboró en los momentos en que había que explotar cohetes y repartir volantes.
Dos años después, Roberto Villanueva, el director del área de teatro del Instituto estrenó Ubu encadenado, en la que participaron Marilú Marini, Hugo Midón, Lorenzo Quinteros, Bonino y... Amengual: «Sufrí, la actuación no es lo mío».
Trabajar en Confirmado ayudó a cordobés a ampliar su relación con el mundillo de la plástica iniciada en las bienales IKA, a la vez que se codeaba de periodistas reconocidos, controlaba complejos procesos de impresión, hacía páginas de humor e ilustraciones de tapa e interiores.
Hasta 1969, el año que participó en la protesta artística Malvenido Rockefeller (muestra clausurada por Onganía 24 horas después de su inauguración) y que también se sumó a Cícero Publicidad la agencia en la que trabajaban Oscar Steimberg y Marcos Mundstock –entre otros- quien, en 1971, le encargó la tapa del primer disco de Les Luthiers, Sonamos pese a todo.
Un año después apareció su segundo libro, José Martí. La edad de oro, encargado por la editorial Nueva Senda, en el que se recrea el contenido de los tres números de la revista para niños editada por el cubano en 1889 mientras preparaba en Nueva York, la guerra para liberar a la Isla de España, y en la que perdió la vida.
«Sin ninguna referencia en que apoyarme, revisé ilustraciones del siglo XIX y las armé ensamblando trozos de imágenes recortadas de libros y diccionarios antiguos que aportaron sus texturas para lograr el aire retro que necesitaban las nuevas ilustraciones».
El resultado es un libro bello, original e imbuido de los colores, las texturas y los recursos del arte pop.
En esa nueva etapa vital andaba el dibujante cuando ideó «Los piratas del Orzuelo», una historieta que iba a integrar una revista que nunca apareció; fue presentada y rechazada por el diario Clarín y quedó inédita desde 1973 hasta ahora que Fierro la empieza a publicar.
Judith Gociol
Periodista, investigadora, editora y curadora.
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