26 de octubre, 2022
Entrevista
«¿Somos nuestro cerebro? La construcción del sujeto cerebral» de Fernando Vidal y Francisco Ortega, recientemente editado por Alianza Editorial, recorre las concepciones culturales e ideológicas en torno al cerebro, sobre todo en sus manifestaciones cinematográficas, literarias e historietísticas. Osvaldo Aguirre dialogó con Fernando Vidal, doctor en Psicología y co autor del libro, acerca de las diferentes impresiones culturales alrededor de esa masa gelatinosa, sembrada de circunvoluciones y conexiones eléctricas, que nos define como seres humanos.
Por Osvaldo Aguirre
«Cerebros, cerebros, qué delicia», canta una criatura extraterrestre de un solo ojo y largos tentáculos que se alimenta de cerebros en la serie Bill y Mandy. Lejos de ser una pieza original, la canción remite a una extensa tradición del cine y la literatura que toma al cerebro humano como tema y objeto de indagación, en una saga que puede extenderse desde los cortometrajes del cine mudo a superproducciones recientes y desde clásicos del relato fantástico, como Frankenstein, de Mary Shelley, hasta alcanzar un género específico al que la crítica actual llama neuronovelas.
Las representaciones del cerebro en la ficción y el imaginario en torno a los trasplantes, los recuerdos y la amnesia en el cine y la literatura constituyen uno de los capítulos de ¿Somos nuestro cerebro? La construcción del sujeto cerebral, un estudio de los investigadores Fernando Vidal (Buenos Aires, 1957) y Francisco Ortega (Madrid, 1967). Publicado por Alianza en Madrid, el libro es desde el título un análisis crítico del neurocentrismo, la idea generalizada a través de la ciencia respecto de que el ser humano se define en función del cerebro.
En ese marco, el cine y la literatura se revelan como formas que incorporan la «ideología cerebralista», según dicen Vidal y Ortega, y al mismo tiempo la cuestionan. La bibliografía y la filmografía citadas son amplias y diversas: Philip K. Dick, Michael Crichton, Ian McEwan, William Gibson, entre otros escritores, y la saga de películas sobre Frankestein, El hombre que trocó su mente (Robert Stevenson, 1936) y El hombre del cerebro trasplantado (Jacques Doniol-Valcroze, 1971), como algunos de los títulos destacados en el cine. También hay una remisión a Dormir al sol (1973), novela de Adolfo Bioy Casares que relata el trasplante de un alma humana a un perro, y las referencias podrían extenderse a personajes notables de la historieta argentina, como el Mano que controla con su cerebro a los escarabajos y hombres robot, en El Eternauta, de Héctor Oesterheld y Francisco Solano López, y el científico que dirige a los «ojos de plomo» en la entrega inicial de Mort Cinder, de Oesterheld y Alberto Breccia.
Plancha del Eternauta.
Fernando Vidal continúa el análisis en otro libro que la editorial Amsterdam University Press publicará este año en inglés, Performing Brains on Screen, dedicado a la puesta en escena del cerebro en el cine. Graduado en el Colegio Nacional Buenos Aires -«soy de una promoción donde hubo muchos desaparecidos»-, en 1977 obtuvo una beca para continuar estudios universitarios en el extranjero. Después de licenciarse en psicología y en historia de las ciencias en las universidades de Harvard, Ginebra y París, se doctoró en Ginebra y entre 2000 y 2012 fue Investigador del Instituto Max Planck de Historia de la Ciencia de Berlín; a partir de ese año se estableció en España, donde es profesor en la Institución Catalana de Investigación y de Estudios Avanzados, de Barcelona, y en la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona.
«No era el tipo de cine que en principio me interesaba -cuenta Vidal, por videollamada, a propósito de su nuevo libro-. Llegué a las películas de serie B a partir de observar cómo en ellas el cerebro se vuelve una especie de protagonista: hay cerebros que flotan, que son actores ellos mismos, que vienen de otro planeta, que en general tienen intenciones malvadas y quieren dominar a la humanidad. Empecé a fascinarme por el tema».
La filmografía que consultó para su investigación incluye más de doscientas películas. «Obviamente no es todo -aclara Vidal-, y entre ellas hay una sola que no he visto, La verdad sobre el hombre mono, un corto francés de 1906 en el que un hombre recibe el cerebro de un mono por trasplante y hace monerías. Son los principios del cine, asociados al teatro de variedades, a la pantomima, al circo. Busqué en archivos y escribí a la Cinemateca Francesa, pero hasta ahora no la conseguí y no me consta que sea una película desaparecida. Fue un principio para el libro: no hablar de películas que no hubiera visto».
-En el libro con Ortega plantean que cuando la ficción incorpora temas científicos no puede ser valorada por el rigor con que trata esas cuestiones sino por sus significados. También dicen que las ambivalencias y contradicciones de la ficción no son defectos sino una muestra de la complejidad de los temas y de su carácter abierto. Es una mirada poco frecuente en la ciencia a propósito de la producción cultural.
-La pregunta suele ser si el cine representa bien a la ciencia, si es exacto. Muchos comentaristas, especialmente cuando vienen de la filosofía, se olvidan de que la mayoría de las películas están hechas con objetivos comerciales. Hay un contexto que determina aspectos, como la duración y los recursos de producción. El cine no está obligado a tener una intención didáctica y tampoco hay que pedírsela. Además de la exigencia pedagógica, el comentario filosófico encuentra a veces significados muy profundos. No digo que no sea un ejercicio interesante, pero se olvidan de las condiciones de producción, de los objetivos específicos de las películas y de las condiciones internas de la producción cinematográfica.
-¿Qué películas serían particularmente representativas?
-Por ejemplo las películas de Frankenstein. A partir de los años 40, el tema original de la creación de la vida es reemplazado por los trasplantes de cerebro. Uno puede decir que en las culturas donde se producen estas películas cunde la idea de que somos nuestro cerebro y los trasplantes la ponen en escena, pero al mismo tiempo la continuidad está dada por razones internas de la producción cinematográfica como el éxito de público o cuestiones de marcas. Cuando la producción de Frankenstein pasó de la Universal Pictures a Hammer, en los años 70, Hammer no pudo retomar la figura del monstruo porque estaba protegida por un copyright. Explotaron entonces otra veta. Hay condiciones que no responden a una significación demasiada profunda sino a la producción. En otra película excelente, ¡Huye!, de Jordan Peele (Get Out, 2017), gente blanca rica en EE.UU. busca a personas negras jóvenes atractivas y de buena salud para hacer trasplantar sus cerebros a esos cuerpos. Además del tema tradicional del trasplante y de la inmortalidad, la película retoma cosas que se encuentran en películas anteriores, del cine B, a través de homenajes y citas. Lo interesante es la continuidad del tema a través de un siglo, porque habla de una convicción en nuestra cultura, reforzada por las neurociencias contemporáneas, de que somos nuestros cerebros. Peele combina aspectos muy antiguos -la manera de hacer el trasplante serruchando el cráneo, por ejemplo- con una escenificación moderna, pero el tema principal de la película no es el sujeto cerebral o el trasplante sino el racismo. Hay varias películas que ponen en escena trasplantes de cerebros para mostrar los problemas raciales en EEUU.
Afiche publicitario para la película Get Out, 2017.
-Además de buscar temas, ¿qué hacen el cine y la literatura con las ideas que toman de las neurociencias?
-Ese es un punto fundamental. La gran belleza, el valor cultural de estas producciones es que pueden presentarnos posiciones contradictorias sin tener que resolver la cuestión. El esquema típico es que la película empieza con la idea evidente de que somos nuestro cerebro, de que la persona está ahí donde está su cerebro, etcétera, pero los elementos siguientes problematizan esa creencia y la dejan abierta, como si dijeran que también somos otras cosas, que también somos nuestras relaciones, nuestras circunstancias en la política. La metáfora del cine o de los cómics como reflejo de una realidad externa me parece empobrecedora para entender la cuestión, más bien la veo como una totalidad donde los elementos de la cultura interactúan con los elementos de la ciencia. La primera película sobre Frankenstein (Frankenstein. The man who made a monster, James Whale, 1931) es un ejemplo paradigmático. Como dice el doctor Frankenstein, la ciencia y la antropología de la época aceptan como algo banal que la forma del cerebro revela las características de las personas. Mirando un cerebro fuera del cuerpo, simplemente, se podía señalar el lugar de la criminalidad: era una idea que no sorprendía a nadie, la película incorpora una creencia común. Por otro lado, el doctor afirma que no se da cuenta de que trasplanta a la criatura el cerebro de un criminal, pero la película lo contradice, porque muestra que la violencia del monstruo se produce como reacción a las agresiones de los humanos. Lo que me parece culturalmente significativo es que los comentarios posteriores retoman lo que el doctor declara como explicación de lo que pasa en la película, es decir, que la criatura se vuelve violenta por tener un cerebro criminal, y esto hasta hoy, prácticamente. En realidad no es así, la película está mucho más cercana del espíritu original de la novela, donde la criatura sufre por haber sido maltratada por sus creadores. Frankenstein entra a formar parte de un complejo más grande de comprensión, de creencias y de representaciones sociales.
-¿Cómo se integra después ese conjunto?
-Hay películas más y menos sutiles. Las películas de un cerebro malvado que viene de otro planeta para apoderarse de la Tierra no tematizan tanto esta cuestión. Se pueden leer en clave de los años 50, la guerra fría, la amenaza comunista y el peligro nuclear. Pero no deja de ser interesante que se represente la vida de un ser extraterrestre en la forma de un cerebro. Podría ser de otra cosa, pero es de un cerebro, y viene de antes del cine, de los cómics de los años 20. Los extraterrestres tienen típicamente cabezas muy grandes, como en Marte ataca, y muchas veces los cerebros expuestos, en vez del cráneo. El cerebro enorme es un signo que mezcla súper inteligencia y súper fuerza, utilizadas en general con objetivos destructivos para la humanidad.
Fotograma de la película Invaders from Mars (Tobe Hooper, 1986, remake de la versión de Cameron Menzies de 1953.
-¿Por qué los cerebros le interesan tanto al cine?
-Cuando funciona, un motivo sirve para construir una tradición, para fabricar variantes alrededor de un tema que la gente reconoce y a medida que las variantes se acumulan se vuelve un objeto de culto del público. Pero la continuidad se explica también porque en nuestra cultura seguimos creyendo que somos esencialmente nuestro cerebro. No de la misma manera que hace cincuenta años, porque las tecnologías y los conocimientos han cambiado, y con un espíritu diferente, porque en otra época se lo podía dar como un «hecho», entre comillas, al que todavía le faltaba demostración definitiva, mientras hoy los neurocientíficos lo plantean como algo establecido e incuestionable. Ahora, la gente va al cine para divertirse, para entretenerse. Ninguno de los comentarios sobre ¡Huye!, por ejemplo, analiza la película en clave cerebral sino, como dije, en función de la problemática racial, que es efectivamente la dimensión política del film. Lo otro, los trasplantes de cerebro, es un cliché que sirve de sostén. Otra película muy buena, Change of Mind (Robert Stevens, 1969), lo utiliza también para explorar la lucha por los derechos civiles en EE.UU. en una época álgida. En este caso es un abogado blanco cuyo cerebro se trasplanta al cuerpo de un negro; es una de las pocas películas, además, que toma como núcleo el tema de la continuidad de una persona en el cuerpo de otra, y además tiene música de Duke Ellington.
-Otra vertiente temática fuerte proviene de la memoria y los recuerdos, como en El vengador del futuro (Total Recall, Paul Verhoeven, 1990), sobre un cuento de Philip K. Dick. En el final de la película se dice que “somos nuestras acciones, no nuestros recuerdos”. ¿Sería una alternativa a lo que plantea la neurociencia?
-El cine presupone que somos esencialmente nuestros recuerdos. Por eso la continuidad del tema de la amnesia, un recurso dramático, de acción. Y además presupone que para ser nosotros mismos los recuerdos tienen que ser nuestros, sobre cosas que hicimos. Hay muchas películas que exploran y problematizan el tema siguiente: ¿qué somos si nos ponen recuerdos de otras personas? ¿somos nosotros o somos otros?
El vengador del futuro (Total Recall, Paul Verhoeven, 1990).
-Es el caso de Rachel, la replicante de Blade Runner (Ridley Scott, 1982).
-Sí. El personaje sabe que tiene recuerdos falsos pero lo acepta como su realidad. La pregunta queda abierta, ¿quién es esta persona? Por otra parte, las películas que combinan el tema cerebral con el de la memoria sitúan a la memoria en el cerebro, la memoria como proceso cerebral. Aquí hacen falta recursos creativos potentes, como por ejemplo en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, Michel Gondry, 2004). En esa película una chica se hace borrar los recuerdos de su relación fracasada; cuando el ex novio se entera quiere hacer lo mismo, va a un lugar donde se hace el procedimiento, pero en medio del proceso se arrepiente y hay escenas de recuerdos en diversos lugares que ocurren en esa circunstancia. Lo que vemos es la representación dramática de un proceso cerebral. La noción de mindscreen, que podría traducirse como mente-pantalla, designa la representación cinematográfica de lo que ocurre en la mente de alguien. Pero la película de Michel Gondry muestra en realidad un cerebro-pantalla: escenifica el fracaso del procedimiento de borrar los recuerdos, por lo cual cuestiona la idea de que los recuerdos se reducen a localizaciones cerebrales y muestra que en realidad forman parte de una red afectiva, psicológica, relacional, mucho más amplia que un grupo de neuronas. Es un ejemplo de cómo el cine afirma la ideología del sujeto cerebral y al mismo tiempo la problematiza.
-¿El cine permite así una comprensión mejor de esos fenómenos o más bien confunde al público?
-El cine contribuye a comprender que la cuestión no tiene una respuesta sencilla, a hacernos entender que la neurociencia no puede darnos las respuestas. Puede informarse e incorporar conocimientos científicos, pero no depende de ellos. Lo esencial es una dimensión que podríamos llamar filosófica o política o moral, que es cómo pensar a la persona. Para dar una analogía muy simplificada: si hay gente que puede estar a favor de la pena de muerte porque según algunas estadísticas disminuye los homicidios, yo puedo decir que desde el punto de vista filosófico no me parece justo que se mate a una persona por haber cometido un crimen. La opción no está basada en datos, por más seguros que sean, sino en valores; es una opción filosófica. El cine, la literatura, el cómic, muestran esto, ponen en escena la complejidad de las situaciones y dejan las preguntas abiertas, como si dijeran que en cada momento de la historia tendremos que volver a hacer esas preguntas y a consensuar las respuestas.
Osvaldo Aguirre
Periodista y escritor.
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