26 de octubre, 2022
Con el piloto de pruebas, primero dibujado por Paul Campani y después por Solano López, aparecen, en plena Guerra Fría, los elementos característicos de las historietas de aventuras de H. G. Oesterheld: el héroe colectivo, la valoración de la ciencia y el sesgo humanista que marcarán toda su obra.
Por Juan Sasturain
El personaje de Bull Rockett nació de un encargo. Un día de 1952, el director de Editorial Abril, Cesare Civita, convocó a uno de los guionistas que colaboraba en sus revistas, el novato —en el oficio— H. G. Oesterheld, y le encargó una historieta de aventuras modernas con «un piloto de pruebas».
Oesterheld le llevó la primera aventura de Bull Rockett —algo así como «Toro Cohete» en inglés—. que no era sólo piloto sino científico atómico, campeón de box y aventurero por naturaleza. Además no estaba solo: su pintoresco mecánico Pic y el narrador de las historias —el periodista deportivo Bob Gordon— serían sus laderos. Lo aprobaron. Fue prácticamente su debut con personaje propio y lo escribió ininterrumpidamente durante cinco años hasta 1957, siempre en la revista semanal Misterix.
El dibujante original fue el italiano Paul Campani, que se inspiró ostensiblemente en el rostro y la postura física del por entonces ascendente Burt Lancaster para darle una imagen vigorosa. Lo dibujó moreno y con un ajustado pulóver oscuro de cuello alto que muy raramente era substituido por otra indumentaria. Bob era rubio, de campera y pañuelo al cuello; Pic, flaquísimo, narigón y feo; de mameluco y gorra deforme.
Es curioso, pero el dotado Campani —que también dibujaba la historieta líder de la editorial, Misterix— a diferencia de Pratt, Ongaro, Pavoni y Faustinelli, nunca vino a la Argentina, enviaban los guiones y dibujaba allá.
A los dos años de rodaje de la exitosa serie hubo concurso interno para substituir al ilustrador y el personaje pasó a manos del joven Solano López, que lo continuó largamente.
De algún modo, el estilo de Solano, que pocos años después se consolidaría en una obra maestra, «El Eternauta», surgió en parte de la necesidad de «seguir» la manera de Campani para no desdibujar su Bull Rockett: ascetismo en la puesta, rigidez de miembros y economía de recursos, con esquemáticos perfiles enfrentados y bocas hieráticas. La «blandura» y la línea curva estaban reservadas para el rostro y la figura caricaturesca de Pic o Mamá Picmy, en los remansos de la siempre preocupante aventura en que estaba comprometida asiduamente la paz mundial o la supervivencia del planeta. Porque Bull Rockett era, maravillosamente, así.
En la historieta aventurera universal —es decir norteamericana—proliferaban desde la cercana posguerra los héroes pilotos más o menos ideologizados. Tres son clásicos notables: «Buz Sawyer», de Roy Crane; «Johnny Hazard», de Frank Robbins; y «Steve Canyon», de Milton Caniff. Es probable que Civita haya pensado en esos modelos cuando sugiere la historieta, ya que todos ellos volaban en las revistas de la competencia.
Oesterheld expandió el personaje, antepuso la ciencia y colocó el eje en otra parte. Cuando ya el macartismo, Corea y la Guerra Fría impregnaban de paranoia anticomunista toda la ficción yanqui en el cine, el cómic o la literatura de aventuras, Bull Rockett propone —a partir de las mismas coordenadas de tiempo, espacio y material narrativo—un camino diferente del modelo.
En la contratapa de la primera novelizacion que realizó Oesterheld de su personaje, en el año 1956, ya enunciaba, ejemplarmente: «La novela científica, de acción y suspenso, Bull Rockett —proseguía— es la de un héroe moderno: una mezcla de hombre de acción y de sabio conocedor de cuanto secreto técnico o científico puede haber. No es un superhombre ni tampoco un héroe atómico: completamente humano, las soluciones que tiene son siempre también humanas, reales, posibles. Algunas de sus aventuras, por estar precisamente en la línea más avanzada de la ciencia, son originales, raras, de planteos curiosos, pero nunca fantásticas».
Tira original de Buz Sawyer de Roy Crane
El autor toma distancia de los superhéroes (por su componente fantástico) y del «héroe atómico», en referencia velada a Misterix, personaje que se movía en ámbitos similares y peripecias parecidas a las de Rockett pero no se inhibía de usar un traje especial y una pila atómica devastadora...
Rockett, a diferencia de todos ellos, es «completamente humano» y sus recursos y aventuras se muevan dentro de lo verosímil, es decir, la «ciencia posible» de su tiempo. Y, una vez más, como en el caso de Kirk, la novedad es el realismo humanista.
Encabalgado entre la aventura pura y esa zona en que la ciencia se hace ficción, sin intención de anclaje realista en la circunstancia histórico-política de su héroe pero condicionado por el ámbito determinado en que se mueve —el Pentágono, el F.B.I., la Comisión de Energía Atómica— Oesterheld hace tres movimientos para «mover» ese esquema rígido.
En primer lugar, enriquece de variantes la zona del protagonismo ensayando por primera vez el relato en primera persona con un narrador singular por extracción y por el modo de inserción en el «sistema del héroe»; en segundo lugar, impone el original modelo del «héroe colectivo», el grupo sabiamente equilibrado; y en tercera instancia, —y en esto «atrasa», Ie pone enfrente enemigos de corte clásico, esquemáticos y sin demasiada entidad.
La tarea que el director de su diario impone a Bob Gordon, simple cronista deportivo, de cubrir una nota científica («Necesito una crónica de esos ensayos, una crónica donde el prototipo aparezca como algo vivo, algo de ahora, y no de museo») vale, metafóricamente, como objetivo que se impone a sí mismo Oesterheld como narrador de estas historias: difundir lo científico con el sabor de la aventura y, a la inversa, proveer a la aventura ese barniz de «modernidad» que otorga la manipulación y el conocimiento de las fronteras de la ciencia.
Precisamente, Bull Rockett le permitió reunir dos vertientes por entonces disociadas de su trabajo en los medios: la ficción de sus guiones y los artículos de divulgación científica.
Como narrador, Bob Gordon es el típico testigo ayudante del héroe que se encarga del relato. El modelo clásico es el elemental Dr. Watson, y el procedimiento, una constante en Oesterheld a partir de aquí: Caleb Lee en «Ticonderoga», el jubilado Luna en «Sherlock Time»; Ezra Winston en «Mort Cinder»; otro Bob en «Tipp Kenya», etc.
Lo singular en Oesterheld es que la asunción del relato es consecuencia de un hecho anterior y transformante: la entrada en la Aventura, que coincide con el conocimiento del Héroe. En todos los casos enumerados, la existencia cotidiana y rutinaria del futuro narrador —siempre un hombre común con el que el lector se identifica— se ve conmovida por el contacto con una circunstancia y con un hombre excepcional, el Héroe, que literalmente le cambia la vida, le otorga un nuevo y rico sentido. Deja todo y se va con él.
En el caso de Gordon, el narrador se incorpora como un par en la aventura a partir de un curioso modo de bautismo también recurrente: la pelea, el dar y recibir piñas bien puestas, la sangre mutuamente derramada. Así se «conocen» en su momento Kirk y Maha, Ticon y Caleb, Raf y Joe Zonda, todos dúos memorables hechos a trompadas, como en las películas de Ford o Howard Hawks. Pero acá hay más de dos: Oesterheld trabaja en grupo.
En varios aspectos, la pareja Bull Rockett-Pic se inspira en la de Buz Sawyer-Rosco Sweeney de Roy Crane, sobre todo con el carácter caricaturesco del mecánico, luego independizado como personaje y conocido en estas latitudes con el estúpido nombre de Pepe Dinamita. La incorporación de Gordon rompe la dupla y, como en el caso de Maha-Corto-Lea, los amigos «viejos» no aceptan fácilmente al intruso que les disputa el tiempo y los favores del héroe. Las rivalidades, incluso los celos dentro del marco sagrado de la amistad incondicional —«somos demasiado amigos para separarnos», explica Bull a Bob respecto de Pic— son los resquicios por los que el autor introduce el toque humano, su marca de fábrica.
Con variantes dentro de ciertas constantes, hay un verdadero «sistema del héroe» en Oesterheld, en el que cada miembro de esa entidad colectiva opera funcionalmente según el grupo se abra o cierre, se expanda o reduzca. Los roles son relativos, excepto el del Héroe, que opera como aglutinante.
Los ejemplos, a partir de este ensayo inicial, son numerosos. Una vez abandonado Bull Rockett en 1957, ya que se lo dejó a la Editorial Abril a cambio de «llevarse» su otro gran personaje, Sargento Kirk, a su propia Editorial Frontera, insistió con un esquema casi calcado en Joe Zonda (morocho y rubio también, pero invertidos) otra vez con Solano López, aunque en clave más humorística. Allí también aparece un excéntrico mecánico polinesio, Pikli, cuando ya la serie derivaba al disparate.
Grupal es el protagonismo de «Rolo, el marciano adoptivo» (todos los integrantes de un club de barrio porteño en el origen) para terminar decantando en la pareja Rolo-El Crema, contrafigura humorística. A la inversa, Kirk está solo y el grupo se irá formando a su alrededor; también «El Eternauta» tiene inicialmente familia y grupo hasta que la aventura le modifica el entorno (arma otro sistema) hasta despojarlo de todo; a Caleb y Ticon se les suman Numokh y Craig en su aventura por los bosques en Ticonderoga...
Sintética —y provisoriamente—, en Oesterheld y en este primigenio Bull Rockett, el omnipotente héroe individual ha sido substituido por un sistema integrado por un hombre con amigos surgidos a partir de la acción aventurera, vivida esta como lugar privilegiado de experiencia y conocimiento.
En general, en las aventuras de Bull Rockett los «los malos» están desdibujados, carecen de envergadura y en pocos momentos ocupan el centro de la escena, aunque se hacen sentir largamente a través de los efectos de sus espantosas acciones. Los guía la proverbial (e individual) ambición de poder y utilizan, como medio para alcanzarlo, alguna terrible formal energía o cualquier novedad científica perversamente instrumentada.
Así, en «El tanque invencible», el malvado Rahmani, —curiosa, insólitamente indio— es el típico sabio desequilibrado y loco de despecho, y en Fuego blanco, el terrible Sheik Niño también tiene un proyecto hegemónico universal desde un punto indeterminado de Arabia. En los dos casos, sin embargo, el nudo de la acción reside sobre todo en la tarea de desentrañar el enigma científico que condiciona —con su resolución — la derrota del Mal.
Rockett y sus amigos son parte y operan «naturalmente» desde el ombligo del mundo: Estados Unidos y el Occidente desarrollado de los años cincuenta. Se mueven y disponen de lo instrumentos también «naturales» de la Fuerza —el Pentágono—, la Inteligencia —el FBI— y el Poder —monopolio de la Bomba.
Su tarea, en última instancia, consiste en actuar para la preservación de un orden universal que no se pone en cuestión.
Por ahora, el problema del Mal, del Enemigo no está siquiera planteado. Sabios delirantes y emires árabes con sueños imperiales tienen la consistencia fantasmal de las convenciones más trilladas. Muñecos, pretextos para disparar la peripecia que, con todos sus avatares, tiene un maravilloso final feliz asegurado.
Bull Rockett es la aventura en estado puro y puesta al día en su momento. Pero la modernidad de estas novelas —como la «ejemplaridad» de las de Cervantes— no tiene tanto que ver con la presencia de bombas atómicas y rayos insólitos sino con ciertas novedades formales, en el mejor de los sentidos: una concepción de la aventura, una imagen del narrador y el «sistema del héroe» que rompe con los estereotipos ideologizados del momento.
Hace más de cuarenta años, Oesterheld comenzaba a contar hermosas historias de una manera inconfundible.
* El presente texto se publicó, a modo de epílogo, en el libro Bull Rockett: El tanque invencible, Fuego blanco (Serie Oesterheld), Editorial Colihue, 1995.
Juan Sasturain
Escritor, periodista, guionista y crítico de historietas, fue director de la revista Fierro. Dirige actualmente la Biblioteca Nacional.
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