26 de octubre, 2022
Rescates
A partir de hoy, y durante tres miércoles, Fierro publicará tres relatos hallados del gran Alberto Laiseca escritos en los 80s para «Twist y gritos», una de las tantas revistas del poeta Tom Lupo. Para entender la relación del universo del Conde Lai con la música y, lateralmente, con el rock, el autor de esta nota –quien halló los textos- repasa la obra del narrador desde su primera novela «Su turno para morir» hasta la descomunal «Los Soria».
Por Matías H. Raia
Una fotografía puede ser una pista. En este caso, hay una tomada en el bar Moderno, probablemente en el año 1968. No hay tantas imágenes de ese lugar de reunión de artistas, escritores, músicos y fauna de la Manzana Loca y la contracultura porteña. En esa foto que sobrevivió a los vientos del tiempo se observa a un grupo de jóvenes alrededor de una mesa: hay un sifón y unos vasos vacíos, algún resto de vino, detrás se puede leer en el vidrio la inscripción «Moderno Bar», local ubicado en Maipú 918, entre Paraguay y Charcas. Los muchachos miran a la cámara entre diversión y gestos.
Ahí están, por ejemplo, de anteojos negros, haciendo tope con su mano, Horacio «Pepe» Romeu, actor y futuro autor del libro A bailar esta ranchera (1970); también están sus compañeros de andanzas: a la izquierda de Pepe, un barbudo Marcelo Sztrum y, a la derecha, de rulos, Alfredo Slavutzky, ambos melómanos, lectores empedernidos del surrealismo y de la literatura beatnik, jóvenes amigos del narrador Néstor Sánchez. Los tres, Pepe, Alfredo y Marcelo (más un amigo que había fallecido de forma trágica unos años antes) se autodenominaron, en gesto grandilocuente y juvenil, «Los reyes del ghetto» y sus aventuras en los ruidosos 60 quedaron inscriptas en la novela de Romeu. Al fondo, en el extremo derecho, ríe Rubén de León, dramaturgo y director de obras en el Instituto Di Tella como La Orestiada o el sombrero de Tristán Tzara. También aparecen Víctor Kesselman, en esos años fotógrafo, de anteojos oscuros y cruzado de piernas; Jorge Centofanti de pelo largo, casi de espaldas a la cámara, artista y amigo del escritor, actor y sex symbol Sergio Mulet; y la única mujer en la mesa, Graciela Dellepiane Rawson.
Quedan dos muchachos sin nombrar en ese recuerdo capturado: uno se mantiene indiferente al fotógrafo, casi escondido, con la mirada ensimismada. Se llama Alberto Laiseca. Hacia 1968, el joven Laiseca participa de un pequeño circuito literario cultural: asiste a lecturas poéticas en una casa de San Telmo donde se cruza con Sánchez y con Osvaldo Lamborghini, allí lee sus textos caoístas, pequeños argumentos entre el caos y el Tao. También en esa época pone punto final a su primera novela, aún hoy inédita, Sindicalia (la fuente de la anti-juventud) en la que ya anticipa la eterna lucha entre el Ser y el Anti-Ser. Podemos suponer que ya está asomándose, con algunos borroneos, papelitos e ideas a su obra monumental de 1300 páginas: Los sorias. En la foto, el joven restante, casi tirado sobre la mesa, con el brazo cruzado y la mano apoyada en el cuello, es Alejandro Medina, músico, habitué del bar Moderno y quien pronto conocerá a Javier Martínez y Claudio Gabis para formar el conjunto de rock y blues Manal.
Esa fotografía en la puerta del Moderno habilita una pregunta. ¿Qué es ser contemporáneo? Alberto Laiseca, futuro escritor experimental, autor de la novela más larga de la literatura argentina, aprendiz de brujo literario se sienta a la mesa con Alejandro Medina, próximo bajista de Manal, precursor de la música beat nacional, habitante rocker de la ciudad de Buenos Aires. ¿En qué punto literatura y rock se tocaron en esos años? ¿Nacieron enhebrados en el gran tapiz contracultural? Podemos imaginar conversaciones entre Laiseca y Medina, por qué no, adivinar ciertas búsquedas de novedad y riesgo comunes, advertir cómo la ruptura, la exploración y las ganas de patear el tablero cultural unió al joven Laiseca y al temprano bajista. En esta fotografía, compartida hace unos años por Víctor Kesselman a través de una red social, se revela una primera pista del llamado «conde Lai», atento a la música y a su potencia de provocación. Apenas un brindis efímero entre literatura argentina y rock and roll.
Laiseca publica su primera novela, Su turno para morir, en la editorial Corregidor en 1976. Al comienzo del relato, ya se instala una referencia musical clásica que volverá una y otra vez en el resto de sus libros: Richard Wagner. Tras un comienzo en el que un desconocido asesina a un líder sindical en pleno discurso a sala llena, la melodía wagneriana acompaña el acorralamiento del sospechoso: «El comisario se va del lugar sin hacer sonar la sirena, por excepción. Un edificio tras otro/ La entrada de los dioses al Walhalla/ el coche policial que lo aleja en silencio de la muerte del sindicalista y la música de la Entrada de los Dioses al Walhalla, de Ricardo Wagner/ luces de distintos colores se encienden por orden del comisario y enfocan el edificio donde el pistolero se ha refugiado» (p. 14).
Wagner es, para la narrativa de Laiseca, la música del acontecimiento, un regreso monumental y pagano. También en Los sorias, comenzada en 1972 y finalizada en 1982 aproximadamente, y publicada en 1998 por primera vez, aparece un capítulo entero, titulado «Ricardo Wagner» el músico pasa a formar parte como personaje en el mundo ficcional de Laiseca.
A decir verdad, en «Resumen de poemas al cuerpo de Lucrecia», un texto primerizo publicado en la olvidada Tajo, revista de un solo número de 1973, el creador del realismo delirante ya dejaba caer, como si de migajas se tratara, su escucha fascinada de compositores y piezas clásicas: «Que ningún anti-Mozart te haga daño mi mora soldado»; «Brahms sigue, mi mora soldado»; «Brunilda delirante, pequeñita de cuerpo/ el Rapto de Serrallo»; «mi oso agudo/ mi oso grave/ mi oso de conciertos/ mi oso Mozart/ mi oso Wagner/ mi oso de Tännhauser». ¡Si hasta la puja entre los Mozart y los anti-Mozart, es decir entre el Ser y el Anti-Ser, presentan en la obra de Laiseca una lucha eterna que mueve a la humanidad!
Sin embargo, esa inclinación por la música clásica, comenzará a virar hacia una atención lateral al rock, sobre todo a partir de la década de los 80s. Es probable que el camino que lo condujo de Wagner al rock, haya sido el atonalismo de Arnold Schönberg como un modo de composición de ruptura y deriva experimental. En efecto, para Laiseca sus obras eran «novelas atonales» y por eso escribe Aventuras de un novelista atonal en 1982, que presenta, en la primera parte del libro, una autoficción sobre su carrera literaria y el intento por editar su novela oceánica de 1300 páginas. Esa transgresión del tono, de la armonía, caracterizan sus aventuras precipitadas de violencia, sexo, guerras esotéricas y contiendas metafísicas. Laiseca buscó un programa literario en el atonalismo, un cruce sinestésico entre literatura y música.
Ese camino, entonces, que va de Wagner al atonalismo termina derivando en una mirada soslayada al rock. Así, en Los sorias, uno de los cientos de personajes escucha Kiss, Pink Floyd y The Police; y en el capítulo 9, «Música beat», el grupo musical La Horrible Abuelita compone canciones con títulos como «Roll alrededor de la fogata, Le pego a mi nena con una cadena de bicicleta, Tengo un poca, Sé mi hembra de hurón, ¿Por qué no quieres hacer conmigo como las nutrias?, Te haré el harakiri cuando te agarre, putita de topo…» (p. 85), entre otras. En esas páginas, en clave paródica y delirante, Laiseca se apropia de una lógica provocativa del rock y, como suele hacerlo, la «laisequiza» con morbo y humor negro. El colmo será cuando el conjunto le dedique al dictador de la Tecnocracia el tema «El Monitor es bueno», desatando la ira del líder y destinándolos al campo. «De concentración, por supuesto».
Finalmente, el pasaje entre Wagner y Pink Floyd también aparecerá entre las páginas de Los sorias, precisamente entre los capítulos 60 y 61, con el ingreso del músico y compositor incomprendido Paralelepipedinsky, quien en su recital punk en el Cementerio de la Carabela sintetizará: «La música de Wagner, el rock y las marchas militares son la única verdad». Curiosamente, el capítulo 61 ya había sido publicado en una revista de rock efímera de 1982. La revista se llamaba Banana y era dirigida por Carlos Galanternik, o mejor dicho, Tom Lupo.
Los puntos de contacto entre la literatura y el rock en la Argentina son todavía un terreno inexplorado. ¿Cómo fue esa movida alrededor de la música que integró a escritores, poetas y lectores? Tal vez una clave sea volver al periodismo contracultural que unió a músicos, escritores, artistas y periodistas alrededor de un mismo fuego. En este sentido, proyectos como Los subterráneos, programa radial desde la ciudad de La Plata que recorre publicaciones sobre rock en la Argentina, o investigaciones como Estación imposible. Expreso imaginario y el periodismo cultural (2016), de Sebastián Benedetti y Martín Graziano son importantes puntos de partida para relevar datos, anécdotas, detalles sobre los vínculos entre escritura literaria y rock. El caso de la amistad entre Tom Lupo y Alberto Laiseca podría ser uno de los caminos a recorrer. Laiseca participa, al menos, de tres revistas dirigidas por Lupo: Banana (1982), Alfonsina (1983-1984) y Twist y gritos (1984-1985).
Entre 1982 y 1985, el novelista había publicado ya su segundo y tercer libro Matando enanos a garrotazos y Aventuras de un novelista atonal y colaboraba en algunas publicaciones de forma esporádica; además, la revista Babel comenzaba a colocarlo en un podio de genialidad y marginalidad junto con Copi y Osvaldo Lamborghini y se estrechaban sus lazos con autores como Fogwill y Ricardo Piglia. Por su parte, en esos años, el psicoanalista y poeta Lupo se colocaba a la vanguardia de la contracultura posdictatorial con el programa de radio Submarino amarillo en Radio del Plata. Por su sección musical pasaron grupos emergentes como Sumo, Virus, Soda Stereo, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, entre muchos más. Justamente, sus revistas de rock, Banana y Twist y gritos, fueron también un medio para desplegar ese regreso contracultural en toda su potencia y originalidad. En esas páginas musicales, en las que participaron Rafael Bini, Pippo Cipolatti, Rep, Patricia Breccia y Enrique Symns entre muchos más, Laiseca tuvo su lugar con algunos relatos y textos. Tom Lupo lo llevaba de un proyecto a otro. En Twist y gritos, lo recibirá, como quien recibe a un ser de otro planeta, Rafael Bini, director creativo de la revista. A veces acompañado por su maestro Ithacar Jalí, otras veces solo, Laiseca desandaba el camino desde su hogar en Escobar para entregar sus relatos en las diferentes redacciones de periodismo y rock.
Las colaboraciones de Laiseca en Banana son versiones previas de capítulos o relatos que luego formarán parte de sus obras. Resultan más interesantes sus textos publicados en la revista Twist y gritos, que a partir de hoy publicará Fierro todos los miércoles de julio con ilustraciones de Sergio Langer.
El primero de esos relatos «Rockeros y otros escandalosos» que puede leerse ACÁ se publicó en Twist y gritos, año 1, n° 13, del 28 de septiembre de 1984. El segundo «Mueran los potables y los blanditos» fue en el n° 14 del 7 de noviembre de 1984, y «Reportaje a un Fabricante de Zombis» se editó en el n° 15 de diciembre de 1985.
En los primeros dos textos, Laiseca escribe sobre el rock and roll, el clásico, el de Elvis Presley y Bill Haley y sus Cometas. A partir de ahí, entre anécdotas estrafalarias e imágenes delirantes, el autor de El jardín de las máquinas parlantes lanza sentencias que revelan una potencia transgresora en el rock, después de años de tinieblas y represión: «El rock es libertad, es juventud, pero sobre todo es vida». Para Laiseca, la lucha entre Ser y Anti-Ser, entre Mozart y Anti-Mozart, es también la lucha entre Eros y Thanatos, por eso en estos textos rescata el baile y los movimientos del cuerpo rockero frente al puritanismo: el rock es el triunfo de Afrodita, diosa del sexo y del amor. El último texto es un reportaje al Dr. X, experto en fabricar zombies. En este caso, la imaginación laisequiana ya no se ajusta a la consigna rockera aunque recupera esa fuerza de la sexualidad a través de la muerte, cuerpos que se mueven al ritmo de la voz y del instrumento que los sepa convocar y movilizar.
Entre los zombies de «Thriller», los movimientos de la pelvis de Elvis y los ecos wagnerianos que retumban por las calles de la Tecnocracia, Fierro publica estos tres relatos recuperados del conde Lai como una buena forma de empezar a leer su obra inclasificable pero, esta vez, al son del rock and roll.
Las fotografías utilizadas en esta nota son de sus respectivos autores.
Matías H. Raia
Docente y editor.
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