26 de octubre, 2022
Cine bizarro
Se cumple un siglo del estreno de la temprana obra maestra de Fritz Lang: «Der müde Tod» o «La muerte cansada». Una gema del expresionismo alemán que influyó en todo el cine por venir. Directores como Hitchcock, Kubrick, Buñuel o Spielberg consideraron esencial está película para el desarrollo del séptimo arte. Un recorrido sobre los entretelones, influencias y secretos de este diamante del cine insonoro.
Por Diego Curubeto
En la entrevista que dio lugar al famoso libro Le cinema selon Hitchcock, 1966, los jóvenes Francois Truffaut y Claude Chabol le preguntaron al director de «Psicosis» y «Vértigo» cuál era su película favorita. Sin dudarlo, Alfred Hitchcock respondió: «Destiny», titulo británico de «Der müde Tod», película dirigida por Fritz Lang en 1921.
El primer éxito de taquilla en la carrera de Lang continúa siendo una de sus grandes obras y, entre muchas otras influencias, se puede señalar que inspiró a Luis Buñuel para decidirlo a dedicarse de manera frontal al cine. Justamente en su autobiografía Mi último suspiro, Buñuel afirmaba que el cine era un arte demasiado joven para ser declarado «arte». Pero, en el 2021, cuando La muerte cansada (conocida en la Argentina, en su momento, como Las tres luces) cumple 100 años, podemos decir que el cine, sin duda, a veces es arte.
Ninguna película lo inventó todo, y el mismo Fritz Lang tuvo varias influencias a la hora de idear una película tan de avanzada como «Der müde Tod». Pero este film, estrenado en Alemania en octubre de 1921, sin duda inventó muchas. Para empezar se puede decir que fue la película que creó el concepto de «efectos especiales». Obviamente los efectos especiales ya existían desde los tiempos primitivos del mago Georges Méliès, pero justamente eran apenas eso: trucos de magia que si bien acudían a recursos fotográficos elementales, también tenían un pie en el varieté.
Pero en «La muerte cansada» los efectos especiales eran mucho más elaborados y, sobre todo, esenciales en algunos aspectos dramáticos de la historia. Y fueron tan bien ejecutados por Lang —y su magistral equipo de técnicos— que no hay modo de imaginar el impacto que debe haber tenido la película para aquellos espectadores que un buen día —hace ya un siglo—, desprevenidos, se sentaron en la butaca de un cine y se enfrentaron de golpe a estas imágenes extraordinarias.
El director Frizt Lang
Douglas Fairbanks, superastro hollywoodense de aquellos días, se hizo eco de los comentarios sobre la película de Lang que llegaban de ultramar y, antes de que el film circulara por EE.UU., el actor adquirió sus derechos, no, precisamente, para estrenarla en los cines estadounidenses, sino todo lo contrario. Su idea era impedir o postergar todo lo posible el estreno norteamericano de la película de Lang. De esa manera, se hizo el tiempo necesario para contratar los servicios del joven talento Raoul Walsh —uno de los asistentes de direccion de David W. Griffith— para filmar la primera versión de «El ladrón de Bagdad» («The Thief of Bagdad», 1924) que copiaba muchas situaciones e imágenes salidas de Las Mil y una Noches, empezando por el famoso caballo blanco volador.
Las películas importantes que narraban distintos episodios ambientados en distintas épocas no eran algo nuevo. En 1916, David W. Griffith filmó la obra maestra «Intolerancia» («Intolerance») que intercalaba historias ambientadas en la antigua Babilonia (con sangrientas batallas que podrían haber inaugurado el cine gore, con algunos detalles truculentos imitados por el Stanley Kubrick de «Spartacus»), las guerras religiosas que culminaron en la Masacre de San Bartolomé, más la Pasión de Cristo y los dramas sociales del siglo XX. Y en 1920, el maestro Carl Theodor Dreyer —famoso entre muchos otros títulos por «La Pasión de Juana de Arco», 1928— filmó su ambiciosa «Blade af Satans Bog» («Páginas del libro de Satán»), 1921, pensada para lanzar al público de un momento histórico tremendo a otro, ya sea la Inquisición española, el Terror y la guillotina francesa o, peor aún, la ominosa revolución bolchevique (que en Escandinavia provocaba un temor atroz).
Pero fiel al espíritu del expresionismo alemán, «Der müde Tod» no planteaba un recorrido histórico ni mucho menos una parábola ideológica. En esta película, Lang y su guionista —y pareja— Thea Von Harbou imaginaron una trama con la que el público que acababa de sobrevivir no solo a la Gran Guerra sino también a la terrible epidemia de la Gripe Española, podía sentirse identificado.
La película comienza con bastante normalidad en un pueblo típicamente alemán del siglo XIX que, progresivamente, se va vuelve más oscuro, a medida que la acción se centra en el personaje de la Muerte. Luego, la historia se traslada a un escenario arábigo, con todos los aditamentos visuales, a nivel dirección de arte, de Las Mil y Una Noches; continúa en una Venecia renacentista, bien shakesperiana, y culmina en una China antigua, casi delirante, hasta que regresa a la Alemania del principio, pero en plan más dramático y realista.
En el prologo alemán, la Muerte aparece como un misterioso extraño que llega al pueblo y se entrevista con las fuerzas vivas del lugar (retratadas con ironía como un grupo de hipócritas corruptos) para comprar un terreno anexo al cementerio local. Mientras el novio de la protagonista muere, se descubre que de la nada ha surgido un muro gigantesco e inexpugnable que rodea al flamante jardín. Aquí tiene lugar el primer gran momento sobrenatural de esta película increíble: el muro es un decorado alucinante, con una extraña textura que se podría decir que evoca las pesadillas pergeñadas por un —aún entonces— desconocido H.P. Lovecraft. Ésta y otras imágenes del momento aciago, en el que la chica entiende que tal vez tenga que pedirle a la Muerte que le devuelva a su amado, dan lugar a escenas de una fuerza estética y dramática inusitada que superan, por lejos, a la mejor película de un David Lynch. Es aquí donde el espectador que se tope con «Las tres luces», en este segundo decenio del siglo XXI, empezará a percibir que un film mudo, rodado hace un siglo, puede superar con creces cualquier cosa producida tantas décadas después, más allá de todos los avances tecnológicos que pueda haber desarrollado el cine, desde los advenimientos del sonido, el color, el formato de pantalla ancha y los efectos digitales.
En estas primeras escenas fantásticas del film de Lang es donde surge con fuerza el típico toque expresionista de la época. El momento en el que la chica ve docenas de espíritus atravesando el ominoso muro —efectos ópticos muy imaginativos— y la posterior discusión con la Muerte en su apropiadamente tenebrosa guarida, llena de velas de distinta altura —que se prenden y apagan a medida que nacen y mueren vidas en la Tierra— tienen esa potencia que solo se encuentra en el expresionismo alemán. Un movimiento cuyas cualidades hoy se dan por sentado, pero que en su momento era el non plus ultra de la vanguardia y mirado con suspicacia por algunos sectores.
Una muestra de lo expuesto arriba, que hoy suena imposible, es una reseña del súper clásico en la materia —que en 1920 dirigió Robert Wiene, aunque en un momento los productores se la habían propuesto a Fritz Lang—: «El gabinete del Dr Caligari». La crítica de la revista argentina Imparcial, publicada en 1922, aseguraba cosas del calibre de «…con unos telones mamarrachadamente curvados, torcidos y pintarrajeados como marcos destinados a ideas desequilibradas, se ha pretendido hacer una cinta futurista. Ha resultado ser un melodramón burdo y grotesco al cual no se le puede hacer el honor de una crítica, como a las cosas que no tienen ni pies ni cabeza».
Sin palabras…
Pero volviendo al film de Lang, paulatinamente el tono expresionista va tomando un estilo distinto y nuevo, que básicamente adelanta todo el cine de este director fundamental, pasando por «Metrópolis», 1927, a su última etapa sonora alemana de «El tigre de Esnapur» y «La tumba india», ambas de 1959, que tienen mucho que ver con este film de 1921. La dirección de arte del segmento árabe-persa con un «infiel» cristiano perseguido por todo el mundo —caza humana que se convirtió en una de los temas favoritos de Lang, incluso durante toda su etapa de westerns y policiales hollywoodenses— es uno de los elementos que copia fielmente y que incluso mejoró en algunos detalles, gracias al presupuesto desbordante, «El ladrón de Bagdad» de Walsh y Fairbanks. En el episodio chino —lleno de sutil humor a pesar de su énfasis trágico— es cuando las cosas explotan a un nivel nunca visto. Un mago —algo timador pero poderoso— tiene que darle un regalo al emperador que supere el deseo lascivo del soberano de apropiarse de las amada de su asistente. El brujo saca de la manga cosas alocadas como un ejército en miniatura, genialmente diseñado con efectos ópticos, y también utilería para que los soldados del tamaño de hormigas cuenten con todos sus detalles de armas y uniformes, luego una alfombra voladora y, por último, el mítico caballo mágico sobre el que, pocos años después —con técnica hollywoodense mediante— volará Douglas Fairbanks.
Aquí es donde Las tres luces sólo pudo existir gracias al trabajo imperativo de Lang —al que no por nada llamaban «el Káiser» de los estudios alemanes UFA— que impuso sus ideas adelantadas no sólo al mítico productor Erich Pommer, sino también a todo el departamento de arte. Lang, además, contó con todo el apoyo del director de fotografía —que acaba de filmar «El gabinete del Dr Caligari»—, Willy Hamesteir.
Si con Lang surgió el concepto de efectos especiales, lo cierto es que la idea se terminó de consolidar en Hollywood con la genial «El ladrón de Bagdad» que potenció los conceptos de Lang a un punto que sigue disfrutándose también casi un siglo después. Sin dudas, el film de Raoul Walsh es una película de visión muy recomendada, que hace un excelente doble programa con «Der müde Tod», aunque en segundo orden, claro. En todo caso, de algo podemos estar seguros: sin «Las tres luces» no existirían ni Spielberg ni George Lucas.
Eso sí, en «Der müde Tod» hay un espíritu humanista y un vuelo poético irrepetible, que explota en el superlativo desenlace en el que la película sale de esa China delirante y vuelve a la Alemania del principio, con la Muerte dándole una dramática ultima chance a la amada de que se salve a su novio en medio de un catastrófico incendio. Sin ánimo de spoilear el final, en el imperdible libro de entrevistas de Peter Bogdanovich con Fritz Lang, el director contó que no le convencía el desenlace porque le parecía que era muy triste.
Lang le respondió que no había entendido nada, que los amantes se iban juntos al cielo. Sin embargo, uno de los productores de Lang retrucó que para él estaba todo mal, sostenía: «Es que en el cielo no pueden coger».
«Der müde Tod» se puede encontrar fácilmente on line. Se recomienda la versión restaurada en 2016 —que se vio en Buenos Aires en un festival de cine alemán— con un nuevo y aceptable score musical y, sobre todo, con los tintes a color diseñados por Lang hace 100 años.
Vea aquí la película completa:
Diego Curubeto
Director de cine, periodista y crítico. Autor de «Cine Bizarro».
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